Levantados contra la Justicia
En el sentido estrictamente institucional, 2016 concluye peor de lo que había terminado 2015. Y no es decir poco: hace un año la Justicia chapoteaba entre crisis, sumida en la ciénaga de déficit de credibilidad en expansión desde comienzos de este milenio. El 31 de diciembre pasado encontró a los Tribunales de Tucumán enchastrados por la impugnación -no esclarecida- al desempeño del ex fiscal Guillermo Herrera; la judicialización recargada de los comicios; la renovación de autoridades de la Corte Suprema cuestionada por el entonces binomio en minoría (René Goane-Antonio Estofán) y, por encima de todo ello, la guerra de guerrillas sin tregua entre el alto tribunal y Edmundo Jiménez, el ministro público de la gioconda sonrisa.

Tan delicado era el panorama que Germán Garavano se estrenó como ministro de Justicia de la Nación recibiendo las quejas y cuitas de los unos y los otros: en enero de este año, el funcionario llegó a admitir que consideraba muy preocupantes los conflictos alumbrados por el Poder Judicial de Tucumán. El acceso de Cambiemos a la Casa Rosada no ha implicado cambios en esta materia institucional local que tantos servicios prestó a la causa de la alternancia: amén de la designación in extremis de un candidato a juez tachado caprichosamente 10 veces como Gustavo Romagnoli, todo ha seguido igual durante este año, incluido el Ministerio Público encabezado por un ex ministro histórico del ciclo político ¿anterior? acusado -¡ay!- de convertir a la Justicia penal en un ecosistema de impunidad. Tanta continuidad existe que 2016 concluye con nuevas amenazas de visitas a Garavano, esta vez para denunciar el ensañamiento del oficialismo para con los miembros de la Cámara en lo Contencioso Administrativo que procuran desenrollar la trama de los -presuntos- gastos sociales legislativos.

El recurso de despotricar y demandar los excesos del poder político en la Nación ha resultado -hasta aquí- ineficaz para insuflar republicanismo a una jurisdicción que hace tiempo eligió hacer caso omiso de la división de poderes y hacer la vista gorda a la corrupción. ¿Garavano podrá seguir mirando para otro lado? Un hecho nuevo agrava el diagnóstico preexistente: los poderes Legislativo y Ejecutivo han decidido ignorar una orden emanada de la Sala II de la Cámara en lo Contencioso so pretexto de un alegado defecto formal. Un príncipe del foro recordaba hace unos días que el Gobierno del contador hoy senador no se había atrevido a tanto: el médico y otrora primer alumno de la clase ha superado a su maestro. Otro analista compungido apuntaba que las medidas cautelares se recurren y combaten por las vías procesales establecidas, no se incumplen por el mero designio del afectado ni se devuelven como si fuesen una hoja de papel. Lo sugestivo de este antecedente peligrosísimo es que el rechazo inaudito-inédito-sorprendente a la autoridad judicial ha ocurrido cuando un juez administrativista, Rodolfo Novillo, osó colocar los comprobantes de los supuestos gastos sociales -recibos que nunca nadie de afuera de los mandamases legislativos ha visto jamás- al cuidado del vicegobernador Osvaldo Jaldo. El giro ocurrido en los últimos meses resulta elocuente: si bien a disgusto y con la plaza Yrigoyen ocupada en pose amenazante, el sector gobernante había aceptado el fallo precautorio que suspendía la proclamación de ganadores de los comicios y, más importante aún, aceptado discutir con las herramientas de la ley -y de la civilización- la sentencia que ordenaba celebrar una nueva elección.

Si el poder político ha llegado al punto de decidir cuándo y cómo honrará las resoluciones judiciales, ¿acaso no ha llegado también el momento de suprimir la Justicia? El Estado de Derecho desfallece en Tucumán. Para un sector de Tribunales es inevitable “leer” este levantamiento en combinación con los apuros súbitos del Gobierno por crear la primera instancia en el fuero en lo contencioso administrativo y laboral; por poner en marcha el Jurado de Enjuiciamiento que, pata patero con los acoples, parece ser el fracaso más estentóreo de la vituperada reforma constitucional de 2006, y por desempolvar el anhelo recurrente de nombrar jueces temporarios eludiendo los concursos públicos de antecedentes y oposición. El oficialismo ya no se gasta en disimular: un dirigente de la abogacía se preguntaba por qué no aplicaba la misma premura para cubrir en propiedad y como Dios manda los despachos acéfalos (el Poder Ejecutivo concretó sólo seis designaciones de jueces en 2016 y tiene nueve ternas enguilladas); para adecentar el sistema electoral, y para sancionar las leyes de acceso a la información y de ética pública. Huelgan los análisis cuando los hechos son tan reveladores.

La rebeldía contra la medida cautelar ya se había anunciado en septiembre en la Justicia Federal cuando, frente al doble requerimiento de los comprobantes de los posibles gastos sociales, Jaldo pidió una prórroga al fiscal Carlos Brito y, por esos pases de cronoterapia tan propios del Juzgado de Daniel Bejas, la pretensión de capturar la prueba terminó en la Cámara Federal de Apelaciones. Todo sea por ganar tiempo hacia adelante, a la espera de que soplen otros vientos políticos: por mucha menos resistencia, en los Tribunales de Comodoro Py ya habrían concretado el allanamiento del Poder Legislativo.

“¿Cuántos riesgos está dispuesto a correr el Gobierno en su política de ‘trapeo’ a quienes lo investigan?”, interrogaba en la víspera de la Nochebuena un juez curtido por las batallas. Sólo hay que tomar en cuenta los modos y términos indecorosos con los que los abogados del Estado recusan a la judicatura para inferir una respuesta. Los procesos de los hipotéticos gastos sociales han eliminado la ironía y los eufemismos. El Estado litiga desorbitado: en los últimos 16 días hábiles y sólo en la causa “Brodersen”, los abogados de las instituciones públicas demandadas presentaron 27 escritos con infinidad de planteos que en los hechos desquician ese proceso hasta convertirlo en un laberinto judicial inenarrable. Parece que, antes que descorrer el velo que recubre a esas erogaciones enigmáticas, el poder político prefiere el naufragio de lo que queda de control de lo público y de institucionalidad. No deja de ser toda una paradoja de la historia que con esta amenaza para la seguridad jurídica y las garantías constitucionales finalice el año del Bicentenario de la Declaración de la Independencia.

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