Fútbol, violencia y sociedad
Ríos de tinta ocuparon en los diarios los violentos del fútbol en los últimos tiempos. La TV los muestra, la radio relata sobre ellos, internet los expone. Cada vez con mayor frecuencia. Y no sólo se trata sobre quienes asisten como espectadores: también quedan involucrados los que juegan, dirigen, controlan, administran. El tema es, de mínima, preocupante. De máxima, un bochorno social del cual hay que ocuparse. Las consecuencias de este accionar superaron largamente (hace ya mucho tiempo) la esfera de un espectáculo deportivo. Su alcance perfora a una sociedad que en este asunto puntual hace agua y se está yendo a pique. Y no hay derecho a que esto suceda.

En el espejo del fútbol, ese que devuelve una imagen de pasión genuina, locura bien entendida, fanatismo que contagia, admiración y decepción, nos miramos todos. Aún los indiferentes. Lo normal es que cuando las circunstancias son favorables, nos pongamos la piel de la victoria, sintamos el influjo de una fuerza interior que necesita exteriorizarse. Ahora, cuando la derrota nos golpea, nos autoexiliamos en un mundo sin expresiones ni sonrisas. Pero cualquiera de estas situaciones pierde sentido cuando los violentos se apoderan de la escena.

Recordar hechos puede resultar tedioso, no porque carezcan de importancia, sino porque de tan frecuentes caen en el lugar común que germina en la intolerancia, la provocación, la falta de respeto, la irresponsabilidad. Pero es necesario enumerar algunos, los últimos del contexto nacional y provincial, para graficar que la barbarie crece y se multiplica.

Que en un partido amistoso de verano los jugadores de Gimnasia y de Estudiantes de La Plata se hayan trenzado en una pelea a piñas y patadas escandalizó a propios y extraños. Y aunque la autoridad aplicó sanciones, el daño ya estaba hecho. Días antes, un River-Boca se transformó en cruel show de patadas, encontronazos y tarjetas rojas, que ocupó las primeras planas. Violencia propiamente dicha, generada dentro de un campo de juego, a la vista de todos.

Fuera del verde césped, en las tribunas, se cuece una violencia más compleja, esa que ejercen quienes, por ejemplo, son capaces de destrozar estadios. Ocurrió hace pocos días en una final en Mendoza entre Godoy Cruz e Independiente Rivadavia, cuando hinchas de uno y otro arrancaron butacas, las quemaron, rompieron instalaciones y se trenzaron mano a mano. Y todo siguió afuera del Malvinas Argentinas, sembrando la sinrazón en las calles, las propiedades de los vecinos, los vehículos. Incluso hubo ataques a las personas, con actos de pillaje y arrebatos.

Más sobre los “pícaros” que asisten a una cancha sin otro afán que hacer daño: fines de 2015, partido Sportivo Guzmán-Atlético Güemes en Villa 9 de Julio. El choque de vuelta de las semifinales del Federal B fue suspendido porque la parcialidad local arrojó pirotecnia, que afectó al arquero visitante. Antes de eso, el colectivo que trasladaba al plantel santiagueño había sido recibido con una “lluvia” de piedras. El 25 de enero de este año, más “picardía”: petardos y proyectiles arrojados por los hinchas de San Martín a los jugadores de Atlético obligaron al árbitro Pedro Argañaraz a suspender el cotejo antes del comienzo del segundo tiempo. Luego de la suspensión, la tragedia: una pelea entre hinchas “santos” llevó a la muerte a uno de ellos debido a una puñalada y en medio de una ingesta de bebidas alcohólicas, en la esquina de avenida Néstor Kirchner y Pellegrini.

Que personas a simple vista comunes dejen ver su lado violento antes, durante y después de un partido de fútbol es porque se han ido perdiendo los límites. Esos que indican que los de cada uno terminan donde empiezan los de los demás.

En el escenario social actual parece predominar lo agresivo, lo invasivo, lo irreverente, lo instintivo. Las adicciones impactan cada día más. La formación primera que debiera darse en los hogares se trasladó a otros ámbitos.

En numerosas ocasiones, la cancha ya no semeja un gran diván, sino un parlamento en el que todo vale, sin reglas a la vista. Allí se deja aflorar libremente con gestos, palabras y actos aquello que nos frustra, nos quita calidad de vida, nos maltrata, nos violenta en el día a día. Sin medir quien esté cerca, practicamos un tipo psicológico de violencia. Parece un mal menor, pero no lo es. Mucho menos cuando pasa a mayores.

Contener a los violentos puede requerir de multitudinarios operativos de seguridad, de acciones preventivas, de campañas de concientización. Pero aunque se logre un cierto punto de efectividad con esos procedimientos, no resuelven el problema de fondo.

La sólida tarea de contención requiere de una acción superadora, conjunta entre el Estado y los sectores privados. Ofrecer trabajo digno, oportunidades y una formación educativa acorde es una parte. Pero asoma necesario también revisar en los estrados judiciales las normas que penan los excesos. Del mismo modo, vencer muros tremendos de connivencia que se han levantado, desde los sectores políticos y dirigenciales, con los tristemente notorios barrabravas como participantes.

Vale puntualizar que no existen soluciones mágicas para frenar tanta violencia. Incluso, las que tiendan a ser más efectivas, pueden fallar. El fútbol es como la vida misma, un complejo devenir de hechos cambiantes. Nunca se sabe en qué momento lo que parece en calma puede mutar en una situación difícil.

Cada persona conoce sus límites. Pero en ocasiones no se sabe de qué son capaces quienes nos rodean. En una cancha de fútbol, escenario de exacerbaciones profundas, los límites caminan por el filo de una hoja de trincheta. Tratándose de un peregrinar auténtico de gentes de los más diversos estratos sociales y culturales, unidos por el poderoso imán de los colores de una camiseta o de un escudo, todos los que asisten a la cancha pueden ser violentos, hasta que demuestren lo contrario. O pacifistas. Es una cuestión personal estar de un lado o de otro. Y hacerse cargo.

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