El legado mayúsculo

El legado mayúsculo

Análisis.

Con minúsculas y sin signos de puntuación, la oralidad de Saramago se parecía a su prosa. Salvo por las pausas: si un texto suyo daba la impresión de poder leerse de un tirón, sus juicios en voz alta confirmaban exactamente lo contrario. Cada opinión procedía de una larga consulta consigo mismo, aunque esa disciplina estuviese reñida con la dictadura del reloj irreflexivo. A los 86 años, el escritor no sólo conservaba una soberbia lucidez, sino que también gozaba de una envidiable impunidad para extraviarse en los jardines del pensamiento.

Y salir de allí asombrado con las ideas que había hallado, como si las hubiese visto por primera vez. Esa candidez entrecortada por el silencio, expresada en un dulcísimo "portuñol", hacían de Saramago un orador deslumbrante. Él, simplemente, no podía no saberlo.

El don funcionaba incluso con la exigente y difícil platea de cronistas. El narrador terminaba imponiendo su agenda de obsesiones sobre la desesperación de conseguir un título, una cita ácida y redonda. Él, que ya no estaba para sentencias ni pontificaciones, resolvía los expedientes sometidos a su jurisdicción con sugerencias tímidas e ironías agridulces. Sus verdades se resistían a sentirse universales. "Hay dentro de nosotros algo que no tiene nombre, y eso es lo que somos", repetía atónito. Y en lugar de explicarse, todavía interrogaba con curiosidad: "¿qué queda del hombre cuando ese hombre ya no existe?" En su caso, una respuesta maýuscula con puntos suspensivos.

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