Curioso y desconcertante doctor Vélez

Curioso y desconcertante doctor Vélez

El autor del Código Civil jamás leyó una novela y sólo frecuentaba libros de Derecho. Pero desplegaba una conversación picante, cargada de dichos jocosos.

FRANCISCO NARCISO DE LAPRIDA. Busto ejecutado por el escultor tucumano Enrique de Prat Gay. LA GACETA / FOTOS DE ARCHIVO FRANCISCO NARCISO DE LAPRIDA. Busto ejecutado por el escultor tucumano Enrique de Prat Gay. LA GACETA / FOTOS DE ARCHIVO
En pocos días más –el próximo 1 de agosto- empezará a regir el nuevo Código Civil. El hecho, que ha despertado una tempestad de polémicas, marca el fin del Código que elaboró Vélez Sarsfield. Es decir, el que rigió nuestra vida jurídica desde 1871, y que Abel Cháneton ha llamado “la más estupenda hazaña intelectual realizada por un argentino”. Parece oportuno ocuparse del autor que así queda desplazado.

Nacido en el pueblito cordobés de Amboy, en 1800, hijo póstumo de Dalmacio Vélez y de Rosa Sarsfield, el doctor Dalmacio Vélez Sarsfield es uno de esos personajes que nada tienen de populares. No presidió la República, no fue un general ganador de batallas, ni un líder político que enloqueciera a las masas. Sin embargo, ganó un lugar de alto respeto en la historia argentina, por haber confeccionado del célebre Código.

Claro que fue, sin duda, mucho más que un jurista: ministro de Mitre y de Sarmiento; senador nacional; constituyente; catedrático; periodista. El país le debe, sin saberlo, varias decenas de grandes iniciativas de progreso incorporadas a su vida diaria. Esta nota no quiere exponer el formidable “curriculum” de Vélez Sarsfield, o detenerse en su acción de hombre de Estado. Intenta esbozar el retrato físico y personal del hombre.

Un testigo clave

En ese propósito, nada hay más útil que el testimonio de Nicolás Avellaneda. El tucumano pudo conocerlo de cerca, sobre todo cuando fueron colegas en el gabinete de Domingo Faustino Sarmiento, entre 1868 y 1872. Era el doctor Vélez ministro del Interior, y era Avellaneda ministro de Justicia e Instrucción Pública. Su testimonio resulta, pues, de primera agua.

Cuando empezó a actuar en el Congreso rivadaviano de 1825, era el menor de los diputados, y no representaba a su provincia de Córdoba, sino a la de San Luis. No tenía un perfil destacado pero, aclara Avellaneda, tampoco puede decirse que pasara inadvertido. “Llamaba la atención por la seriedad de su porte, por su afición conocida al estudio y por su afán de cultivar relaciones”. Al poco tiempo, fue admitido en el círculo íntimo de Rivadavia.

Luego de un tramo de ausencia, por haber comenzado el gobierno de Juan Manuel de Rosas, reaparece en Buenos Aires.

El gran abogado

En pocos años, dice Avellaneda, “asienta su reputación como el primer abogado de nuestros tribunales”. Sus alegatos eran perfectos, “por el fondo y por la forma”. Discutía la cuestión jurídica con criterio científico, “real a veces, artificial en ocasiones, para encubrir su habilidad de pleitista”. El argumento se presentaba “siempre claro y vigoroso” y la expresión, “aunque incorrecta”, era “grave y alzada de tono”.

Hacia 1838 pasó a ocuparse de tareas rurales, en una estancia de la familia de su esposa, en Arrecifes (se casó dos veces: primero con Paula Piñero y luego con Manuela Velázquez). A pesar de hallarse en el campo, “sólo leía sus libros de Derecho”.

Su sobrino Miguel Piñero logró acercarle “La Eneida” de Virgilio. Cuando debió exiliarse en Montevideo por el crecimiento amenazador de la tiranía, Vélez se ocupó de traducir ese libro. Avellaneda lo menciona como un simple dato, porque su versión no tenía valor literario. Le faltaban a Vélez “el refinamiento artístico, el esmero de las frases, y esa delicadeza de gusto, y hasta de oído”, que son necesarios para trasladar al español, “con alguna elegancia”, el canto de Virgilio. Era, para Paul Groussac, un mero “ejercicio gimnástico de estilo”.

Formidable orador

Al caer Rosas, el doctor Vélez pasa a la primera plana de la actuación pública. Ya no la abandonará. Cuando solicita que la Legislatura opine sobre el Acuerdo de San Nicolás, evoca los tiempos de la tiranía. “Se vivía entre pavores. Y cuando sonaba un cañonazo en Palermo, los hombres que recorrían las calles se paraban temblando, como si fueran peso inútil sobre la tierra”. Era una reminiscencia de Virgilio, que Vélez rejuvenecía para darle una aplicación original e inesperada.

Era un “admirable orador”, dotado de las cualidades de “los grandes improvisadores”, aunque le faltasen “la limpidez de la frase y el período rotundo”. Nunca llevaba apuntes escritos. Empezaba a hablar “con acento entrecortado y con embarazo visible hasta en sus ideas”. Pero “la voz se iba poco a poco aclarando, las frases se hacían en su construcción más correctas, el orador tomaba posesión del asunto, al mismo tiempo que el tono iba llenando el recinto”.

Esto hasta que “orador y oyentes quedaban todos envueltos en la corriente de esa palabra que nos arrastraba sin descanso hasta el punto final”. En sus momentos de plenitud oratoria, el doctor Vélez recordaba “al torrente que baja de la montaña”.

Incapaz de corregir

A Avellaneda le parecía curioso que un hombre que debía hablar tanto en público, no se preocupara en absoluto por “la oratoria como arte”. Un día le prestó un libro de discursos del famoso parlamentario Berryer, y al devolvérselo, Vélez se limitó a comentar que varios de sus argumentos jurídicos eran falsos. Los taquígrafos del Congreso le entregaban las pruebas impresas de sus discursos para que las corrigiera, y no las devolvía. Por eso, en los Diarios de Sesiones, es frecuente la anotación: “Falta aquí un discurso del doctor Vélez”.

Avellaneda se preguntaba si esa actitud era indiferencia por la palabra (pensando que no debía sobrevivir luego de pronunciada), o si le tenía sin cuidado su efecto sobre el auditorio. Piensa que “los trabajos de corrección le eran penosos y hasta difíciles, por esos defectos de la educación elemental”, que “eran comunes a los hombres de su época”.

Era muy sobrio para recordar a los grandes oradores de su tiempo. Apenas un par de palabras de elogio se le escucharon, alguna vez, sobre el doctor Julián Segundo de Agüero, o sobre el doctor Manuel Antonio de Castro.

La savia cómica

Tenía dichos “incisivos y sarcásticos”. Sobre los años anteriores a Caseros, afirmó que “ese pasado tan vergonzoso y triste no tiene derecho para darnos lecciones”. Después de una victoria militar, sentenciaba: “batalla ganada, general perdido”. Cuando se le discutió una cita de los juristas Toullier y Troplong, replicó: “pues si no lo dice Toullier y no lo dice Troplong, lo digo yo”...

Avellaneda afirma que el doctor Vélez leía y estudiaba constantemente libros de Derecho y de Economía Política. “Pero no leyó jamás un romance, o una novela vieja o nueva, ni aun el ‘Quijote’, ni aun la ‘Corina’ de Madame de Stäel, que hacía prorrumpir en delirios de admiración a los jóvenes de su época”. No conocía “una escena de Molière, sino a través de las comedias de Moratín, que había visto representadas en el teatro”. Groussac apunta que “no persiguió al arte, que huía de él”.

Y a pesar de todo eso, desplegaba una conversación entretenida y jocosa. “¿De dónde rebosaba en su espíritu la savia cómica?”, se pregunta Avellaneda. “¿De dónde venía esa profusión de dichos agudos, picarescos, penetrantes o burlones que chispeaban en su conversación?”.

“El doctor Mandinga”

Así, “la posteridad más próxima no llegará a saber como nosotros, sino por accidente y con asombro, que dentro del grave y profundo autor del Código Civil había un hijo perdido de Terencio y de Molière, que no acertaba a olvidar su ignorado origen, ni aun bajo las alas soñolientas de la musa del protocolo”.

Pinturas, esculturas y dibujos suelen mejorar su rostro. Pero las fotos revelan que era muy feo, de enorme nariz y gran boca con labios abultados. Lo apodaban “doctor Mandinga” por la “endiablada picardía de su ingenio”. José Figueroa Alcorta lo llamó en una carta “viejo porteño con tonada cordobesa”. Decían que no dispensaba mucho afecto a su provincia natal. Un día, alguien elogió la belleza del paisaje que se divisaba al entrar a Córdoba. El doctor Vélez le contestó: “pero hay uno mucho mejor: el que se aprecia cuando uno se aleja”.

En sus últimos años, paseaba por las calles de Buenos Aires con su lúgubre vestimenta negra y la galera de copa muy alta. Caminaba lentamente, y el bastón pendía de sus manos cruzadas atrás.

Figura muy curiosa

Murió el 30 de marzo de 1875. Era un escéptico en materia religiosa, pero en sus últimas horas quiso que monseñor Uladislao Castellanos le impartiera la extremaunción.

Para Nicolás Avellaneda, el doctor Dalmacio Vélez Sarsfield fue el más importante entre los argentinos que nacieron en la colonia, estudiaron en las universidades escolásticas y tuvieron que adaptar su ciencia a las necesidades de los pueblos transformados por la revolución.

“Llevaba sobre sí, física y moralmente, este doble sello: en su porte, que era doctoral y un poco ‘criollesco’; en sus modales, que eran tal vez inferiores a su cultura intelectual; y en su elocuencia misma, que era el producto de altos estudios mezclados con formas, acentos y hasta frases que el refinamiento social había suprimido. De ese conjunto salió su fisonomía, tan curiosa como característica”.

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