Cuatro personas al servicio de las ideas, sobre el teatro Alberdi y frente a una platea repleta. Una pantalla que proyecta imágenes de contundente peso simbólico, como refuerzo visual de lo que dicen los sonidos (palabras y acordes), todo en semipenumbras.
No le hace falta más a “El territorio del poder” para sumergir al público en un resumen de la opresión a lo largo de los siglos, desde el Imperio Romano hasta el presente. Ya desde la primera intervención se explicita que la obra será circular, que se volverá sobre los mismos asuntos, que la rueda gira desde hace tiempo, con víctimas y victimarios que irían intercalándose sobre el escenario.
La presencia de Leonardo Sbaraglia es, indiscutiblemente, el eje convocante para los espectadores. Pero el consagrado actor dejó de lado su centralidad y se ubicó en el mismo plano que los excelentes músicos que lo acompañan: Fernando Tarrés (principal responsable en este campo), Damián Bolotín y Pablo Fenoglio.
Los textos elegidos asimilan el poder a la represión física o intelectual, al sometimiento del otro mediante el vejamen, la tortura, la muerte o la destrucción de la propia voluntad. La selección dejó de lado las formas más sutiles de ese mismo poder, esas que son más difíciles y complejas de develar y entender, como la seducción, la presión de un entorno o la compra de conciencias, donde la prepotencia de la fuerza para que alguien acate algo no está necesariamente presente.
El cuarteto compuso una obra compacta, sin preeminencia de uno sobre otros, para que el protagonismo lo ocupen las historias que se cuentan, apoyadas desde las proyecciones. A veces, ese equilibrio conspiró contra el objetivo: elegir la prevalencia de un signo sobre otro (la palabra, la música o el video, en este caso) sirve también para reforzar el mensaje; obligar al público a elegir uno, estando todos a la par, es introducirlo en un ejercicio al que no está acostumbrado.
La solidez actoral de Sbaraglia está fuera de debate. En la noche del domingo la demostró nuevamente, con un importante agregado de humildad. Jugó con el distanciamiento teatral en algunos relatos, para alejar la emoción y potenciar la reflexión, aunque los que despertaron la respuesta del público con aplausos fueron los textos en los que más histrionismo demostró para generar empatía con los que sufren, sufrieron o sufrirán.
Esta situación se evidenció más aún cuando entraban en roce los soportes escriturales y orales del relato. Es que hay textos (como el de Michael Foucault) que están elaborados para ser leídos y otros para ser oídos. No sirve trasladar directamente las palabras de un formato al otro, ya que su lógica interna de elaboración y de transmisión es distinta (ni mejor ni peor).
Con sinceridad evidente, la función fue dedicada a dos grandes: Alfredo Alcón y Juan Gelman. Ambos hubiesen agradecido tímidamente.
No le hace falta más a “El territorio del poder” para sumergir al público en un resumen de la opresión a lo largo de los siglos, desde el Imperio Romano hasta el presente. Ya desde la primera intervención se explicita que la obra será circular, que se volverá sobre los mismos asuntos, que la rueda gira desde hace tiempo, con víctimas y victimarios que irían intercalándose sobre el escenario.
La presencia de Leonardo Sbaraglia es, indiscutiblemente, el eje convocante para los espectadores. Pero el consagrado actor dejó de lado su centralidad y se ubicó en el mismo plano que los excelentes músicos que lo acompañan: Fernando Tarrés (principal responsable en este campo), Damián Bolotín y Pablo Fenoglio.
Los textos elegidos asimilan el poder a la represión física o intelectual, al sometimiento del otro mediante el vejamen, la tortura, la muerte o la destrucción de la propia voluntad. La selección dejó de lado las formas más sutiles de ese mismo poder, esas que son más difíciles y complejas de develar y entender, como la seducción, la presión de un entorno o la compra de conciencias, donde la prepotencia de la fuerza para que alguien acate algo no está necesariamente presente.
El cuarteto compuso una obra compacta, sin preeminencia de uno sobre otros, para que el protagonismo lo ocupen las historias que se cuentan, apoyadas desde las proyecciones. A veces, ese equilibrio conspiró contra el objetivo: elegir la prevalencia de un signo sobre otro (la palabra, la música o el video, en este caso) sirve también para reforzar el mensaje; obligar al público a elegir uno, estando todos a la par, es introducirlo en un ejercicio al que no está acostumbrado.
La solidez actoral de Sbaraglia está fuera de debate. En la noche del domingo la demostró nuevamente, con un importante agregado de humildad. Jugó con el distanciamiento teatral en algunos relatos, para alejar la emoción y potenciar la reflexión, aunque los que despertaron la respuesta del público con aplausos fueron los textos en los que más histrionismo demostró para generar empatía con los que sufren, sufrieron o sufrirán.
Esta situación se evidenció más aún cuando entraban en roce los soportes escriturales y orales del relato. Es que hay textos (como el de Michael Foucault) que están elaborados para ser leídos y otros para ser oídos. No sirve trasladar directamente las palabras de un formato al otro, ya que su lógica interna de elaboración y de transmisión es distinta (ni mejor ni peor).
Con sinceridad evidente, la función fue dedicada a dos grandes: Alfredo Alcón y Juan Gelman. Ambos hubiesen agradecido tímidamente.
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