La esencia de “Pancho”
Toda ciudad que se precie de tal tiene quien le escriba. O quienes le escriban. Nadie dudaría que Buenos Aires es la ciudad literaria de Borges y de Cortázar, que Nueva York, Madrid y París tienen cientos de padres fundadores desde la escritura; que a San Salvador de Bahía la soñó Jorge Amado y que a Venecia la pintó Thomas Mann. A la Tucumán literaria del siglo la fundaron, entre otros, Tomás Eloy Martínez en “Sagrado”, y Hugo Foguet en “Pretérito perfecto”.

En “Pretérito perfecto”, Foguet, un escritor al que por suerte las nuevas generaciones están redescubriendo, recorre la cartografía del convulsionado Tucumán de los sesenta. En ese mapa, los bares ocupan un lugar protagónico. En los años sesenta, en los setenta, y hasta en los ochenta, los bares en Tucumán eran más que un lugar de paso: la vida y las ideas bullían en los cafés; y tan es así, que el “El Buen Gusto” y “La Cosechera”, dos cafés que en los años 90 sucumbieron a los avatares del mercado inmobiliario, hoy son tema de por lo menos una tesis universitaria en la Facultad de Filosofía de la UNT.

Sabemos que una ciudad es mucho más que un mero recorte espacial. Y así como en los bares tucumanos del siglo XX se anudaban y desanudaban romances, se cocinaban los debates políticos y las acaloradas discusiones entre decanos y santos, la ciudad era también, como hoy, sus personajes. Quintaesencia del “El Buen Gusto” fue Francisco “Pancho” Galíndez. Poeta, crítico de cine, jugador apasionado de ajedrez, enamoradizo y hasta personaje de una película de Gerardo Vallejo, Pancho había nacido espástico. Y si su vida fue mucho más que la silla de ruedas que fungió como su carcasa material, eso se lo debió en gran parte a la fortaleza de su padre, el siquiatra Jorge Galíndez, y al férreo cordón de amigos que lo rodearon hasta su muerte. La mera mención de que “El Buen Gusto” y “La Cosechera” son temas de estudio académico nos devuelven la memoria de Pancho Galíndez. Y a ese recuerdo lo nutre también la reapertura del Plaza, hoy reciclado como “auditorio Mercedes Sosa”. Los jueves, en la función estreno, ahí estaba Pancho en su silla de ruedas, presto en su función de crítico y en su papel involuntario de víctima de alguna travesura de los amigos: le sacaban a la silla de ruedas el freno, y Pancho bajaba como un bólido feliz, aleteando los brazos y riendo, por el declive del pasillo del cine Plaza que aterrizaba en la pared de la pantalla gigante que albergaba y contaba sueños en cinemascope. Es casi seguro que a Pancho no le hubiera molestado traspasar la pantalla y quedarse a vivir en esos mundos paralelos en los que la infelicidad y el dolor pueden desaparecer por arte de magia.

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