DESVELADOS. Muchos chicos pasan buena parte de la noche viendo videos en el celular y expuestos a un bombardeo de estímulos.
Hay un podcast interesantísimo. Lo grabó hace dos años Marian Rojas Estapé, médica y escritora española, y posee mucha vigencia porque explica el impacto que genera TikTok en nuestra vida cotidiana y cómo condiciona el modo en el que gestionamos lo que nos ocurre. Pone el foco en TikTok, pero lo podemos extender también a los shorts de YouTube o inclusive a algunas historias de Instagram, porque, al fin y al cabo, se trata de lo mismo: videos muy cortos que se suceden uno tras otro de un modo personalizado por el algoritmo, que detecta nuestros intereses. Lo que Estapé señala es que los estímulos de estas redes impactan en la corteza cerebral. Es decir, no hablamos simplemente de una percepción social o de algo abstracto; hay un efecto cierto en el organismo. Y deja en claro que, si bien los que más peligro corren son los chicos, los adultos mostramos vulnerabilidades muy parecidas. La gran duda es si estamos a tiempo de hacer algo al respecto.
El episodio “El efecto de TikTok en nuestro cerebro”, que está disponible en Spotify, indaga en las razones por las que algunos de nuestros comportamientos se han modificado de un modo radical en los últimos años. Por ejemplo, ¿quién no apuró alguna vez las actividades cotidianas para acostarse temprano y se terminó desvelando mientras miraba videos en el celular? ¿Frente a una situación de estrés o de agobio quién no se ha sumergido en las redes sociales en busca de una calma aparente y pospuso la resolución del problema, con todas las consecuencias que esto pudo haber implicado? ¿Quién no ha llegado a su casa después de una jornada de trabajo y se ha encerrado en la habitación, en el baño o inclusive en el auto con el teléfono en la mano demorando deliberadamente las dinámicas familiares? ¿Y los chicos que cuando reciben un no por cualquier situación trivial reaccionan con un ataque de ira que deja perplejos a sus padres? ¿O no quieren comer si no tienen el teléfono o la tablet enfrente? ¿O que son incapaces de divertirse por su cuenta o imaginar un juego cuando no están al alcance de una pantalla? Podemos seguir enumerando situaciones cotidianas, pero todas nos van a conducir al mismo lugar: la búsqueda permanente de estímulos rápidos que nos causen una satisfacción inmediata que excluye la reflexión. Los adultos argumentamos que queremos poner la mente en blanco, tomarnos un respiro, distraernos (aunque ocurra todo lo contrario). En el caso de los chicos, la cosa es más dramática. Veamos por qué.
La tesis de Estapé es que hoy el mundo está regulado por organizaciones que compiten entre sí por retener el mayor tiempo posible la atención de la humanidad frente a una pantalla. Ahí están Tik Tok, Google y Meta. Nos ofrecen, entre otras cosas, una sucesión casi hipnótica y vertiginosa de videos cortos, que son básicamente luz, sonido y movimiento, tres estímulos básicos pero muy potentes. Esto no es inocuo, claro. Porque generan un impacto concreto en la corteza prefrontal del cerebro, que es la que se encarga de la concentración. En otras palabras, es el centro de la fuerza de voluntad. Pero hay más: esta parte del cerebro se va desarrollando a medida que la persona crece. Entonces, si a un chico que no ha desarrollado aún esa corteza le exhibimos un rosario de imágenes y estímulos que generan una liberación de dopamina (el neurotransmisor que está vinculado con el placer) podemos obstaculizar el desarrollo de su sistema de recompensas; en palabras de Estape, algo tan sencillo y al mismo tiempo tan relevante como poseer la capacidad de decir “quiero lograr algo, lucho por ello, pongo mi fuerza de voluntad, me organizo y hago lo necesario para alcanzarlo”. En definitiva, si mi sistema de recompensa es débil y estoy expuesto a emociones permanentes -como las que me generan los videos de TikTok- corro el riesgo de convertirme en una especie de drogadicto emocional que, al no obtener la gratificación inmediata, se frustra, se enoja, se pone triste. Y si a esto lo multiplicamos por cada individuo de una comunidad -¿porque quién no tiene hoy un teléfono en el bolsillo?- vamos a terminar con una sociedad muy poco tolerante con la frustración.
La médica española plantea un escenario sobrecogedor: ¿qué pasa si cada vez que un chico se aburre le ofrecemos una pantalla? En primer lugar, vamos a paralizar su creatividad. Y cuanta más pantalla, menos capacidad para resolver las situaciones que se le van presentando en el día a día. Nuestros jóvenes están en peligro, advierte. Y esto es más que significativo, porque ellos son los que van a gestionar el mundo en el futuro.
Sentirse solo
Unas líneas más arriba hablábamos de la dopamina y cuando nos intoxicamos con ella (por ejemplo, al exponernos en exceso a videos de TikTok, a reels de YouTube, a la pornografía y a otros estímulos de este tipo) nos enfrentamos a otra situación preocupante: cuando esa dopamina baja se produce un vacío que conduce a la depresión, a la tristeza. Y acá podemos enganchar con una amenaza silenciosa pero implacable que adquiere forma de crisis global: la desconexión social. Esta semana, la Organización Mundial de la Salud encendió una luz de alarma al respecto. Publicó un informe sobre el peligro que representan la soledad y el aislamiento, y afirmó que una de cada seis personas en el mundo dice sentirse sola. Entre los adolescentes y los adultos jóvenes la tasa es aún mayor. Y esto es trágico, porque la soledad puede ser letal.
¿Cuánto inciden las redes sociales en este panorama? ¿Podemos hacer algo para que la validación del like no sea casi el único anabólico de la autoestima? ¿Cómo le explicamos a un hijo o a una hija que es necesario el ocio, el tiempo libre e inclusive el aburrimiento para despertar la creatividad, para imaginar mundos nuevos, para alimentar vínculos, amistades, para inventar o planificar aquello que nos va a impulsar en la vida, sea un trabajo, un hobbie, un emprendimiento? ¿Cómo les hacemos entender esto si nosotros, sus padres, tíos o abuelos, nos dejamos atrapar por la misma vorágine?
Ojo: esto no se trata de demonizar las redes sociales ni obstaculizar el vínculo de los chicos con la tecnología. En Australia prohibieron el año pasado el acceso a las redes para los menores de 16 años y, si bien la medida aún no entró en vigencia, la historia nos ofrece demasiados ejemplos que demuestran que la restricción opera como la mejor invitación a incurrir en el comportamiento vedado. En realidad, necesitamos encontrar un equilibrio. Es inimaginable un mundo sin conexión, sin tecnología, sin IA. Y está bien que sea así. Pero quizás podamos empezar reconociendo que somos vulnerables. Y que sólo depende de nosotros dosificar el bombardeo de estímulos al que estamos expuestos. En el caso de los chicos, nuestra responsabilidad es aún mayor.









