El corte del Himno Nacional

El corte del Himno Nacional

EL VIEJO CONGRESO. El recinto -hoy monumento nacional- de la calle Balcarce, que sirvió tanto para senadores como para diputados, hasta el traslado al actual Palacio, en 1905. EL VIEJO CONGRESO. El recinto -hoy monumento nacional- de la calle Balcarce, que sirvió tanto para senadores como para diputados, hasta el traslado al actual Palacio, en 1905.

Recién en 1900 el Himno quedó como se lo canta hoy, pero en 1893 hubo un incidente que anticipaba la medida.

La letra original del Himno Nacional Argentino, obra de Vicente López y Planes en 1813, era muy larga: constaba de 76 versos. Varios de ellos lanzaban violentas frases contra España, lo que era comprensible, pues la canción databa de la guerra de la Independencia. Esos 76 versos se cantaron en su totalidad durante 87 años, hasta que un decreto del Poder Ejecutivo Nacional, de 1900, dispuso cortar la letra. Pero antes de tal medida se registró cierta sonada incidencia que la anticipaba.

Lo que sigue es una rápida crónica del asunto. Dejamos de lado, deliberadamente, el problema de la música, que tiene sus incógnitas: provocó largos debates de los eruditos, que recién quedaron zanjados en 1927, por un decreto del presidente Marcelo T. de Alvear.

Furia de Magnasco

En la sesión de la Cámara de Diputados de la Nación, del 10 de julio de 1893, el diputado Osvaldo Magnasco, muy agitado, planteó algo que calificó de “urgente”. En el diario del 9, había leído que “se ha mandado mutilar el Himno por entero”. Quería saber “si es cierto que se ha mandado cantar tan sólo la última estrofa, suprimiendo todas las demás; si es cierto, en una palabra, que ya no tenemos Himno de la patria”. Afirmó que no volvería a la Cámara, “hasta que no venga el señor ministro y me diga en virtud de qué facultades constituyentes, constitucionales, legislativas, administrativas o simplemente sociales… se ha suprimido la fórmula sacramental de nuestros grandes recuerdos, de nuestras grandes glorias”.

Era el doctor Magnasco -diputado por Entre Ríos, celebrado jurista y latinista- uno de los grandes oradores del cuerpo. Tenía 29 años. Impresionaban sus “ojos negros chispeantes, la barba aguda” y “ese mechón que porfiaba por alejarse del sitio concedido y acompasar el ritmo que su vehemente dueño transmitía a cada gesto”. El tema del Himno le había suscitado un resonante discurso, pespunteado por críticas a la difícil situación que enfrentaba el presidente Luis Sáenz Peña, atribulado entonces por los alzamientos del Partido Radical.

La interpelación

La Cámara aprobó el pedido y fijó como el 12 como fecha para la concurrencia del ministro del Interior. Llegado el 12, se recibió una nota de Sáenz Peña. El presidente expresaba que mantendría con la Cámara las relaciones constitucionales, pero “bajo la norma del más estricto respeto y consideración por el presidente de la República y sus secretarios de Estado”. Consideraba que los conceptos de Magnasco habían sido agraviantes, y que no podía autorizar la concurrencia del ministro, “mientras la Cámara aparezca aceptando la forma visiblemente antiparlamentaria con que ha sido presentada la moción por el señor diputado interpelante”.

Magnasco tomó la palabra. Negó toda intención de agraviar y autorizó a “eliminar por completo mi discurso”. Pero, advirtió que “lo que está en discusión es, sencillamente, las preguntas de la interpelación”. Sostuvo que el ministro debía concurrir, porque de no hacerlo caería “aplastado bajo el peso del sentido nacional unánime”. Se sucedieron largas tiradas del diputado opositor José Manuel Olmedo, mientras Agustín Álvarez defendía al Ejecutivo. Para cerrar, Magnasco insistió en retirar íntegro su discurso anterior; pero mocionó que se ordenara comparecer al ministro, luego de un cuarto intermedio. Su moción fue aprobada, después de que Magnasco abandonó el recinto para no participar en la votación. Por fin, el 14, en la sesión presidida por Francisco Alcobendas, ingresó a la Cámara el ministro del Interior.

El ministro niega

El asunto tenía especial repercusión porque ese ministro, doctor Lucio V. López, era justamente nieto de Vicente López y Planes, el poeta del Himno. De entrada, muy brevemente, Magnasco dijo que la Cámara quería saber si era cierto que el Ejecutivo había ordenado “adulterar, en cualquier forma que sea, el Himno de la patria. Y si se ha procedido así, en virtud de qué facultad y por qué razón”.

López contestó que, en nombre del presidente, negaba categóricamente todo. No se había modificado el Himno y no existió orden alguna de hacerlo. Le parecía que con eso bastaría para cerrar el asunto, pero era su intención decir algo más. Inició entonces una muy extensa e ilustrativa exposición.

Narró que dos días después de haber asumido él la cartera del Interior, el ministro de Guerra, doctor Aristóbulo del Valle, lo sorprendió mostrándole una carta enviada por su padre, el anciano y célebre historiador Vicente Fidel López. En esa misiva, el hijo de López y Planes decía a Del Valle que “influyera” para que en “las fiestas sociales” se cantara cualquier estrofa del Himno “que no contuviera las pasiones ardientes de la lucha y de las agresiones del momento contra la Madre Patria”. La carta fue leída ante todo el gabinete, mientras López guardaba silencio. No se tomó ninguna resolución.

Una “indicación”

De todas maneras -siguió López- se filtró la noticia de estas reservas, y los diarios informaron, erradamente, que se había ordenado el corte de estrofas para la noche del 9 de julio, donde el canto del Himno era de rigor.

El ministro tenía algo de responsabilidad. Confesó a la Cámara que “con el propósito, no de dar órdenes sino de hacer una sencilla insinuación”, dijo al intendente municipal que “para evitar cualquier trastorno en los teatros en que funcionan artistas españoles”, se sugiriera cantar allí sólo la primera y la última cuarteta del Himno Nacional.

Al parecer, el Inspector de Teatros, Francisco Wright, transmitió tal indicación al empresario del Teatro de la Ópera, pero diciéndole que se trataba de una orden. De allí se derivaron las informaciones periodísticas, exageradas y equívocadas. Así, reiteró, no hubo decreto del Ejecutivo, ni orden ministerial. Deploraba “haber cometido, con la indicación del momento, hasta cierto punto una herejía métrica… una amputación del Himno argentino, y haber hecho concordar la primera cuarteta con la última”.

“Cultura social”

La “indicación”, insistía, era algo “del momento y para el día, hecha única y exclusivamente para evitar los conflictos que pudieran producirse en los teatros esa noche, por las noticias deficientes transmitidas por la prensa”. Le parecía que, dada la generosidad del preámbulo de la Constitución, no se podía obligar al ministro de España, invitado por el Presidente al teatro, “a que presencie a su patria de rodillas”. Era un tema de “etiqueta internacional”, de esa “cultura social que todo pueblo libre debe mantener, sin mengua de su gloria nacional”.

En un elocuente discurso, Magnasco se declaró satisfecho con la explicación, no sin hacer notar que su reacción era comprensible, dado que sólo tenía del asunto la información de los diarios. Además, abrumó de elogios al ministro López, recordando lo mucho que lo respetaba desde que fue su admirado profesor en la Facultad de Derecho.

El futuro estadista tucumano Ernesto Padilla, joven estudiante de Derecho por entonces, evocaría mucho después la sesión referida. Narraba que en ella, “por encima de la pasión de la palpitante política, dominó un latido igual en todos los pechos”, y que se percibió “el alto espíritu del ministro del Interior, doctor López”.

Memorable sesión

La interpelación, decía Padilla, puso frente a frente a dos mentalidades ricamente dotadas. “Magnasco en arranques magníficos, animado en el gesto, elocuente en el verbo. López, a media voz, con tranquilidad de maestro, flexible, fino, sutil. Aquel habló de la intangibilidad del Himno de la patria. El otro, recogiendo de paso alguna alusión, deleitó con pasajes sinceros, rozando la emoción del auditorio”.

Al término de la sesión, López declaró que tendría “un altísimo placer” en salir del recinto y estrechar la mano de Magnasco. Éste contestó: “¡Le daré un abrazo al señor ministro!”. López entonces dijo a Magnasco: “Y yo, como Ovidio, puedo decir, al verlo pasear al señor diputado por el hermoso camino de la elocuencia, marcando la nota que lo caracteriza en su generación intelectual, jam mea cyneas imitantur tempora plumas,/ inficit et nigras alba selecta comas: ya mis sienes comienzan a cubrirse con el color de las plumas del cisne, y la alba vejez tiñe mis cabellos”. Los versos de Ovidio constituían un homenaje a ese gran latinista que era Magnasco. Con un cerrado aplauso terminó la interpelación, y diputado y ministro se estrecharon en un abrazo.

El corte, en 1900

El tema parecía clausurado y reafirmada la intangibilidad del Himno. Nadie hubiera supuesto, entonces, que la incidencia de 1893 había tenido carácter anticipatorio, y que siete años más tarde se cortaría efectivamente el Himno, en la forma propuesta en aquella “indicación” del nieto de Vicente López y Planes. El 30 de marzo de 1900, el presidente Julio Argentino Roca dictó un decreto disponiendo que, en los actos oficiales, se cantaran solamente los primeros cuatro versos del Himno, los últimos cuatro, y el coro.

Consideraba que “el Himno Nacional contiene frases que fueron escritas con propósitos transitorios, las que hace tiempo han perdido su carácter de actualidad”. Y que “tales frases mortifican el patriotismo del pueblo español y no son compatibles con las relaciones internacionales de amistad, unión y concordia”. Expresaba que, si bien sólo por ley podía alterarse la letra del Himno, ninguna disposición impedía al Ejecutivo determinar cuáles estrofas “deben cantarse en los actos oficiales y festividades nacionales”.

Muy pocos

La canción patria quedó, entonces, tal como se la entona en la actualidad. Aunque cabría preguntarse quiénes conocen hoy la letra del Himno: parecen ser muy pocos, si se advierte el silencio que la mayoría guarda cuando se lo ejecuta en los actos públicos…

En cuanto al doctor Lucio V. López, no sospechaba, en la memorable sesión de aquel 14 de julio de 1893, cuán poco tiempo de vida le quedaba. Un año y medio después, el 28 de diciembre de 1894, moriría del balazo en el estómago que le acertó, en un duelo, el coronel Carlos Sarmiento. Tenía 46 años.

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