Por Mercedes Chenaut

Para LA GACETA - TUCUMÁN

El día 29 de mayo pasado -eran las 6.30 de la tarde- en la Feria del libro de Buenos Aires, más precisamente en la Sala Roberto Arlt, se preparaba una conferencia especialísima. Esto constituía casi una paradoja, ya que Arlt fue la contracara de Borges. (Aunque -pensándolo bien- y como el maestro lo escribiera en “Los Teólogos”, quizás “del otro lado y para la insondable divinidad... forman una sola persona”). Continúo con el relato: estaba previsto que hablara María Kodama en la apertura de las jornadas internacionales “Un Borges para el siglo XXI”. Momento único para mí y para todos los adoradores del maestro, cuyo número era 200, reunidos en esa “unánime noche”. Les hablaré de lo que allí me aconteció y -parafraseándolo- no se tratará de un acto de egoísmo ni de soberbia porque “lo que le pasa a un hombre (o a una mujer) les pasa a todos”. Al final de la conferencia, que versó más sobre el vínculo de María con Borges que acerca de la literatura del maestro, se abrió el espacio a las preguntas del público. No suelo tomar la palabra en esas ocasiones, pero la hora me regalaba, quizás por última vez, la oportunidad de dirigirme a la persona que compartió con él sus últimos años, sus últimos días, sus últimos minutos. Un amable señor que sostenía el micrófono quizás algo vio en mi cara; quizás el destino o el espíritu del escritor me eligieron. Lo cierto es que se me ofreció hacer una pregunta. Dije a Kodama: cada vez que leo el texto “La muerte de Borges”, de Héctor Bianciotti, quien fue uno de los testigos de su partida, lloro. Especialmente en el párrafo que dice: “Yo había convencido a María de que descansara un rato. Ahora era necesario llamarla. No tuve tiempo de dar un paso: María estaba en el vano de la puerta. Se sentó a la cabecera de Borges, su mano en las suyas. Moví mi silla un poco hacia atrás. Yo no había advertido movimiento alguno, y sin embargo la cabeza de Borges se inclinaba ahora hacia ella. Entre las cosas que nos ocurren, algunas son demasiado grandes para ser tan sólo un acontecimiento. El suelo de la realidad no las soporta, el espíritu las rechaza. Borges murió muy lentamente y en silencio, como un reloj de arena que se vacía. Era el 14 de junio, un sábado”. Continué, con cierto temor, porque a esa altura mis palabras eran casi un atrevimiento. “Te pregunto, María. ¿Qué sentiste para tomar la decisión de regresar en ese preciso momento a la habitación en la que Borges moría?” Ella me respondió, con voz finita y nada enfática, como le gustaban las voces al maestro: “Cuando una pareja está tutelada por los ocho millones de dioses del Shinto, una siempre sabe lo que se debe hacer”. Una respuesta total. Sirva el relato de lo que viví como homenaje al “inmortal” cuya obra confiere sentido a mi vida y especialmente a mi tarea como escritora y estudiosa de su literatura inconmensurable.

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*Este texto fue publicado originalmente en Cartas de lectores de LA GACETA, en junio de 2016.

Mercedes Chenaut.