SAN IGNACIO, Misiones (Por Silvina Cena, enviada especial). El estampido de la escopeta retumbó en el cielo uruguayo y el hombre cayó muerto. Casi en el mismo instante, un dolor que surgía de las entrañas se adueñó de la mujer que veía la escena y que dejó caer al niño que sostenía en brazos. El desdichado episodio marcaría para siempre la vida de aquel bebé, Horacio Quiroga, cuyo padre -pariente del caudillo riojano Facundo Quiroga- murió de un disparo que se le escapó de su propia escopeta cuando él sólo tenía tres meses.
Esa fue la primera de la sucesión de muertes trágicas que contaminó la historia del escritor y que sólo encontró consuelo en la pasión que sintió por la selva de Misiones. Convertido en un ícono de San Ignacio, las que fueron sus casas (tuvo dos) aún pueden visitarse en un museo en el predio de Gendarmería Nacional, a un kilómetro y medio del centro de la Capital.
En esas paredes se exhiben los muestrarios de las decenas de animales que disecaba y coleccionaba, con lo que se revela el cariz curioso y obsesivo de su personalidad. Se muestran también muebles originales -camas, mesas y repisas- que alguna vez tocó el cuentista y que son un testimonio de su habilidad como carpintero.
De amor, locura y muerte
Quiroga nació en Salto, Uruguay, el último día de 1878. En 1901, tras varias idas y vueltas entre los dos países, se trasladó definitivamente a Argentina, donde, ya afiebrado por el mundo de las letras y de la filosofía, se desempeñó como profesor de Castellano. Descubierto también su gusto por la fotografía, insistió en acompañar a Leopoldo Lugones, quien trabajaba para el diario La Nación, a una expedición por Misiones.
La multiplicidad de la fauna, el arco iris de la flora y los enigmas incalculables que ocultaba esa tierra lujuriosa lo perdieron en un encanto que rozó los límites de la obsesión y que inspiró la mayoría de su obra. Cinco años después, el autor de los clásicos "Cuentos de la selva" se instaló a orillas del Alto Paraná. Cuentan los que saben que, en aquel entonces, el pueblo lo veía con malos ojos. Con su aspecto desgarbado, sus bermudas blancas y su irrevocable apariencia de loco, Quiroga trastornaba la siesta misionera jugando picadas en el río y haciendo rugir a su moto, que aún puede verse en el museo.
Entre las tareas del campo (producía yerba mate); la escritura (en los raptos de inspiración, hacía anotaciones en papelitos que guardaba en una caja de galletas); y su afición por lo exótico (inventó un estrafalario aparato para matar hormigas), el cuentista olvidó las desgracias que ya habían comenzado a forjar su derrotero aciago: sus dos hermanas habían muerto de fiebre tifoidea, su padrastro se había suicidado frente a él y su mejor amigo falleció luego de que al propio Horacio se le escapó un tiro mientras revisaba un revólver.Profundamente embebido de jungla y decesos, Quiroga se exorcizó mediante sus historias. "Cuentos de amor, de locura y de muerte" fue su trampolín a la popularidad y a él lo siguieron "El salvaje", "Anaconda" y "Los desterrados", entre otros. Sin embargo, la fatalidad no se había manifestado todavía con todo su vigor. En 1915, su primera esposa, Ana María Cires, quien nunca pudo adaptarse a la zona, se suicidó ingiriendo veneno. Desesperado y a cargo de dos niños, el autor volvió a Buenos Aires donde se enamoró de la que sería su última y definitiva mujer: María Elena Bravo.
La pareja se mudó a San Ignacio en 1932 y pronto empezaron las discusiones, ya que ella no se acostumbró al monte. Finalmente, Bravo abandonó a Quiroga llevándose a su tercera hija, lo que obligó al escritor a regresar, enfermo y deprimido, a Buenos Aires. Allí, él también se suicidó al enterarse de que padecía de un cáncer terminal.