La película Mátate, amor, basada en la novela de la escritora argentina Ariana Harwicz, se estrenó hace poco en el Festival de Cannes. La crítica internacional ya la destaca como una de las ficciones más provocadoras del año. En el centro de la historia hay una mujer, madre reciente, que no logra fusionarse con ese ideal que suele atribuírsele a la maternidad. La protagonista no odia a su hijo, pero tampoco puede amarlo como se espera. No hay ternura automática ni entrega silenciosa. Lo que hay es un cuerpo afectado por el puerperio, una mente atravesada por pensamientos contradictorios y una soledad que se expande.
En la novela, la maternidad no aparece como un destino sino como un estado confuso, complejo, que puede doler. “Tener útero o haber gestado no convierte automáticamente a nadie en madre”, explica la psicóloga tucumana Fernanda Mónaco, especialista en género. “Maternar es un proceso simbólico que anuda deseo, cultura y aprendizaje. No somos gestantes por un mandato biológico, sino sujetos que construimos vínculos”. En ese marco, la idea de un instinto natural e inevitable comienza a desdibujarse.
La maternidad, como muchas otras experiencias humanas, no es una sola. Puede ser deseada o no, feliz o angustiante, colectiva o solitaria. Puede no llegar a ser. Sin embargo, la figura de la madre sigue anclada a un mandato que no admite matices: el amor incondicional. Pero ¿qué pasa con la mujer que no se adapta a esa figura? ¿Cómo se la mira?. “La sacralización del rol materno deshumaniza a las mujeres, las convierte en figuras que no pueden fallar, que no pueden cansarse, que no pueden dañar”, señala Mónaco. “Al imponer un estándar inalcanzable, relegamos a un segundo plano la salud mental y el deseo de la propia persona”.
Hace unos días, en Buenos Aires, se conoció el caso de una mujer que asesinó a su esposo y a sus dos hijos adolescentes. Ocurrió en el barrio de Villa Crespo. Cuando se supo que ella había sido la autora del hecho, las redes sociales estallaron con una reacción que iba más allá del crimen: “¿Cómo una madre puede hacer una cosa así?”. Muchos comentarios no se detenían en el acto ni en sus motivaciones. Dio la impresión de que varios pusieron el foco primero en el rol de madre y luego en el crimen.
El caso aparentemente está atravesado por una enfermedad psiquiátrica grave. No se trata de un crimen que pueda reducirse a una cuestión de género. Pero la conmoción pública sí habilita preguntas en esa dirección. ¿Por qué primero se la juzga como madre y recién después como persona? ¿Por qué no se la piensa como un sujeto individual, con una historia, con síntomas, con necesidades que no fueron atendidas? ¿Qué redes fallaron?
En Argentina, la Ley Nacional de Salud Mental propone un abordaje integral centrado en los derechos humanos y en el principio de que la internación debe ser una medida de último recurso. Sin embargo, su implementación viene generando cuestionamientos. “La ley es buena, pero el Estado la abandona”, advierte Mónaco. “Faltan profesionales bien formados y presupuestos que sostengan tratamientos continuos. Conseguir un turno en un Caps es imposible”. Además de las posibles falencias estructurales, familiares de personas con enfermedades psiquiátricas han planteado reparos sobre el espíritu mismo de la ley. Una de las principales críticas es que, al priorizar la voluntad del paciente, muchas veces impide que quienes atraviesan brotes severos reciban internaciones oportunas o tratamientos adecuados. La madre del músico Chano Charpentier fue una de las voces más visibles en este debate: sostiene que la normativa deja desprotegidas a personas que no están en condiciones de decidir por sí mismas. Aunque todavía no se conocen todos los detalles del caso ocurrido en Villa Crespo, la pregunta queda abierta: ¿habría existido alguna posibilidad de intervención previa?
Al mismo tiempo, la reacción colectiva ante el caso de Villa Crespo exhibe con fuerza un sistema de creencias que permanece intacto. La idea de que una madre no puede dañar convive con la dificultad de admitir que maternar, en ciertas condiciones, puede resultar insostenible. No se trata de justificar ni de minimizar la gravedad del hecho, sino de detenerse a pensar el modo en que se mira a una madre: como si al asumir ese rol dejara de ser persona. Si el mandato cultural impone que la madre debe saber, puede y quiere siempre, entonces los márgenes para el error se reducen. ¿Que pasa con la mujer que no puede maternar? ¿Queda afuera de lo humano? ¿Pasa a ser vista como un monstruo?. Pero no hay monstruos. Hay personas. Y, a veces, hay síntomas.
¿Qué sucedería si la maternidad dejará de estar en un pedestal y se convirtiera en una experiencia compartida, con lugar para el deseo, el cansancio y la contradicción? ¿Qué pasaría si dejamos de pensar a las madres como proveedoras de amor incondicional?
Según datos oficiales, las mujeres argentinas dedican casi el doble de horas al trabajo de cuidados no remunerado. Las licencias por maternidad y paternidad siguen siendo desiguales. El acompañamiento institucional durante el posparto varía según la obra social o la suerte. En paralelo, se instala la expectativa de que el amor materno todo lo puede. ¿Y si no puede?






