Mejor en español

Patricia Nigro, Facultad de Comunicación de la Universidad Austral.

“Se llevaron el oro y nos dejaron el oro …”, decía Pablo Neruda en su autobiografía. Se refería al oro que los conquistadores españoles robaron a los pueblos indígenas y que los piratas ingleses o los usureros italianos le robaron luego a ellos. Porque España no disfrutó mucho de ese oro. En cambio, el oro que nos dejaron, explica el poeta chileno, son las palabras. La maravillosa lengua española, usada hoy por más de 500 millones de personas. No solo de Hispanoamérica o de la misma España (en la cual viven menos del 10% de sus hablantes), también en EEUU, el país de habla inglesa con más hispanohablantes del planeta. La lengua española se utiliza también en el norte de África y en Guinea Ecuatorial, que sigue solicitando su propia academia de la lengua española (me pregunto qué esperamos para darles el “permiso”).

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España comienza su historia mucho antes de la entrada de los árabes en el 711 DC pero define su identidad y su lengua oficial en esos tiempos, en los que los reinos del Norte resistieron la avanzada musulmana setecientos años, nada menos y, en 1492, lograron la expulsión definitiva de los invasores. Isabel y Fernando, los Reyes Católicos, empezaban así la construcción del Imperio español, en donde no se pondría nunca el sol. Fue llevado a su esplendor por los reyes Carlos I y Felipe II.

Muchos historiadores dirán que luego vino la decadencia. Del imperio como liderazgo militar y geográfico, sí. Pero España continuó brindando a la humanidad su cultura y su idioma que no cesó nunca de crecer. Madre, amanecer, serenidad, consuelo, universo, dolor … El léxico español es riquísimo y de múltiples matices.

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Y, cuando Hispanoamérica tomó conciencia de que aquí vivimos la mayoría de los hablantes de esta lengua, fue el momento en que la Real Academia Española dio paso a la Asociación de Academias de la lengua española (21 academias por ahora- incluida la Academia Norteamericana de la lengua española). Todo esto ocurrió por los años 60. Hace poco, el Diccionario de la Real Academia Española, conocido como DRAE, dejó de llamarse así para convertirse, con entera justicia, el DEL, el Diccionario de la lengua española. Las academias, trabajando juntas, han producido no solo el Diccionario. Han reformado la ortografía en 1999 y en 2010. (Por favor, avisémosles a maestros, profesores, periodistas, que se pongan al día, que el cambio fue para mejor). Han creado en 2005 el primer Diccionario Panhispánico de Dudas y el Diccionario de Americanismos en 2010. Todo esto está en la red. Solo hay que buscarlo en las páginas rae.es o asale.org.

Por cuestiones de trabajo, me ha tocado viajar por los países hispanohablantes y, coincidiendo con Francisco Moreno Fernández, autor del libro La maravillosa historia del español, he podido disfrutar engolosinada -como profesora de lengua española antes que nada- las variantes riquísimas de los distintos países hermanos.

Hermanos en la lengua, en la cultura y en la fe. Porque las tres: lengua, cultura y fe, vinieron juntas con los conquistadores feroces y con los misioneros que se esforzaban por aprender las lenguas nativas. No hace falta recordar su labor traductora de los textos autóctonos, extraordinarios, como el Popol Vuh, (al que algunos llaman “la Biblia de los mayas”) que, desde la lengua náhualt , se transparentó a la española.

Nuestros pueblos tienen una identidad común y un deseo alcanzado: mantener la unidad de español a como sea. Por eso, por esa tendencia a defenderla apasionadamente, como diría Álex Grijelmo y así disfrutamos a García Márquez, a Roa Bastos, a Juan Ramón Jiménez, a Ciro Alegría, a Gabriela Mistral. a Alcides Arguedas, a Jorge Luis Borges, a Eduardo Galeano, a Jorge Icaza, a Rómulo Gallegos, a Rubén Darío, y a tantos escritores que no recuerdo ahora. Podemos comprender su lengua propia y nuestra, universal y particular, con minuciosas variedades regionales, incluso dentro de cada país, que enriquecen nuestro pensamiento y visten de fiesta nuestros discursos.

En 1991, España comprendió que el avance irrefrenable de su idioma debía acompañarse con la enseñanza de la lengua española a los extranjeros. Para ello, entre otros objetivos, creó el Instituto Cervantes, que forma profesores de español para extranjeros o español como segunda lengua, como debería decirse.

Los ingleses ya nos habían colonizado culturalmente con su gran desarrollo en los métodos de enseñanza y en sus conocimientos de lingüística aplicada y convirtieron así a su idioma, en la lengua vehicular, en aquella de la que no importa adónde vayamos, encontraremos, por lo menos, un hablante de inglés.

No obstante, la lengua española crece día a día, desde que John F. Kennedy hizo que su esposa Jackie hablara en español a sus futuros votantes hasta hoy, los presidentes estadounidenses han incorporado, en primer lugar, palabras españolas y luego discursos enteros, para quienes son hoy su primera minoría.

El cine refleja este crecimiento del español mejor que cualquier arte. No nos olvidemos de que este es el gran negocio estadounidense del entretenimiento (9 de cada 10 películas que se exhiben en nuestros cines vienen de allí) y posee, como ninguna otra influencia, una tremenda e invisible fuerza colonizadora.

La primera vez que escuché en una serie decir “telenovela”, en lugar de la habitual “soap opera”, sentí que ya nada iba a detener nuestra presencia, nuestra cultura, nuestro idioma. Habíamos logrado que España entendiese que ya nos es nuestro modelo lingüístico y que los hispanoamericanos somos muchos y que estamos grandecitos para que nos digan cómo hablar o escribir.

España comprendió (y si no, tendrá que comprenderlo tarde o temprano) que los hablantes somos los que hacemos la lengua cada día, en cada acto de habla, y que esa lengua está más viva que nunca, impulsada sideralmente por los medios digitales. En pie de igualdad, conversamos entre todos y no queremos la separación idiomática de nuestros pueblos ni de nuestra gente que persiste en su afán cotidiano de enriquecer esta lengua magnífica (“castellana” para los hispanoamericanos; “española” para la España de los dialectos).

Un día, sin haberlo imaginado, se apareció un señor Trump. Solíamos verlo por televisión despidiendo a los participantes de su programa-concurso, con una frase muy poco cortés, en su propio idioma: “You’re fired” (“Está despedido”). Lo conocíamos por sus casinos, por su exmujer Ivanka y por sus concursos de cosificación de la mujer, conocidos como los de Miss Universo.

Y ese señor, nada menos, terminó siendo el presidente del país más poderoso del mundo. Del país que tiene el mejor armamento y que encerraba en lo hondo de su corazón un nacionalismo acérrimo, como el de los defensores del uso de armas, como los del Ku Klux Klan, como los del movimiento “All right”. Y, aunque el periodismo prestigioso de EEUU, el mundo de la cultura, Hollywood entero, lo rechazaran abiertamente, el pueblo lo eligió, porque el señor Trump decía: “América primero” (“America first”).

El mismo pueblo que dio al mundo un Mark Twain, un Truman Capote, un Melville, una Harper Lee, un Poe, una Carson McCullers, tantos grandes artistas, grandes científicos y pensadores, grandes científicos tiene hoy este presidente. ¿Y a nosotros qué nos importa?, preguntará el escéptico.

Nos importa en el alma, porque el señor Trump no tuvo mejor idea que pensar que la culpa de todos los males de su país lo tenían los inmigrantes. (No sabe que en América, salvo los pueblos originarios, todos somos inmigrantes.) Pero él no culpó a los inmigrantes nórdicos. Culpó a México, el país que más hablantes tiene de español, el país que vio su territorio saqueado y robado por conquistadores ya no españoles, el país que los padece como vecinos. Y, en la frontera con México, el señor Trump intenta construir un muro. Cuando la humanidad necesita puentes más urgentemente que nunca, él quiere construir una pared.

No habrá muro que pueda separarnos: estamos en la era digital. No hay pared que separe nuestro idioma del inglés, porque ambas lenguas le han dado muchísimo a la cultura universal. Hace nada, en uno de los últimos capítulos de la extraordinaria serie española, El Ministerio del Tiempo, Javier Olivares, su creador, nos regala un sueño. Cervantes se encuentra con Shakespeare y le regala un ejemplar de El Quijote. Vaya símbolo.

Construir muros, perseguir y separar a las familias de inmigrantes, hará que el pueblo estadounidense, tarde o temprano, abra los ojos. Pero esto ténganlo todos por seguro: nuestra lengua, orgullosa de su cultura, vasta y hospitalaria, permanece vivísima en la gloria de su gente.


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