72 horas que conmovieron al país

72 horas que conmovieron al país

Una elección turbulenta y colmada de irregularidades, el rechazo traducido en una masiva manifestación popular, la insólita e indignante represión policial, el peso de la responsabilidad depositado en la Junta Electoral, el regreso de miles de tucumanos a la plaza... En la provincia pasó de todo y tan rápido que casi no hubo tiempo para pensar. A partir de aquí proponemos una interpretación de lo vivido durante tres días históricos por medio de crónicas, fotos y el enfoque de un grupo de analistas especialmente convocados por LA GACETA.

 LA GACETA / DIEGO ARÁOZ LA GACETA / DIEGO ARÁOZ
30 Agosto 2015

Caudillismo y pobreza

Tucumán es un terreno propicio para el fraude electoral. La pobreza, la desocupación y el peor gobierno están implicados en esa maquinaria. Por Beatriz Sarlo | especial para LA GACETA

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Antes de las elecciones legislativas y de gobernadores de 1987, que tuvieron lugar, como se recuerda, bajo la presidencia de Alfonsín, una dirigente del Partido Socialista Francés me preguntó: “¿sería conveniente que se organizara una comisión internacional para monitorear las próximas elecciones?” Esas comisiones ya habían trabajado en varios países latinoamericanos y lo siguen haciendo hasta hoy. Con un orgullo nacionalista que habitualmente no me caracteriza respondí: “no me parece necesario. Estoy segura de que acá no va a haber maniobras fraudulentas”. Mi respuesta puede atribuirse a optimismo o ignorancia, sostenidos ambos en que conocía plazas electorales como las de la ciudad de Buenos Aires, Santa Fe y algunos departamentos bonaerenses. Ya se hablaba de clientelismo en las provincias más pobres, pero el tema todavía no mostraba su urgencia.

Diez años después era evidente que se habían instalado las condiciones sociales sobre las que se construye el clientelismo político y, en consecuencia, se elevan y favorecen las posibilidades de manipulación del voto, con todas sus ingeniosas combinatorias clientelares. 

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La pobreza no es nueva en Tucumán, una provincia que, desde la década de 1960, con la crisis de la industria azucarera, entró en un laberinto del que no ha salido hasta hoy. Tampoco es una casualidad que Tucumán haya sido gobernada por Palito Ortega, el ex general Bussi (que fue interventor durante la dictadura y luego electo por el voto), y finalmente, desde 2003, por Alperovich, que tuvo el apoyo cómplice de Cristina Kirchner. Basta al respecto señalar que Beatriz Rojkés fue elegida por la Presidenta para un alto cargo en el Senado de la Nación, que la puso segunda en la línea sucesoria de la jefa de Estado. Incluso, en 2012, cuando Cristina viajó a Angola, Rojkés asumió la delegación presidencial. Corre frío por la espalda recordar esa escena montada por el capricho de quien la colocó a la cabeza del Senado, después de haber hecho allí otro nombramiento igualmente insensato cuando eligió a Boudou. Baste recordar también que Manzur fue ministro de Salud del ejecutivo nacional. Ninguno de ellos es ajeno al kirchnerismo. Aunque no se pasen el día recitando versos épicos, están alojados en el íntimo corazón del poder.

Tucumán es una pieza del caudillismo federal.  Un caudillismo que el kirchnerismo no se propuso modificar. Reconoció que más le convenía utilizarlo como aliado que darle una batalla democrática e institucional. 

Así llegamos a las elecciones del 23 de agosto y a la represión que se desencadenó sobre los manifestantes que, en Tucumán, se sintieron traicionados en sus derechos por las formas desfachatadamente discrecionales y violentas con que, a vista de todos, se manejó el Poder Ejecutivo local.

En principio, cualquier elección puede ganarse por un voto o por miles. Para asegurar ese principio hay que garantizar tanto el escenario donde las elecciones tienen lugar como el recorrido de las urnas desde las sedes del comicio hasta su destino final. Ninguno de los dos tuvo garantías en Tucumán. Se operó sobre los votantes y se operó sobre los votos. No importa sobre cuántos miles de votantes ni sobre cuántos miles de votos.

Se ha dicho todo, pero no es así. Alperovich no es una casualidad ni una maldición de la suerte. Tucumán es un cerco de obstáculos para la democracia argentina porque la provincia no es un territorio de ultramar sino un emblema. La pobreza, la desocupación y el peor gobierno están implicados, porque la política no ha intervenido incorporando a nadie a una vida con cualidades y porque es el terreno donde pueden asentarse el fraude electoral y la dependencia que hace posible la manipulación cotidiana. Esto se vuelve espectacular cuando hay elecciones y hay una oposición que, esta vez, decidió fiscalizarlas con los medios posibles. Evidentemente, no son todos los que se necesitan para enfrentar las maniobras del Estado provincial, pero alcanzaron para abrir el telón sobre el escándalo.

El caudillismo no tiene capacidad ni interés alguno en desatar el nudo de miseria y manipulación porque su supervivencia cuelga, precisamente, de esa soga. Sin embargo, la cólera de los pueblos puede cortar la soga y un caudillo puede terminar cayendo en el vacío. No será esta la última elección en Tucumán.


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