Heredé de mi padre una de las amistades más lindas, ya en “el largo atardecer” de Posse y de mí mismo. Me refiero a Abel y a su mujer, la infinitamente tierna Sabine. Lo conocía, claro, pero socialmente al principio. Y empecé a leer sus libros: Los perros del paraíso, El largo atardecer del caminante, El viajero de Agartha y llegué a la elegía más conmovedora que me fuera dada leer para siempre: Cuando muere el hijo. Un escritor excelente y cronista de raza, admirable y admirado, un intérprete de la conquista de América erudito y barroco, de pronto deja de lado esas acrobacias y se hunde en la más profunda y desolada noche oscura del alma. Y el diplomático transgrede entonces los rituales, huye de sus doradas agendas y se nos muestra a la intemperie más cruda de un alma en pena, tomada por su “Daimón”. Y nos transporta a las regiones del infinito dolor de la muerte de un hijo, agravado por el desesperante, incomprensible, inconfesable hecho de su suicidio. Pero es ahí donde por primera vez en su espléndida trayectoria literaria el escritor nos revela la magnitud de su grandeza. De su poderío literario y espiritual; es ahí donde el cronista del mundo externo se vuelve un confesor implacable de su interioridad, un políticamente incorrecto, un incipiente transgresor. Un hombre, en fin, todo un hombre o, mejor un “espíritu viviendo una experiencia humana”, para decirlo con Teilhard de Chardin. Como buen adicto, creo que durante una semana después de leer el libro lo llamé todos los días, muy temprano, para repetirle cuánto me había conmovido.

No tuvo demasiados colegas escritores argentinos que lo quisieran. Este es un país de ideologías. Me da pena pero también me gusta creer que a Abel eso no le quitaba el sueño; al contrario, siempre fue una suerte de provocador, de tábano socrático, pero sin abandonar jamás su gentileza y su respeto por los adversarios ideológicos o literarios.

Lo voy a extrañar. Lo vamos a extrañar.

Por Fernando Sánchez Sorondo

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