Tomamos un café horas antes de la inauguración de la Feria del Libro de Buenos Aires, en 2006. Tomás Eloy Martínez pronunciaría el discurso de apertura. “Tengo dos discursos –me confesó-, uno en cada bolsillo. Si viene Kirchner leeré uno; si no viene, el otro”. No era una estrategia oportunista sino una prevención frente a la probabilidad de que el presidente no asistiera. La tesis central del discurso era que la Argentina era un país creado por el libro, no por la espada. Nuestros primeros presidentes constitucionales, junto con ese extraordinario arquitecto jurídico que fue Alberdi, diseñadores e impulsores de lo que se convertiría en una potencia que deslumbraría al mundo, habían sido escritores. Pero, sobre todo, lectores devotos. Cualquiera de ellos, diría en su discurso Martínez, hubiera estado presente en el acto más relevante de un país en el que se celebra la literatura y la lectura. La anécdota sobre la posibilidad del faltazo presidencial, que finalmente se concretó, con la distancia del tiempo se torna secundaria. Porque el discurso que leyó -reproducido parcialmente junto a esta nota- es uno de los homenajes más profundos que se hayan hecho a la capacidad creadora del libro.

En el día del libro cabe reflexionar sobre las perspectivas de la industria editorial, la calidad de la producción, el lugar que ocupan los escritores, los hábitos de lectura. Lejos de la desaparición vaticinada por muchos en las últimas dos décadas, el libro físico resiste. Su variante digital representa poco más del 10% de las opciones de los lectores. Como señalara Umberto Eco, el papel sigue siendo una herramienta ideal para la lectura, tan perfecto como el cuchillo o la rueda.

Enfrentamos, claro está, desafíos ligados a las alarmantes cifras en la comprensión lectora de nuestros jóvenes o a las dinámicas de consumo digital. Beatriz Sarlo advertía, recientemente en una reunión con colegas, que la velocidad a la que se consumen contenidos en los celulares impide cualquier lectura mínimamente reflexiva. Nuestra capacidad de concentración y de distinción de lo accesorio sobre lo principal, junto a nuestra memoria sobre lo que vimos o leímos, son cada vez más frágiles. Avanza un peligroso deterioro cognitivo a nivel colectivo.

Pero hay un aspecto que quizás sea el más preocupante. Más allá de los niveles de lectura y de circulación de textos en nuestras sociedades, ha primado hasta ahora un respeto compartido por el lugar jerárquico que ocupa el libro como transmisor de conocimiento y motor civilizatorio. En las distintas épocas, entre lectores y no lectores, entre alfabetizados o analfabetos. Con mayor o menor claridad, los habitantes de toda comunidad desarrollada reconocieron que la capacidad de cooperación a gran escala, que se impone como el principal factor de predominio del género humano, se apoya en información compartida que tiene al libro como principal instrumento o al menos como símbolo de la compilación de saberes que estructuran el progreso. Las instituciones, las profesiones, las normas de convivencia, las referencias culturales, las historias orientadoras, las tramas que permiten entender el espíritu humano, las visiones sobre los temas del debate público siempre se han apoyado, finalmente, en el libro. La confianza en el maestro, el médico, el sacerdote, el juez, el filósofo, el científico o el gobernante.

Esto hoy está en crisis. El mundo digital, que atraviesa nuestras vidas en los más distintos órdenes, nos muestra un ágora caótica, en la que sobresalen la estridencia, la intolerancia, la frustración, la desinformación, la ignorancia. Crecen las visiones conspirativas, el pensamiento mágico, la simplificación de lo esencialmente complejo, el narcisismo patológico, las catarsis públicas en monólogos paralelos. Fenómenos que siempre existieron pero que hoy se propagan a una escala inédita. Se apaga el intercambio racional de ideas y el respeto al conocimiento. Vivimos en un mundo que se fragmenta y se polariza. Un mundo que se aleja del libro.

Por Daniel Dessein

Para LA GACETA