Detrás de un rastro de sangre

Detrás de un rastro de sangre

Nunca fui un niño de muchas palabras. Apenas las justas y necesarias. Siempre, en cambio, me volqué por las emociones. Es más, desde que tengo noción me resulta más fácil escribir que hablar. Quizá de tanto garabatear comencé a leer. Así descubrí a Neruda y a Benedetti. Y casi de inmediato a Gabriel García Márquez. Aún recuerdo cuando mi vieja me regaló para un cumpleaños “Doce cuentos peregrinos”. No llegaba siquiera a la categoría de adolescente, pero las lágrimas de aquella vez por la injusticia de Gabo en “El rastro de tu sangre en la nieve” todavía están frescas ahora que soy treinteañero.

Casualmente, el jueves desempolvé ese libro, envuelto en la tristeza por el adiós de ese padre que todos los periodistas latinoamericanos decimos tener. La muerte suele golpear de diferentes maneras, pero si hay algo que aprendí después de ese día es que la cercanía o la lejanía con el difunto en nada influyen en la cantidad de dolor que se siente. El vínculo afectivo, incluso, puede no ser recíproco y de igual manera ser fuerte. Basta con sentirse cerca virtualmente de una persona para crujir por su partida, más allá de que exista o no algún contacto físico. Con Gabriel García Márquez no me une nada más que una profunda admiración por su obra. Pero tampoco nada menos. Y eso, por lo que aprendí aquel jueves 17 de abril, es mucho más que suficiente para seguir, como sugería el maestro, un rastro de sangre en la nieve.

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