Rosario cuida que nadie se acerque a vender droga a la puerta de la escuela Illia

Rosario cuida que nadie se acerque a vender droga a la puerta de la escuela Illia

En dos establecimientos de la Perla del sur los estudiantes sufren la inseguridad. Están expuestos a sufrir robos y ataques cuando van a clase. Además, algunos de ellos tienen que hacerse cargo de la limpieza del local escolar. Los padres se organizan para exigir respuestas y colaborar con la vigilancia

SIEMPRE ATENTA. Rosario Cuello se para en la desprotegida puerta de la escuela para evitar que los chicos sufran el ataque de extraños. la gaceta / fotos de osvaldo ripoll SIEMPRE ATENTA. Rosario Cuello se para en la desprotegida puerta de la escuela para evitar que los chicos sufran el ataque de extraños. la gaceta / fotos de osvaldo ripoll
Temblaba cuando le tocó hacer la primera guardia. Estaba en la puerta de la escuela a la que va su hijo, de 16 años, ubicada a la vera de la ruta 38, en Concepción. Tenía los ojos muy atentos a los movimientos raros. Un chaleco tejido la ayudaba a enfrentar el frío de la tarde de junio. Lloviznaba. Vio algo extraño, tomó coraje y enfrentó a los sospechosos. “No tienen nada que hacer aquí, dejen estudiar en paz a los chicos”, les dijo Rosario Cuello, una mujer valiente, de mirada angustiada y pelo lacio atado.

Rosario vive a unas 10 cuadras de la escuela. Tiene 47 años y cuatro hijos. Esta ama de casa, que acaba de terminar de cocinar un guiso para su familia, es una de las madres guardianas de la escuela 387 “Arturo Illia”, de Concepción. Ya le tocó dos veces hacer la ronda adentro y afuera del establecimiento, vigilando que no ingresen personas extrañas a robarles a los chicos, a atacarlos o a ofrecerles sustancias ilegales, según cuenta.

Este “programa” improvisado de guardias fue creado por los papás hace un par de semanas. La idea, detallan, es afrontar la inseguridad y la oferta de drogas, que están perforando al establecimiento. “Todo surgió por los planteos de nuestros hijos. Ellos están muy preocupados porque todas las tardes ingresan a la escuela personas extrañas que los molestan. Mi hijo ya no quiere venir más. Me da terror que él pueda empezar a drogarse”, dice Cuello.

Al parecer, y según la descripción de los estudiantes, los agresores son jóvenes que llegan desde barrios cercanos al establecimiento, que está ubicado entre una franja angosta que separa a la ruta nacional 38 y la calle de acceso norte a la ciudad, por el puente viejo. “Entran fácilmente por las tapias bajas que tiene la escuela”, explica una de las alumnas.

Los problemas se suceden, principalmente, después de las 13. A esa hora comienzan a llegar los estudiantes del nivel medio. La escuela tiene en total unos 140 alumnos entre la primaria y la secundaria, según detalla la profesora de Lengua, María de la Cruz Sandoval.

Al lado del viejo y descuidado edificio, hay una nueva construcción en la que funciona el jardín de infantes. La “Arturo Illia” arrastra desde hace años varios problemas. En 2007, por ejemplo, los padres tomaron el edificio porque la escuela necesitaba muebles para funcionar. Ahora, la lucha es para que se levante un poco más la tapia de la escuela y para que haya más vigilancia policial.

La preocupación de los progenitores se respira desde el portón de entrada al establecimiento. Por cierto, ese portón se rompió y no hay nada que pueda impedir el acceso de cualquier persona al local escolar. Muchos alumnos llegan acompañados por sus padres. Algunos hacen un gran esfuerzo. Como María Soledad Santucho. Camina dos kilómetros de ida y dos de vuelta, todos los días, con una bebé de 17 días en brazos. Lo hace para que su hija de 13 años no llegue sola a clase. “No me quedo tranquila si no la acompaño. Acá pasan muchas cosas y las chicas están muy expuestas”, describe.

“A mí me encerraron en el baño y tuve que pagarles para poder salir. Por las dudas, ya no entro más al baño”, cuenta Janet. Tiene 12 años y va con miedo a la escuela. “La semana pasada, se largaron a pelear acá. Ya no se puede estar tranquilo. Estas personas traen cigarrillos y droga. Cuando los preceptores los corren, saltan la tapia y se esconden en un baldío que hay al lado. Después vuelven a entrar”, explica. Su compañero, Luis, agrega: “rompen los vidrios de las ventanas y nos roban los útiles”.

Segundo Antonio Urueña es otro de los padres siempre dispuestos a velar por la seguridad e los estudiantes. “Tengo un hijo de nueve años y una hija de 14 que vienen atemorizados. Yo tiemblo de sólo pensar que les pueden dar drogas”, dice. A María Ester Medina le preocupa una situación que vivió su hija, de 14 años, hace poco: “iba caminando con dos amigas y los camioneros que estacionan a pocos metros de la escuela les ofrecieron $ 50 a cambio de sexo. Ellas empezaron a correr asustadas. Desde entonces, no la dejo más volver sola. Los chicos están muy desprotegidos aquí. Por suerte, ahora los padres nos organizamos para hacer vigilancia. Pero es insuficiente”, remarca.

Según los padres, los docentes están al tanto de lo que ocurre, pero no pueden hacer mucho. “Ingresan en grupos de seis o siete jóvenes. Uno los corre. Pero mucho más no se puede hacer”, dice la profesora Sandoval. A pocos metros de ella, Rosario tiene una carta en la mano que hace firmar a las mamás y a los papás. Y los invita a una nueva reunión para el jueves a la noche. Allí organizarán las nuevas guardias de vigilancia. Y pensarán a quién más pedir ayuda.

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