

Un partido de fútbol de la Primera división se convirtió en los últimos días en un inesperado episodio en el que las palabras discriminación, xenofobia e intolerancia ganaron un no deseado protagonismo. El escándalo, que derivó en la renuncia de Raúl Ulloa a la presidencia de Gimnasia de Jujuy después de 20 años en el cargo, se desató tras el cotejo que el “lobo” jujeño y Argentinos Juniors disputaron en el norte. Molesto por la actuación del árbitro Samuel Laverni, Ulloa irrumpió descontrolado en el campo de juego, ocasión en la que presuntamente el juez llamó “bolivianos” a los jugadores locales. Esto alteró aún más la situación, al punto tal de generar declaraciones altisonantes, presentaciones al nivel de la Embajada del país vecino y un gran debate sobre un tema que cada día se torna más recurrente, y por ello peligroso.
El deporte, como pocas actividades, muestra al hombre en una faceta única: en caso de ser practicante, persigue una meta permanente de superación y hasta llega a invertir años de su vida en ello, en un acto que supone sacrificio, esfuerzo y pasión. En su rol de espectador, las reacciones se ven exacerbadas de manera cuantitativa cuando la actividad a la que se da aliento es más popular. Ese es el caso del fútbol, un juego que refleja como pocos las contradicciones de países y sociedades, y que en definitiva ofrece a diario continuas muestras del temperamento de la gente, sus atributos y sus miserias.
En la masividad de las tribunas conviven el folclore del fútbol, con el hiriente mensaje de ciertos cánticos; la pasión por determinados colores y la idolatría por algunos jugadores con una deplorable actitud de pretender la destrucción del rival, representado tanto por quienes salen a un campo de juego como por quienes ocupan un lugar en las gradas de enfrente. Pero así como ya quedó demostrado hace mucho tiempo que la violencia cotidiana en la que se mueve la sociedad argentina tiene apenas una proyección, una transferencia en el fútbol, también hay que ser claros en apuntar que no sólo el público está en esta práctica: numerosos dirigentes, cuerpos colegiados, jugadores, auxiliares y todo aquel que se mueve en el ámbito del más popular de los deportes, en algún momento comete un exceso, imbuido del espíritu intolerante en referencia.
El presunto gentilicio utilizado por el árbitro en cuestión quiso ser un insulto. Así lo habría dicho y así lo habría considerado el dirigente. Pero, más allá de las disculpas, los descargos y las explicaciones que el caso generó, el asunto no representa una exclusiva patología del fútbol. Por caso, al menos en Buenos Aires, la comunidad boliviana vive aislada y menospreciada, algo similar a lo que ocurre con los inmigrantes paraguayos. Sin embargo, el fútbol no es inocente, ni mucho menos en cuestiones como la planteada. Muchos recuerdan que alguna vez el propio presidente de la AFA, Julio Grondona, fue obligado a retractarse cuando agravió a la comunidad judía al insinuar que sus integrantes son poco afectos a la disciplina del trabajo. En 2002, el entonces presidente de River, Alfredo Dávicce, fue llevado a la Justicia por presuntos conceptos agraviantes hacia las comunidades boliviana y peruana, a las que identificó como “hinchas de Boca”.
Según el estatuto de la AFA, el artículo 64 advierte que en los partidos no se pueden producir hechos discriminatorios. A través de las consideraciones, se determina que los árbitros están obligados a recordar antes de cada partido que no se pueden producir episodios de esa naturaleza. A la luz de los hechos cotidianos, ello está muy lejos de cumplirse. Por eso, constituye una obligación que la autoridad competente tome urgentes cartas en el asunto.






