Tres años de mítico rodaje de "Apocalipsis Now"

Tres años de mítico rodaje de "Apocalipsis Now"

Por Gustavo Bernstein

08 Septiembre 2002
A fines de 1975, luego de la exitosa dupla de El Padrino, Francis Ford Coppola acometía una empresa temeraria: la adaptación de El corazón de las tinieblas, aquella novela de Joseph Conrad que Borges definió alguna vez como "el más intenso de los relatos que la imaginación humana ha labrado", y que osciló entre la ponderación como obra cumbre del siglo XX y la célebre acusación de "racista y colonialista" a manos del nigeriano Achebe.No fue un adelantado Coppola: los escarceos de Conrad y el celuloide ya habían prosperado en el cine mudo con las adaptaciones de Victory, Lord Jim o Nostromo, y en el sonoro con el Sabotage, de Hitchcock (basada en El agente secreto), o la versión de Andrzej Wajda para La línea de sombra. Incluso Welles en 1945, mucho antes de concebir El ciudadano, había vislumbrado un "corazón de las tinieblas" en el río Hudson, con un Kurtz nazi y un Marlow demócrata que, afortunadamente, no pasó de una versión radial.
Pero fue en Coppola donde Conrad obtuvo su traición más fiel, y quizá más sublime, al trasladar la aorta del horror del río Congo a un apocalíptico periplo fluvial por Vietnam. Porque su lectura, aunque indaga en la irrupción del hombre blanco en tierras primitivas, no se queda en la descarnada visión colonizadora rayana con la literalidad, sino que convierte la odisea hacia el centro abominable de esa pesadilla en un viaje interior jungniano, en una experiencia ontológica donde el contexto oficia como campo de batalla metafísico. Y suma, a las inagotables interpretaciones de la novela, un abordaje inédito: la analogía mitológica con Teseo y el minotauro, en un curioso cruce con la versión borgeana de La casa de Asterión, donde el ateniense es un redentor que viene a librar al minotauro de la opresión del laberinto.
En este caso, el héroe es Willard, un teniente del ejército; y el monstruo a ajusticiar, Kurtz, un general de sus propias filas, adorado por los nativos como un tótem, que tiene su reducto en las entrañas de Cambodia. El teniente remonta el río por una selva atroz hasta dar con su centro secreto, donde el general lo toma prisionero. Desde la penumbra emergen los rasgos de un Kurtz grave y sombrío, cuyos violentos aforismos completan la imagen de un pensador sísmico e inescrupuloso, un pater seraficus de su grey. No ignora la misión que incumbe al héroe; sin embargo, no lo mata. Lo sojuzga, lo somete, lo veja; escruta su alma. El teniente demuestra el temple requerido: es el hombre aguardado para expresar al mundo su verdad y acabar con el desgarro interior que lo corroe.
La secuencia final desenmascara la leyenda griega con un paralelismo visual en clave sacra. Los violentos sablazos se superponen al ritmo de una danza ritual: el héroe ajusticia a Kurtz, los nativos sacrifican a un toro. El teniente retorna rodeado de la veneración de los nativos. Se ha apropiado del alma de su víctima.
El rodaje duró tres años y no fue una empresa menos épica que la del celuloide. El megalómano Coppola y su numeroso equipo de producción operando en Filipinas fueron también una alegoría conradiana: la avanzada de progreso de la pujante industria fílmica en la precaria geografía de un país en conflicto. Un sinnúmero de dificultades y controversias signó aquel mítico rodaje. Algunas nada incidentales: los helicópteros alquilados al gobierno filipino eran periódicamente reclamados para combatir la guerrilla; los decorados fueron arrasados por un tifón; Harvey Keitel, el primer Willard, fue reemplazado luego de semanas de filmación porque su physique du rol no satisfacía al director; Martin Sheen, su reemplazante, debió ser internado por un ataque al corazón en pleno rodaje; Brando llegó a Filipinas sin conocer el guión y con 30 kilos más de los que exigía el personaje. Con una voracidad alucinada, tampoco se soslayaron excesos homologables a los de la propia empresa bélica norteamericana: en pos de la veracidad ni siquiera se escatimó el napalm en sucesivos incendios forestales. Coppola devino tanto un excéntrico y desmesurado Kurtz adorado por su séquito, como un Willard cuyo periplo muta en calvario fílmico, en una lucha sin tregua contra el minotauro del laberinto filipino.
No sabemos si Eleanor Coppola, su esposa, ofició de Ariadna o lo hizo una amante paralela que mantenía por entonces. Sabemos que la primera llevó un diario de esa experiencia publicado en 1979 (mismo año de estreno del film) y editado ahora por primera vez en castellano (mismo año del estreno de su versión redux). Pero a no dejarse embaucar por trampas editoriales. Quienes movidos por el afiche del film en la portada y el subtítulo "Diario de una filmación", busquen adentrarse en la descomunal aventura de aquel rodaje, se verán defraudados. Se toparán apenas con el diario íntimo de una mujer que consigna algunos hechos de rigor pero hace prevalecer observaciones timoratas y banales, desavenencias conyugales o su debate inocuo y manido entre convertirse en una mujer abnegada o una profesional liberada. Aunque siempre, claro, pese a la dualidad emocional que la embarga por momentos, atenta al panegírico del hombre amado. Un folletín donde triunfa el amor y la señora Coppola come sus perdices. (c) LA GACETA

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