

En 2015, hace diez años, un hombre mayor, ex periodista de LA GACETA, se desvaneció súbitamente sobre la vereda de la esquina de San Martín y Monteagudo. El incidente no pasó a mayores. Tras reponerse, relató que fue producto del fuerte chirrido que produjo la frenada de un colectivo, y que por sus problemas auditivos, los sonidos demasiado fuertes y repentinos le hacían perder el equilibrio.
Los frenos de ómnibus, sobre todo en lugares cerrados como calles céntricas, forman parte de la lista de ruidos más invasivos, hirientes y estresantes que soportan los habitantes de una ciudad, sumado a una decena de otros sonidos excesivos que superan ampliamente los valores máximos recomendados por las autoridades sanitarias, y que redundan en serios daños a la salud física, psíquica y social.
Los colectivos utilizan frenos de aire y hacen ruido por la liberación de aire comprimido al soltar el pedal. Otros sonidos fuertes que producen los ómnibus se deben al desgaste de pastillas o discos, que generan chirridos metálicos, o por componentes sueltos y falta de lubricación en el sistema. Estos últimos ruidos al frenar son un síntoma de falta de un mantenimiento necesario, y no a causa de una falla en el diseño del sistema neumático.
En un momento donde el Concejo Deliberante de la capital se apresta a debatir una iniciativa que apuesta a la transición progresiva de colectivos eléctricos en la ciudad, en el transcurso de 2026, sería una excelente oportunidad para incluir el problema de los tormentosos ruidos que produce el transporte público. Se sabe que los vehículos eléctricos son bastante silenciosos en cuanto a su forma de motorización, no tanto en su sistema de frenado, similar al de los colectivos diesel, pero la contaminación sonora de los ómnibus debería formar parte central de la discusión en el recinto.
De paso, como se consignó en editoriales anteriores (“El ruido que invade los espacios urbanos”, del 13/12; y “La necesidad de concientizar sobre el ruido”, del 7/11) resulta imperioso resolver cómo reducir otras cada vez más agresiones auditivas, como el abuso de la bocina, las constantes sirenas de ambulancias, que es peor en las motoambulancias mientras intentan atravesar el tránsito embotellado; los negocios con parlantes con estruendo hacia la vereda; uso de pesados carros metálicos de transporte de electrodomésticos en las peatonales, locales bailables, fiestas y recitales; y en el podio de las toxicidades sonoras las motos con escapes libres, con escaso mantenimiento o sin los filtros suficientes para evitar los poderosos ruidos molestos que producen. Esto sin mencionar que en estos días de fin de año se incrementan los ruidosos festejos a bocinazos por las calles céntricas.
No es un tema menor porque “el ruido enferma”, como advirtió Clara Saslaver, directora de Salud Ambiental municipal: “Lo que hace es incrementar problemas de salud como estrés, insomnio, problemas cardíacos, además de generar un malestar a nivel social. Cuando el ruido es elevado, incrementa los problemas de convivencia”. Según mediciones científicas el centro tucumano es muy agresivo para el oído humano, y duplica o triplica según el sector lo recomendado por la OMS, lo que afecta gravemente a varios órganos, cuyas defensas se van debilitando, disminuye la irrigación y afecta el metabolismo del oído y sus células se hacen más sensibles a los sonidos, sobre todo en niños y ancianos.







