EL PAPEL PRINCIPAL. Ricardo Darín encarnará a Juan Salvo, el protagonista de la histórica novela gráfica argentina. FOTO TOMADA DE LOSANDES.COM
Con la misma ligereza con la que, el día de hoy, les enchufan a los niños un celular, mi mamá me compraba revistitas para que no moleste. Leía todas las historietas que caían en mis manos. Era fanático de las revistas mexicanas que traían las aventuras de Archi, la Pequeña Lulú, Batman, Tarzán o el Super Ratón. Vivía en Concepción, y en la casa del frente, la del tío Roberto, leía historietas para más grandes, las argentinas de editorial Columba: El Tony, D’Artagnan, Intervalo y Fantasía.
Con ese mundo girando en mi cabeza un buen día llegó “El Eternauta”. Tenía 11 años. La historia empezaba en una casa de barrio, ahí en Buenos Aires, donde vivía mi hermana mayor. Había una invasión extraterrestre y viajes en el tiempo. Mis ojos de niño se deslumbraron. Lo extraordinario también ocurría en mí país. Desde mi Concepción, a media cuadra de la Escuela Superior, podía dar rienda suelta a una épica planetaria que conectaba con historias extraordinarias. Todo favorecido por esa historia que se metía en la cancha de River invadida por escarabajos gigantes.
Ya no tenía edad para salir disfrazado pero mi imaginación infantil seguía volando. Entonces, Favalli era mi amigo el Oso Menéndez, y Polsky, el que se muere, alguien a quien no quería tanto. Acomodaba los personajes a gusto, usando la mente para estar a resguardo de esa lluvia mortal.
Cuadritos
La historieta es una sucesión de cuadritos dibujados y escritos (llamados viñetas), donde se despliega una narración. La forma no es muy nueva si tenemos en cuenta la romana Columna de Trajano o el medieval Tapiz de Bayeux, pero la mayoría de sus recursos gráficos y su popularización se la debemos a la industria editorial y a los diarios. El relato avanza a fuerza de dibujos simples, frases hechas y una banda de sonido llena de onomatopeyas (¡BANG! ¡CRASH! ¡SLUSHH!).
“El Eternauta” se comenzó a publicar en una pequeña revista porteña donde aparecían semanalmente de a cinco páginas que se apoyaba en un público ya transformado por el cine y los relatos por capítulo. Cada entrega planteaba una pequeña escena que siempre se remataba con el gancho: “Continuará”. El éxito hizo que la tira se adaptara luego a diarios y libros.
Dice uno de nuestros críticos culturales más lúcidos, Ricardo Piglia, que la cultura de masas usa mecanismos repetitivos para instalarse y se organiza en esquemas fijos; pero ahí, en medio de esas experiencias uniformadas aparecen las “resistencias parciales, la cultura situada, la voz particular”, la mezcla del barrio con “los grandes estilos extranjeros, el imaginario mundial”.
Desde la primera entrega de “El Eternauta”, con un escritor insomne que ve materializarse un hombre en la silla que tiene al frente, se mezclaban el suspenso y el terror; la aventura y la ciencia ficción no tardarían en aparecer. Pronto sabríamos que Buenos Aires había sido tomada por una fuerza mortal y pequeños grupos aislados, como el del protagonista, Juan Salvo, se organizaban para resistir y expulsar al invasor. A lo largo de la trama, entre situaciones por momentos demasiado estiradas, van tomando forma dos cosas inquietantes: una es la del héroe enfrentado a un enemigo que termina por ser imposible de enfrentar; la otra es algo que ocurre en la conciencia de Salvo: los amigos pueden convertirse en enemigos. La pregunta por la confianza y la traición pasa a ser parte del periplo. Su creador, Héctor Oesterheld, volvió sobre la trama en 1976, publicando la segunda parte. Las condiciones sociales y personales fueron completamente diferentes.
Historia
Como a todas las ficciones, al Eternauta lo podemos leer montado sobre una historia verdadera, una que atraviesa la vida de su autor y los distintos años de publicación de la obra. La historieta original se publicó entre 1957 y 1959, en plena paranoia de la Guerra Fría, auge de los Ovnis y la ciencia ficción norteamericana. Dentro de ese universo muy particular, Oesterheld nos trajo un invasor asesino e inescrutable al que, como un juego de cajas chinas, nunca se podía llegar mientras se apoderaba de las conciencias de quienes, sobreviviendo, se ponían a su alcance. Aunque para esa época no hay referencias de actividades políticas en el guionista, sabemos que, en 1957, hacía dos años se había gestado un terrible golpe militar abatiendo al gobierno de Juan Domingo Perón, se había bombardeado la Plaza de Mayo con cientos de muertos y se habían fusilado decenas de partidarios peronistas. Podemos sugerir rastros, pero no vemos que haya referencias claras a este contexto en la obra.
Sin embargo, 10 años después, en 1969, escribe una versión para la revista Gente que es tildada de “zurda” y para mediados de los 70, sus hijas entran a la organización Montoneros, y él también. En 1976 escribe la segunda parte de “El Eternauta”. Más extraña, con un tono más difícil, las metáforas de la lucha armada y el sacrificio se hacen más claras.
En abril de 1977 Oesterheld es detenido y desaparecido. Sus cuatro hijas y sus respectivos maridos corren la misma suerte. Dos de ellas estaban embarazadas. Sus hijos nunca aparecieron. Diana, la segunda, desapareció en Tucumán bajo las garras de uno de los más sanguinarios ejecutores: el Tuerto Albornoz. La Dictadura Militar siguió torturando y matando casi hasta el colapso de Malvinas.
Si en aquella primera parte del 57 se leía: “éramos lobos ocupados en defenderse a sí mismos, a su grupo”, en la segunda escribió: “Llegamos tarde, Germán. Demasiado tarde”; “era necesario que desaparecieran”; “Su sacrificio no será en vano”. Aquí en Tucumán se había publicado precisamente en 1977; fue entonces que la leí y unos años más tarde, cuando la urgencia de ser adulto me abrió los ojos, me enteré de que mi hermana, la de Buenos Aires, había perdido a su pareja. Era eso que le empezaban a decir “desaparecido”, esa palabra entonces susurrada, prohibida, que hasta hoy designa a las víctimas del terrible y oscuro poder que se había llevado a familias enteras como la de Oesterheld.
Para esta nueva versión de “El Eternauta” se me plantea una duda: ¿hasta dónde podemos hoy leer alegorías de la realidad política y social, sean actuales o históricas, en una ficción de plataforma?






