Cuando se inaugurara el ferrocarril en nuestra ciudad de San Miguel de Tucumán, en la originaria estación del Central Córdoba, el ex presidente Domingo Faustino Sarmiento encabezaba la delegación de personalidades y funcionarios que concurrían para unirse a los festejos desde Buenos Aires, a bordo del primer tren, cuya locomotora resultaba epónima del ilustre sanjuanino. Por su parte, el presidente de la Nación, Nicolás Avellaneda, ya se encontraba en ésta desde varios días antes, trasladado en el que fuera realmente el primer tren, que había efectuado el viaje en forma experimental, con su máquina bautizada “Nicolás Avellaneda”.

Sarmiento, durante su estadía entre los tucumanos, como es de suponer, debió efectuar verdaderas proezas para conformar a todos los vecinos, que pugnaban por tener el privilegio de honrar sus casas con tan ilustre presencia. Algunos medios periodísticos se ufanaban incluso, afirmando que tan a gusto se sentiría el ex presidente entre nosotros, que en ningún momento se le había visto aflorar su característico malhumor; más bien, se mostraba afable, afectuoso y siempre predispuesto a las pláticas en las veladas a las que asistía. Tanto, que se caracterizaba por ser de los últimos en retirarse.

En sus paseos por la ciudad, en todo momento, le rodeaba una numerosa y amigable escolta, que la constituían los estudiantes de todas las edades y que, con su característica vocinglería, entornaban al gran maestro y le acompañaban, casi cargosamente, a donde éste fuere. Cuentan que, en oportunidades, Sarmiento prefería hacer un alto en cualquier sitio propicio y encarar abiertas conversaciones con esa juventud enfervorizada.

Todos, incluso los adultos, y aún los no ilustrados, querían conocerlo de cerca, escucharle la voz, estrechar la mano de ese consuetudinario luchador. Del proscripto valiente, del periodista sagaz y advertido, del soldado de Caseros, del político universal, del educador por antonomasia, del enemigo jurado de los dictadores.

Admiró a toda nuestra población con sus discursos llanos, encendidos de patriotismo y de firme voluntad hacedora, fomentando entre los tucumanos, en esos pocos días, la necesidad de creer en los horizontes, transmitiéndoles, además, todo el caudal infinito de su enorme fuerza interior, advirtiéndoles sobre el respeto a las instituciones, como base fundamental de toda organización civilizada.

De entre algunos de los múltiples discursos que pronunciara en nuestra ciudad, Manuel A. Zorrilla rescató los siguientes párrafos:

Sería un insensato si afirmara que no he tenido errores en mi vida. He cometido muchos, indudablemente, pero tengo el descargo de que ellos han obedecido a mi afanosa precipitación por ver a mi país ocupando en la realidad el lugar que ya tenía en los anhelos de mi pensamiento…Si alguna vez el cansancio de los años, acaso la injusticia, me traen el desencanto, recordaré las millares de miradas que me sonríen y me revelan que soy estimado por un pueblo entero; tendré presente las impresiones de estos días, evocaré la fotografía que queda indeleble en la memoria de escenas tan animadas, y estoy seguro que ha de volver a circular la sangre con vigor, reanimarse la confianza, y esperar un día más para la justicia o para el perdón de las faltas del gobernante o de los errores del escritor, porque espectáculo como el que tengo por delante en estos momentos, son hechos para no olvidarlos jamás, como que importan la coronación y la recompensa de una vida entera. Al pueblo de Tucumán... salud...

Por cierto que son esos hombres, los capaces de emitir palabras, tan simples como bellas, y tan llenas de contenido, además, los que a la postre ocupan con todo el vigor de sus acciones y de sus realizaciones, las más gloriosas páginas inmarcesibles de la historia universal.

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Abel Novillo – Historiador.