Tomar distancia
Cuando Miguel Arias lo contó, en su rostro no apareció gesto alguno. Quienes lo escuchaban esperaban, tal vez, otro comentario, pero nada. Miguel, el enfermero, atendió al represor Antonio Bussi en el instituto en el que trabajaba cuando ya el general contaba sus días finales, cuando temía hasta la propia muerte.

Pero Miguel Arias no es únicamente un enfermero: es un hijo de desaparecido; a su padre (que trabajaba en los Talleres Ferroviarios) se lo llevaron de su casa cuando él tenía apenas 13 años, en febrero de 1976.

“Primera Fuente” publicó la historia pero al escucharla por su propia boca, la pregunta volvía a imponerse: ¿cómo hizo para que su sentimiento no interfiera en su trabajo?

“Si tenía que verlo desde la parte afectiva, como cualquier hijo de desaparecido, es como cualquier persona que tiene un familiar desaparecido, pensaría como 10.000 cosas. Y lo pensé, pero realmente mi obligación como enfermero es atender a la persona, hacer un juramento que somos buenas personas. Uno no se olvida nunca de lo que pasó. La idea era atenderlo: yo lo atendí y correctamente”, dice Miguel.

Cuando abandoné el instituto, fui directamente a leer la entrevista a ese portal. No sabía si calificar de frialdad a la actitud del enfermero, o la de un auténtico profesional.

Hay personas que, efectivamente, pueden separar absolutamente su experiencia personal de su trabajo; han creado una distancia, que les sirve como una coraza de protección. No creo que podría haber hecho lo mismo que Miguel, “separar los tantos”, como dijo, aunque sí coincido en que al sufrimiento no se lo deseo ni al peor genocida.

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