La grieta de Francisco

Es una relación compleja, difícil de entender para quien no está habituada a ella. Inclusive si nosotros mismos tratamos de tomar distancia y analizarla con frialdad, es posible que nos cueste comprenderla. Los argentinos amamos hoy y odiamos mañana (o viceversa) a nuestros referentes y ese cambio se produce con pasmosa velocidad. Sin embargo, no dudamos en recurrir a ellos cuando la angustia, el miedo o el desánimo nos dejan sin respuestas. Basta mirar un poco hacia atrás: el regreso de Domingo Cavallo al Ministerio de Economía cuando la mecha del gobierno de Fernando de la Rúa se consumía hacia la implosión económica y social del 2001; la frase “yo lo voto a Menem, porque si él nos metió en esta es el único que nos puede sacar” que tanto se repitió allá por 2003, o la más actual “abrazame fuerte hasta que vuelva Cristina”. Y ni hablar de lo que ocurre en el deporte: da la impresión de que Lionel Messi y Diego Maradona son, según quién los mire, nuestros máximos héroes o los culpables de muchos de nuestros males. Es como si nos apropiáramos de la vida de todo aquel compatriota que se destaca fuera de nuestras fronteras pero cuando no actúa de acuerdo con las expectativas que le marcamos o no responde a los intereses que nos identifican, se convierte en una especie de ser maldito, en un “pecho frío”, en un “traidor”. Hasta que algo -una necesidad, un cambio en el humor social o en las prioridades que establece el poder- vuelve a transformar la percepción que tenemos sobre esa persona.

El Papa Francisco pasó volando por encima del norte argentino rumbo a Chile la semana pasada. Pero desde mucho antes la pregunta “¿por qué no viene a la Argentina?” se convirtió en uno de los debates del verano en los medios, en los almuerzos familiares, en los cafés de oficina, en las tardes de playa o en las juntadas entre amigos. Se ensayaron innumerables hipótesis, pero lo cierto es que el único que tiene la respuesta es Jorge Bergoglio (y como buen político, se la guardará hasta que lo considere oportuno). De todos modos, hay algunas cuestiones que pueden ayudar a entenderlo.

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En Chile, Francisco enfrentó una de sus giras más difíciles: una decena de iglesias quemadas, barricadas en las rutas, helicópteros incendiados y –lo más contundente- una indiferencia generalizada e inconmovible. Eso quedó claro en las misas y actos que presidió, y en los que la ausencia de multitudes fervorosas fue evidente ¿El Papa esperaba otra cosa? Sería ingenuo pensar que sí. Bergoglio viajó a un país que en las últimas dos décadas ha perdido en promedio un 1% de fieles por año, según el teólogo jesuita Jorge Costadoat. Los motivos son diversos: los escándalos por curas pedófilos, el avance de otros cultos -como el evangélico- y la secularización de una sociedad donde menos del 20% de la población practica de manera activa los ritos que impone la fe. La situación de la Iglesia en Chile contrastan con la de Argentina que, si bien no es ajena al avance del secularismo, cerca del 90% de la población se define como católica, practique o no.

Hay un dato que no es menor, pero que a veces pasa inadvertido. Desde el momento en el que el Colegio Cardenalicio lo eligió como obispo de Roma, Bergoglio no sólo se convirtió en el líder espiritual de unos 1.200 millones de fieles –nada menos-, sino también en el jefe de Estado del Vaticano, que es justamente un Estado soberano. Tal como dice el periodista Miguel Wiñazki, “el Papa reina y también gobierna”.

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Hasta 2013, este sacerdote jesuita y ex obispo de Buenos Aires fue un referente político y moral para aquellos que estaban en desacuerdo con el gobierno de los Kirchner. Al mismo tiempo era considerado un enemigo por los K y sus aliados. Desde su llegada al trono de la Iglesia Católica, eso cambió: rápido de reflejos, el kirchnerismo se le colgó de la sotana; no tan rápidos, pero no por eso menos constantes, otros argentinos que no comulgaban con el modelo nac&pop se fueron desencantado de su figura. En el norte argentino, por ejemplo, las cartas y los rosarios que le envió a la cárcel a Milagro Sala desilusionaron a miles de jujeños que durante más de 12 años padecieron atropellos, prepotencia y agresiones.

El viaje a Chile no fue uno más para Francisco. Se plantó en un lugar en el que la Iglesia Católica atraviesa una de sus crisis más graves (quizás terminal). Y claramente esa razón debe haber pesado más en la balanza de prioridades de un líder espiritual global que los rezongos que llegan desde Argentina, un país en el que él ya tiene su propia grieta.

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