Bienvenidos a una tallarineada como Dios manda

Bienvenidos a una tallarineada como Dios manda

CORTE A CUCHILLO. La receta de tallarines es simple: 1 huevo cada 100 g de harina 0000, sal y aceite. CORTE A CUCHILLO. La receta de tallarines es simple: 1 huevo cada 100 g de harina 0000, sal y aceite.

“Ven, ragazza, prueba un amaretti”, le había dicho el tío Carlos abriendo la lata de galletas frente a su nariz. Soledad Pastorino, que entonces era muy pequeña, pensó que ese era el “olor a Italia”, dulce y almendrado. Pero la verdad es que su casa, la de Tucumán, donde se habían afincado los Pastorino, olía a focaccia genovesa, un pan salado amasado con harina, aceite de oliva, sal, y romero, que comían con el desayuno, el almuerzo y la merienda. A veces tenía un poco de fugazza (cebolla), tomates o aceitunas. Esos eran los olores que Carlos le había dado a su hogar, cuando llegó de la Liguria, escapando del hambre de la posguerra. Se afincó en Monteros y se dedicó al reparto de sifones de soda en el camión de un compatriota. Pero nunca, nunca, pudo vencer la nostalgia de su “bella Italia” amada.

Las historias -tristes y alegres- se desgranan alrededor de la cocina de los Rendace, mientras la italiana Liliana Muzzone de Rendace amasa los tallarines. Cada 100 g de harina OOOO corresponden un huevo, aceite y sal. Amasar y dejar descansar. Simple. Es en la salsa donde está la complejidad. La bolognesa o ragú (albahaca, laurel, carne de cerdo y de vaca, verduras, vino rojo, salsa de tomates) o al pesto (tomate) son las opciones más comunes para acompañar los tallarines. Aunque también pueden ser spaguettis blancos con un poco de aceite y picante, lo que se llama la pasta alla rabiatta.

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A la tallarineada están invitados varios amigos de la Sociedad Italiana, entre ellos, Germán Cirnigliaro y Sergio Casacci, nieto y bisnieto de italianos. Silvia Novello cuenta una bonita historia: presume de antepasados ilustres que hasta hace poco tuvieron un cartel en la puerta de su casa, en Venecia, que rezaba: “aquí vivió el maestro profesor Umberto Novello” (que pertenecía a la Orquesta de la Fenice). Era el abuelo de Silvia. Tuvo un hijo, Dino, del que heredó el amor por la música. Silvia aún conserva en su muñeca la medalla de plata con la que la UNT distinguió a su padre por haber integrado la primera Orquesta Sinfónica, en 1948.

Dino amaba la música casi tanto como cocinar. Tocaba el acordeón y la trompeta en la Orquesta de la UNT y en la del Casino, y por las tardes daba clases en el Conservatorio de Música. Aún así se daba tiempo para hacer su pasta e fagioli (pasta con porotos negros o rojos) de la que siempre sacaba dos platos: primero hacia hervir la carne de cerdo, el chorizo, la panceta y el cuerito del cerdo, que cada uno se servía como una ensalada. En agua de la olla dejaba los choritos o spaguetti para la sopa, que se comía con queso. “De postre mi mamá hacia una tarta de manzanas verdes que se servía tibia. O también una torta de pan remojado en leche que se mezclaba con huevo, azúcar y chocolate amargo y se llevaba al horno. Se servía con crema chantilly, nueces y pasas de uvas”, recuerda.

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Como sabía que le gustaba la cocina, su suegra, la abuela de Silvia, le mandaba desde Italia, por correo, la harina de castaña para hacer bocaditos dulces. La mamá de Silvia también es italiana: Roberta Roncaglia Medici, nacida en Modena, hija del coronel José Roncaglia. Venancio Medici, bisabuelo de Silvia, era constructor, como sus dos hermanos. Vinieron de Italia a Tucumán y construyeron el edificio del Museo Timoteo Navarro y el Banco de la Provincia, en Laprida y San Martín.

Dino Novello solía ser famoso en San Pedro de Colalao, no por sus ilustres antepasados (entre los que además había un noble, Federico Barbarossa, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y duque de Suabia): era conocido por los aperitivos que preparaba para sus amigos. Mientras aguardaban el asado, solía elaborar un trago con Campari, Cinzano, Bitter, soda y limón. Lo acompañaba con unas tostaditas de anchoas con limón y ajo, y platos donde ponía quesos y fiambres para que se sirvieran a gusto. Era lo que los italianos llaman “l’antipasto, una entrada bastante abundante, que puede llevar pescado y/o unas flores de zapallo que se pasan por harina y se fríen. El segundo plato suele ser pasta y el tercero, carne y verduras o polenta.

Sergio Casacci sonríe satisfecho. Es el presidente de la Asociación Marche Tucumán, dedicada a aglutinar a los descendientes de la región de Marche, a difundir su gastronomía y su cultura. Su abuelo, Domingo Casacci, vino a Tucumán a los 14 años junto a sus padres y dos hermanos (eran de Camerano, provincia de Ancona, en el centro este del país). Se instaló en la zona de El Bajo y comenzó a construir casas. Llegó a adquirir casi toda una manzana que repartió entre sus 14 hijos. Si de comidas se trata, Sergio no olvida las pizzas manchegianas que se preparaban en su familia, con abundante muzzarela, salsa de tomate y hojas de romero, como tampoco la porchetta di coniglio, que es conejo relleno con cerdo.

“No, conejos no como”, niega con la cabeza Soledad. Recuerda que a su padre, nostálgico como era, le gustaba criar conejos, gallinas y patos para la olla. Pero ella, encariñada con los conejos, se negaba a probarlos. Su padre, como era la costumbre de los italianos, tenía huerta en el fondo de la casa -por eso siempre comían productos frescos- con hierbas aromáticas que crecían en las macetas más pequeñas.

“¿Como puede ser que en Argentina, donde la tierra es tan fértil, haya gente que se muera de hambre?”, decía. Para él era algo incomprensible. A pesar de que en casa de los Pastorino siempre había comida, nada se tiraba. Todo se reciclaba. La guerra había abonado esa costumbre. Desperdiciar el alimento era pecado.

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