Los adoradores del bronce eterno

Los adoradores del bronce eterno

El culto a la personalidad pareciera estar en la naturaleza humana. ¿Qué lleva a los o tros a la reverencia desmedida por un individuo?

La mirada jadea soberbia. Los ojos pisotean. Presiente el olor del bronce. Nadie a la par. Todos abajo, escudriñando sus gestos. El delirio de grandeza es su menú. Con sólo una orden o un decreto aspira a hamacarse en los brazos de la historia. Las pestañas de los otros lo reverencian. Palabras que le inflan el narciso. Monumentos donde reposa su poder eterno. Súbditos que arrodillan la dignidad. Impoluto, perfecto, sobrehumano, vive en ellos. Sin él no hay otra vida o si la hay, siempre será peor. La obsecuencia desmedida los delata. El miedo a ser ellos mismos los aturde. Sólo miran lo que quieren ver. Se aferran al autoritarismo supremo para no ser. Sin aplausos, loas, sin adoradores, a los que desprecia, pero le dan de comer, ¿qué sería del ídolo? Unos y otros se inventan y se hacen felices mutuamente. Sin fetiches, sin vasallos, la libertad de sentir, pensar y obrar estaría de fiesta.

Es la ciega inclinación ante la autoridad de algún personaje, la ponderación excesiva de sus méritos reales, la conversión del nombre de una personalidad histórica en un fetiche. Pareciera estar en la naturaleza humana. A lo largo de la historia, hay líderes que han sido objeto de culto en vida y luego de muertos. Monumentos, nombres de calles, de edificios y espacios públicos, pirámides, etcétera, llevan sus nombres. Pero esta necesidad de rendir homenajes exagerados a un individuo pareciera ser propia del ser humano, ya en la antigüedad se registran casos. Próceres hubo en todas las épocas. ¿Qué lleva al hombre a rendirle culto a otro, a ponerlo en un pedestal de la perfección? ¿Es una deformación de la admiración por alguien? ¿Es un complejo de inferioridad? ¿Una enfermedad? ¿Un rasgo de sumisión y obsecuencia? ¿Qué mueve a las personas a defender a sus adorados a rajatabla, incluso en lo indefendible? ¿Los argentinos somos amantes del culto a la personalidad? ¿Para qué sirve el culto a la personalidad?

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Reguero de alpiste

Rogelio Ramos Signes, Escritor

Rendir culto a la personalidad de alguien suele ser algo tan natural, tan porque sí, como la animadversión hacia otras personas por simple prejuicio: dos puntas de un mismo ovillo que contiene amor y odio. En ese fetiche, que generalmente iniciamos con la figura de nuestros padres, magnificando lo ponderable y callando lo vergonzante, dejamos puertas abiertas para que otros personajes vayan completando el podio. Así vamos cubriendo todos los rubros y convirtiéndonos en especialistas de algunos personajes tan reales como ficticios; en los que, por supuesto, prima lo anecdótico. Un escritor, un músico, un deportista, un cineasta, un personaje histórico, entran a la perfección en mi avío; numerosas mujeres, también; y algún filántropo. Supongo que algo similar cabe en la mochila de otra gente. Pero como no puedo hablar por los demás, me limito a mi experiencia y trato que mis “homenajes” no sean exagerados, a sabiendas de que cierta admiración a veces se vuelve insostenible. Es que nuestros elegidos son humanos y también opinan; y es en ese crucial momento cuando pueden delatar su total lejanía con lo que esperábamos de ellos. De cualquier manera, el homenaje es algo que muchas veces ya está instalado en nosotros en el simple momento de elegir los nombres para nuestros hijos. Por eso, más que sumisión y obsecuencia a una figura idealizada, creo que el culto a la personalidad de alguien tal vez sea un modelo inalcanzable que inventamos, engañándonos frente a un horizonte más; un delgado reguero de alpiste para seguir caminando con cierta dignidad en un medio cada vez más hostil.

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Aproximarse a Dios

Mariana Fordham, Docente

Pienso que el llegar a rendirle culto a otro hombre es la “necesidad” de poner en figura o en memoria del otro, todas aquellas virtudes que creemos necesarias para aproximarnos a una “perfección”, es como querer buscar una aproximación a Dios, del que ni aun tenemos la certeza de su existencia. No creo que sea complejo de inferioridad, enfermedad, sumisión, si creo en algo de obsecuencia, que tiene que ver con la escala de valores que cada uno tenga. Puede ser ídolo desde lo político (se cree en el líder, en la figura fuerte, que está relacionado con nuestra idiosincrasia latina, caracterizada por el desapego a las instituciones), pueden ser héroes desde lo artístico. Existen defensas ciegas, cerradas, a rajatabla, hasta lo indefendible. Es una “necesidad” de no “caer” junto a la imagen del ídolo y quedar en el vacío, por eso se persiste ciegamente. Es preservarse a sí mismo. Al adherirse a esta figura, en parte se enajena la propia personalidad.


Orígenes opuestos

Alberto Nicolini, Arquitecto

Es un fenómeno universal, los argentinos lo hemos practicado como todo el mundo. Creo que es posible e interesante, verificar que el “culto a la personalidad” puede tener dos orígenes diametralmente opuestos y dos procesos finales igualmente opuestos. Por un lado, el personaje puede tener un ego muy poderoso, aspiraciones de dominio en su área de actividad, él es el mejor y desprecia a los posibles competidores, definiéndolos públicamente como enemigos; puede concretar sus aspiraciones detentando posiciones y pretendiendo que se eternicen. Sus admiradores y partidarios introducirán su devoción y hasta su culto… que se demostrará poblando los espacios públicos son sus estatuas o los sitios urbanos y hasta los territorios con su nombre. No es infrecuente que su gloria sea efímera y sus estatuas sean derribadas y sus nombres borrados. Por otro lado, el personaje puede tener un ego poderoso también, derivado de su acertada autoevaluación como espíritu sobresaliente. Su brillantez creativa es puesta al servicio de sus semejantes en los más diversos campos: la política, la ciencia, las artes, el deporte, la solidaridad con los débiles, la construcción de la patria y puede llegar a ser duro al defender sus convicciones... Él puede ser tolerado, pero también atacado y hasta perseguido, expatriado o crucificado. En este caso suele pasar un tiempo para que, poco a poco, se estime su personalidad y sus admiradores se multipliquen y se acepte su valor nacional o universal y aparezcan biografías, se editen sus escritos, se levanten estatuas y su nombre sirva para bautizar lugares públicos. En suma, se transformen en modelos. Mi modelo, simplemente humano y civil, es, claro, Juan Bautista Alberdi.


Migajas de la fama

Eugenia Flores de Molinillo, Escritora-Docente

“Persona”… linda palabra, honda… atravesando siglos con la emoción griega de las máscaras: una ríe, otra sufre: ambas capaces de expresar, de “expresar-nos” como humanos, como gente, y también como aquel gesto que reconocemos en la expresión ajena, cuando la encontramos portadora de sentido… ah, la “personalidad”, qué personalidad tiene, cómo transmite, cómo cautiva, qué adhesión despierta, ah, si pudiera expresarme así, cómo me amaría la gente, cuánto me apoyarían y cuántas cosas podría hacer por ellos…. pero no, no estoy entre los elegidos. Seguiré entonces al portador del estandarte y beberé gotas de gloria prestada, gritaré un nombre en el ágora y vivaré sus sílabas… recogeré las migajas de su fama y las grabaré en su monumento, en la calle que lo recuerde, en la huella de alguna frase, posiblemente apócrifa (“Volveré y seré millones”, dijo Espartaco vía Howard Fast... ¿Eva? ¿Qué Eva?). He visto lo de los pies de barro… temblaron y cayó Lenin, y reverberó el estrépito en la poderosa estatua de Stalin el georgiano, uno más entre tanto mármol perecedero, desde Ozymandias, desde César. Pero hubo otros cuya grandeza no pasó por el poder, sino por la entrega constante de ellos mismos… ser Fangio, y devolver humildemente el carnet de manejo a los 70, ser el doctor Favaloro pero bancársela… no es cuestión de que la angustia madure en desesperación, ni que por ser Maradona uno quiera graduarse de Dios, en absurda celebración de lo imposible. Soy apenas yo y mi circunstancia: debería bastarme. Debería bastarnos.

PUNTOS DE VISTA
Arriesgarse a ser adultos
Cristiana Zanetto - Periodista italiana
Si dices “culto a la personalidad” a un italiano lo primero que pensará es en Mussolini, el Duce. Las fotos que, con continuidad, se hacía tomar, lo presentaban con el torso desnudo cortando trigo o siempre sin camisa, escalando una montaña empinada (las crónicas de la época no reportaron de su desmayo por el esfuerzo sufrido en la travesía). 
Estas imágenes patéticas han contribuido a crear a su “personaje”, con el fin de promover la idea de que se trataba de un “Hombre fuerte”, capaz de guiar cualquier situación; un “Padre de familia” que sabría cómo actuar en cualquier momento, sobre todo en los difíciles. Esta idea del “Hombre fuerte” y del culto a la personalidad, en verdad, es un leitmotiv que se conoce en todas las latitudes y en todas las épocas que se han registrado. Se trata de una actitud que siempre indica la necesidad de un pueblo de seguir teniendo un “padre” o una “madre” que protejan a cada uno y le digan qué hacer. Es mucho más difícil, por supuesto, crecer cultivando la propia autonomía y libertad. En ese caso nos “arriesgamos” a ser adultos. 
¿Nos hemos preguntado por qué el “culto a la personalidad” hace referencia siempre a “hombres fuertes” o a “mujeres tenaces y acogedoras”? ¿Por qué no se ha cultivado el “culto a la personalidad” de un Galileo Galilei, o de un Giordano Bruno o de una Simone Weil? Los dos primeros, “heréticos”, que se enfrentaban al pensamiento dominante y acomodaticio de su época; y la tercera, una filósofa, lejana del esquema enfermera-madre-mujer. La idea del “culto a la personalidad” es lo más lejano al ejercicio de la libertad y a un pensamiento crítico y adulto.
Para terminar me gustaría citar una frase del libro “Ser o tener”, de Erich Fromm: “La democracia puede resistir a la amenaza autoritaria solamente con la condición que se transforme de “democracia de espectadores pasivos” en “democracia de participantes activos.” Apostar al “culto de la personalidad” quiere decir adherir a una democracia de espectadores pasivos.
La carencia del pudor
Jorge Estrella - Doctor en Filosofía
Cierta ocasión, Mario Bunge me comentó haber visto de cerca en un acto público a Perón. Notó que el general cantaba, como todos, la marcha peronista: “Perón, Perón, qué grande sos. Mi general, cuánto valés”. Este delirio de autoelogio se ubica en el extremo opuesto a esta reflexión de Borges: “pertenezco a una clase de personas que tienen pudor”. Porque efectivamente es la carencia de pudor la que permite aquellos delirios. La necesidad de reconocimiento a la propia persona es una propensión humana. Merecida o no, cada quien la busca a su modo. Sarmiento habría dicho, a poco de morir: “siento que el frío del bronce invade mis pies”, anticipando el reconocimiento estatuario a su vida y obra. Pero el reconocimiento de un valor especial en alguien no es sólo asunto de personal autorreferencia: son los otros que le rodean quienes bajan o suben el dedo que la aprueba o ridiculiza. Esa masa, cuando dice sí, puede caer lisa y llanamente en el delirio. En los difíciles años 70 escuché este diálogo entre dos termocéfalos de la revolución, algo embriagados, es cierto: - ¡Porque Perón es como Dios! - dijo uno. - ¡Cómo como Dios!,  increpó su amigo tomándolo del cuello: - ¡Perón es más que Dios!
En realidad aquí, en los otros, está el riesgo de encumbrar a alguien fuera de toda medida, perdido todo control de realidad. La desmesura aproxima esa ausencia de realismo a un beligerante acto de fe o fanatismo, no de conocimiento, aunque pretenda serlo. Esto nos pone ante un problema central no descifrado por la sociología: ¿Por qué un psicópata puede encandilar a las masas y conducirlas a su perdición, habiéndole prometido la salvación? ¿Qué sintonía surge entre ambos que hace aparecer normales los hechos más aberrantes de la historia nacidos de la idolización?
 La admiración que me despiertan los San Martín, Newton, Darwin, Einstein o Yupanqui por sus obras, no se asemeja a esos disparates. Por aquello de que “si el sabio critica, malo. Si el necio aplaude, peor”. Quiero creer que nadie verdaderamente grande ignora su propia pequeñez.

PUNTOS DE VISTA

Arriesgarse a ser adultos
Cristiana Zanetto - Periodista italiana

Si dices “culto a la personalidad” a un italiano lo primero que pensará es en Mussolini, el Duce. Las fotos que, con continuidad, se hacía tomar, lo presentaban con el torso desnudo cortando trigo o siempre sin camisa, escalando una montaña empinada (las crónicas de la época no reportaron de su desmayo por el esfuerzo sufrido en la travesía). 
Estas imágenes patéticas han contribuido a crear a su “personaje”, con el fin de promover la idea de que se trataba de un “Hombre fuerte”, capaz de guiar cualquier situación; un “Padre de familia” que sabría cómo actuar en cualquier momento, sobre todo en los difíciles. Esta idea del “Hombre fuerte” y del culto a la personalidad, en verdad, es un leitmotiv que se conoce en todas las latitudes y en todas las épocas que se han registrado. Se trata de una actitud que siempre indica la necesidad de un pueblo de seguir teniendo un “padre” o una “madre” que protejan a cada uno y le digan qué hacer. Es mucho más difícil, por supuesto, crecer cultivando la propia autonomía y libertad. En ese caso nos “arriesgamos” a ser adultos. 
¿Nos hemos preguntado por qué el “culto a la personalidad” hace referencia siempre a “hombres fuertes” o a “mujeres tenaces y acogedoras”? ¿Por qué no se ha cultivado el “culto a la personalidad” de un Galileo Galilei, o de un Giordano Bruno o de una Simone Weil? Los dos primeros, “heréticos”, que se enfrentaban al pensamiento dominante y acomodaticio de su época; y la tercera, una filósofa, lejana del esquema enfermera-madre-mujer. La idea del “culto a la personalidad” es lo más lejano al ejercicio de la libertad y a un pensamiento crítico y adulto.
Para terminar me gustaría citar una frase del libro “Ser o tener”, de Erich Fromm: “La democracia puede resistir a la amenaza autoritaria solamente con la condición que se transforme de “democracia de espectadores pasivos” en “democracia de participantes activos.” Apostar al “culto de la personalidad” quiere decir adherir a una democracia de espectadores pasivos.

La carencia del pudor
Jorge Estrella - Doctor en Filosofía

Cierta ocasión, Mario Bunge me comentó haber visto de cerca en un acto público a Perón. Notó que el general cantaba, como todos, la marcha peronista: “Perón, Perón, qué grande sos. Mi general, cuánto valés”. Este delirio de autoelogio se ubica en el extremo opuesto a esta reflexión de Borges: “pertenezco a una clase de personas que tienen pudor”. Porque efectivamente es la carencia de pudor la que permite aquellos delirios. La necesidad de reconocimiento a la propia persona es una propensión humana. Merecida o no, cada quien la busca a su modo. Sarmiento habría dicho, a poco de morir: “siento que el frío del bronce invade mis pies”, anticipando el reconocimiento estatuario a su vida y obra. Pero el reconocimiento de un valor especial en alguien no es sólo asunto de personal autorreferencia: son los otros que le rodean quienes bajan o suben el dedo que la aprueba o ridiculiza. Esa masa, cuando dice sí, puede caer lisa y llanamente en el delirio. En los difíciles años 70 escuché este diálogo entre dos termocéfalos de la revolución, algo embriagados, es cierto: - ¡Porque Perón es como Dios! - dijo uno. - ¡Cómo como Dios!,  increpó su amigo tomándolo del cuello: - ¡Perón es más que Dios!
En realidad aquí, en los otros, está el riesgo de encumbrar a alguien fuera de toda medida, perdido todo control de realidad. La desmesura aproxima esa ausencia de realismo a un beligerante acto de fe o fanatismo, no de conocimiento, aunque pretenda serlo. Esto nos pone ante un problema central no descifrado por la sociología: ¿Por qué un psicópata puede encandilar a las masas y conducirlas a su perdición, habiéndole prometido la salvación? ¿Qué sintonía surge entre ambos que hace aparecer normales los hechos más aberrantes de la historia nacidos de la idolización?
 La admiración que me despiertan los San Martín, Newton, Darwin, Einstein o Yupanqui por sus obras, no se asemeja a esos disparates. Por aquello de que “si el sabio critica, malo. Si el necio aplaude, peor”. Quiero creer que nadie verdaderamente grande ignora su propia pequeñez.


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