Vindicación de la ópera
¿Quien dijo que la ópera es aburrida? ¿Quién se atreve a sostener que "La Traviata" o "Aida" carecen de glamour y sólo pueden exhibir ostentación? ¿Cómo puede ser que hayamos olvidado que la ópera, como cualquier otra manifestación del arte, es ante todo un vehículo para acercarnos a nosotros mismos? Hoy prevalece la idea de que para poder disfrutar de una gala lírica es preciso pertenecer a una fraternidad de iniciados cuidadosamente escogidos por las musas. Nada más errado. La ópera es un género que divierte y conmueve. Tal vez es ilógico y absurdo, pero entretiene. De hecho, pocas manifestaciones escénicas son tan ilógicas como la ópera. Mujeres que cantan mientras agonizan, hechiceras que se confunden y matan a sus propios hijos creyendo que son los hijos de sus enemigos, brebajes mágicos que unen a los amantes o los separan para siempre, gigantes, dioses, dragones y artesanos que cantan a viva voz. Tanto, que cuando un tenor se entera de que su amada corre peligro se entretiene dando un do de pecho magistral antes de correr en su ayuda... ¡Claro que la ópera es ilógica! ¡Claro que es absolutamente absurdo que alguien cante mientras come o mientras se desploma agobiado por un ataque fulminante de tuberculosis! Pero es eso justamente lo que convierte a la ópera en un género deslumbrante, en una suerte de espectáculo global donde entran en juego todos los sentidos.

Porque, si uno lo analiza bien, la ópera no exige verosimilitud en sus historias; sí lo hace con los sentimientos. Las emociones que generan "Aída", "La Traviata" o "Tosca" , por ejemplo, son imposibles de describir con palabras: hay que vivirlas. Además, este particular género -como sucede con toda manifestación artística- plantea temas de fondo que siempre enriquecen e interpelan. Es difícil, por ejemplo, escuchar a Verdi o Puccini y que no nos sugieran nada. Aún más: según el escritor y poeta T.S. Eliot, el que se acerca a las grandes óperas tiene un buen antídoto contra lo malo del mundo en que vivimos: la banalidad, el utilitarismo y la superficialidad ruidosa que no ayuda a educar la sensibilidad.

Por eso, que en Tucumán podamos tener la posibilidad de ver aunque sea una puesta de nivel superior por año es una oportunidad que no se debe soslayar. Un regalo que merece todo nuestro apoyo. No sólo como ciudadanos, sino también como artífices de la cultura local. El estreno de "Nabuco" en el teatro San Martín fue, tal vez, uno de los mayores acontecimientos de este Septiembre Musical. Sobre todo porque la provincia siempre fue fértil para este género. No debemos olvidar, por ejemplo, que a principios del siglo pasado actuó en esta ciudad nada menos que Enrico Caruso, el tenor que hoy es una leyenda en el mundo de la ópera. "Nabuco" viene a nutrir esa agenda que se inició hace ya algunos años y que agrupa, entre otras, a puestas como "La Traviata", "Tosca", "Aìda" y "Carmina Burana". Por eso, no es exagerado afirmar que en Tucumán la ópera no sólo está viva sino que crece año a año. Y crece nutrida por artistas locales, que no es poco mérito. Porque nunca fueron tan verdaderas las manifestaciones amorosas o la pasión vital que cuando fueron cantadas sobre un escenario. ¿Hay alguna forma más precisa de expresar la esperanza que con el arrebatador "Nessun dorma" de "Turandot"? ¿Hay algo más sensual que la habanera de "Carmen"? ¿Hay una expresión más clara del miedo a perder un amor que el aria "Oh mio babbino caro", de "Gianni Schicchi"?

Esa es la clave de la ópera: llegar a donde la palabra ya no puede. Expresar con música lo que ya no somos capaces de gritar.

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