Apuntes absurdos sobre la verdad líquida

Apuntes absurdos sobre la verdad líquida

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Los hombres somos una aglomeración de células repletas de dudas que viven exigiendo certezas.

Desde hace miles de años venimos inventando sistemas, doctrinas, creencias, religiones, ideologías, leyes, jerarquías, mandamientos, filosofías, tradiciones. En definitiva, verdades que nos mantengan a flote en este océano de dudas en el que estamos sumergidos, a miles de kilómetros de profundidad.

No sabemos ni para qué estamos aquí. Ni para qué vinimos ni por qué nos vamos, así tan rápido, tan velozmente, que en dimensiones planetarias modificamos menos cosas en toda una vida, que una hoja seca que cae del árbol y se pudre en la tierra.

Celebramos el nacimiento y celebramos la muerte -aunque no siempre en términos de festejo, sino de ritual-. Somos la única especie que se alegra cuando brota una hoja y llora cuando se seca.

Hasta aquí lo que sabemos. En el medio, miles de verdades nos aseguran razones y motivos para nacer y morir, para ser, para creer, para entender o pretender que entendemos.

Nos matamos por esas creencias. Unos a otros nos asesinamos, no importa si la verdad a defender es grande o pequeña, mundial o doméstica. Vale lo mismo un dios que una discusión de tránsito, una pandemia que un gol de fútbol. Y nos asesinamos, muchas veces, de a miles, cientos de miles e incluso por millones.

Hasta mentimos para defender nuestra verdad. Así de confundidos estamos.

Siempre hubo “esclarecidos” que lideraron las manadas. Cuanto más fanáticos, más esclarecidos, más convencidos, más enceguecidos. Porque cuando alguien se ahoga en un mar de dudas, solamente un tronco duro y testarudo puede sacarlo a flote, o reventarle la cabeza y hundirlo para siempre.

¿Siempre? ¿Qué es siempre? Sólo los iluminados lo saben, los esclarecidos, los capaces de guiarnos hacia una luz que ilumina nuestro camino, aunque sea por un rato, pero que alcanza para poder ver el sendero hasta la muerte. Hay quienes dicen que ilumina más allá de la muerte. Pero nadie ha vuelto para contarlo, excepto uno, y ocurrió hace dos mil años. Uno solo entre 107.000 millones de seres humanos que han habitado la Tierra, en los 162.000 años que tiene la humanidad.

Satori

Los japoneses poseen una palabra que cosquillea los bordes de las mentes más desarrolladas: satori. Es un término que proviene del budismo zen (zen significa meditación) y tiene que ver con el máximo momento de iluminación que puede alcanzar un hombre. Lo más gracioso -porque es de inteligentes reírse hasta de lo que parece más profundo y sacrosanto- es que el satori prácticamente no existe. Es el momento ínfimo donde el hombre alcanza su máxima brillantez, es decir, entiende por qué somos una hoja que nace y se pudre con las lombrices. Momento que dura menos que unos segundos, sucede contadas veces en la vida, y sólo le ocurre a unos pocos que logran alcanzar ese estado.

Satori es el instante donde el hombre descubre con suma claridad que sólo existe el presente, y allí entonces decide inventar el pasado y el futuro, sólo para no perderse y orientarse en ese presente tan líquido y volátil. Porque el pasado y el futuro surgen y se disuelven en el mismo segundo en que los pensamos o dejamos de pensarlos.

Satori significa, y con perdón de los maestros budistas, que el tiempo es apenas una convención que sirve para no estar tan mareados en este caos. Que el futuro es una ilusión, y que el mundo físico, la ciudades, las familias, los países, los dioses y todas las creencias por las que nos matamos son un escenario efímero que nos ayudan a sobrepasar este transe.

Dios o un millón de palabras

Dicen los budistas que a estos momentos de gran claridad llegan muy pocos; sólo los que acceden a niveles muy elevados de conciencia.

El satori está muy lejos del alcance de la mayoría, en general más ocupada en que le claven el visto en Whatsapp, el me gusta en Facebook, o el faveo en Twitter. Más aún, más preocupados por alimentarse y abrigarse, pagar las cuentas, cuidar a los suyos y llegar a fin de mes.

Satori es apenas una palabra que representa una idea, compleja, es cierto, pero nada más que una. Imaginemos esto mismo resignificado en 77 palabras, por ejemplo, o en 624, o en miles de vocablos.

Los neurocientíficos han comprobado que el cerebro más se desarrolla a medida que realiza más combinaciones.

Si una persona conoce 200 vocablos podrá hacer 200 por 200 combinaciones de palabras y frases, que en definitiva son ideas, verbos, acciones. Si en cambio domina mil palabras, sus posibilidades se multiplicarán por mil y otra vez por mil y entenderá campos de los sentidos ni siquiera imaginables para quien entiende sólo 200 palabras.

Las palabras/ideas desarrollan la mente y a su vez la mente vuelve a desarrollar más ideas/palabras. Es una retroalimentación permanente en un espiral ascendente.

Si pudiéramos dominar con fluidez, por ejemplo, diez mil palabras (hoy sólo posible con ayuda de la tecnología) comprenderíamos misterios que ahora son inalcanzables. ¿Con cien mil palabras? ¿Con un millón? Tal vez hablaríamos cara a cara con Dios.

Aún así la verdad seguiría estando a billones de años luz, porque un millón de ideas son menos que un átomo en el universo infinito de la verdad.

Entonces, podríamos decir que la verdad, en los parámetros de la física que conocemos, no existe, y por eso siempre termina siendo una cuestión de fe, de lo que decidimos creer o no creer.

Parodias verdaderas

En 1949 la revista inglesa filoizquierdista New Statesman organizó un concurso literario para premiar al escritor que más se pareciera -parodiara- a Graham Greene.

Greene ya era un escritor consagrado y exitoso, descripto por algunos dentro de la literatura católica, o para otros un experimental y confeso simpatizante socialista, o también un espía inglés, o un candidato a premio Nobel de literatura varias veces.

Cuando Greene se enteró en 1949 que la revista New Statesman organizaba un concurso para imitarlo decidió presentarse, con un seudónimo, como se acostumbra en todo certamen.

Lo sorprendente es que no ganó. Salió segundo. Al primer premio se lo llevó su hermano Hugh.

Para entender este resultado podríamos justificar que su hermano lo conocía y lo admiraba y por eso fue más parecido a Graham que el mismo Graham.

O también podríamos dudar de los jueces. ¿Tan expertos en Graham que pueden decirnos quién es Graham Greene por sobre el propio Graham?

O que Graham no fue tan Graham para ese concurso. O que los imitadores suelen exacerbar tan bien los rasgos de sus ídolos que los sintetizan mejor que los originales. Y por lo tanto acaban superándolos.

La revista New Statesman estuvo tantas veces a punto de cerrar por falta de financiamiento (como la mayoría de las publicaciones de izquierda que no son subvencionadas por un gobierno o un Estado) que se la conoce como The Staggers (Los Tambaleantes).

Cada vez más lejos de sí mismo

Dieciséis años después, en 1965, New Statesman organizó otro concurso para parodiar a Greene.

Graham volvió a presentarse, pero esta vez logró apenas una mención de honor entre los diez primeros.

¿Graham Greene estaba cada vez más lejos de sí mismo? ¿Del personaje que la sociedad había construido por encima de él? ¿Del imaginario de los miembros del jurado?

¿Cuál es la verdad? ¿La de los jueces que deciden cuál es el escrito que más representa a Greene aunque esto no sea cierto?

No fueron las dos únicas contrariedades paradojales que le ocurrieron a este autor de más de 40 libros, entre ellos “El poder y la gloria”, “El revés de la trama” y “El tercer hombre”.

En 1937 por culpa suya cerró el diario donde trabajaba. Era periodista. Escribió una crítica de cine sobre la película Wee Willie Winkie donde decía que la nena de nueve años que actuaba (Shirley Temple) mostraba “una cierta coquetería que pretendía atraer a las personas de mediana edad”. Fue demandado por eso y el diario tuvo que cerrar imposibilitado de hacer frente a los gastos del juicio.

Hoy esa opinión aguda y sin hipocresías de Greene está considerada como la primera crítica a la sexualización de los niños en la industria del cine.

Muchos años después, en 1982, en el libro The Dark Side of the Nice, denunció que la mafia estaba floreciendo en Niza, ciudad próxima a Antibes, donde Greene vivió desde 1966 hasta su muerte, ocurrida en 1991, a los 86 años.

A causa de ese libro fue acusado por difamación y otra vez perdió la demanda.

Tres años después de su muerte, en 1994, el alcalde de Niza, Jacques Medecín, fue condenado por varios crímenes de corrupción y delitos asociados a estos y terminó en prisión.

Verdad o no, Greene murió sabiendo que ni él mismo era suficiente prueba para demostrar que era él mismo.

Esto mismo ocurre en todos los órdenes de la vida, en la política, en la historia, en la justicia, en el amor.

La verdad es sólo una arbitrariedad que ha logrado imponerse a otra verdad más débil o menos obstinada, menos fanática.

Porque como escribió Greene en The end of the affair (El fin del romance, 1951): “Una historia no tiene comienzo ni fin: arbitrariamente uno elige el momento de la experiencia desde la cual mira hacia atrás o hacia adelante.”

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