Desde hace menos de una semana, las redes sociales se invadieron de wrappeds, un formato de publicación con el que los usuarios comparten qué escucharon durante todo el año en Spotify. Preparados como historias de Instagram, dichos contenidos funcionan como una bitácora de las principales tendencias sonoras que nos acompañaron durante otro año pandémico. Reggaeton, pop, trap, rock salen a la vista en innumerables perfiles, al mismo tiempo que florecen memes en los que aparece un manifestante portando un cartel que dice “a nadie le importan tus gustos musicales”.

¿Por qué compartimos este anuario que pareciera tan personal? ¿Por qué hacemos público nuestro gusto musical? Lo curioso es que Spotify ofrece este resumen todos los años, asumiendo que los usuarios cambian sus tendencias cada 12 meses. Este movimiento, llevado a las coordenadas análogas, motivaría a que el melómano coleccionista de discos o vinilos modificara su catálogo exhibido todos los años, con el fin de mostrar cómo sus preferencias artísticas se alteraron con el paso del tiempo.

La exhibición de los gustos musicales, sobre todo de los más jóvenes, no es reciente ni patrimonio exclusivo de la era de las plataformas. Antes de Spotify ya existían las remeras rockeras, negras y holgadas, estampadas con toda clase de ilustraciones que eran lucidas por las calles. Letras escritas con graffitis, canciones a todo volumen reproducidas desde un balcón o desde el baúl de un auto y hasta el propio modo de vestir daba cuenta del estilo preferido por dicha persona. Sin embargo, la música digital sí plantea un cambio de escala en al menos tres aspectos: el alcance, el tamaño y la velocidad. El primero hace referencia a la cantidad de personas a las que llegan las canciones. Los artistas se miden por millones de reproducciones y la intangibilidad de los formatos no encuentra límites para su expansión. Un tema nuevo, de un artista de élite, alcanza la masividad casi de forma inmediata, sin tantos intermediarios y con una lógica casi de punto a punto: el artista publica, el seguidor escucha.

El tamaño del catálogo además es imposible de delimitar. Toda la historia de la música está al alcance y en nuestro celular, para ser escuchada en cualquier momento. Además, la forma de producción también tiene otras dimensiones, ya no centrada en discográficas que ordenaban y distribuían el campo musical. Dicho campo perdió esa figura verticalista para volverse rizomática en la que la masividad se construye a partir del nicho artístico. No volveremos a ver un “Lado oscuro de la luna” de Pink Floyd con más de 50 millones de copias vendidas en todo el planeta. Sin embargo, habrá cientos de artistas emergentes que alcanzarán dicha cifra en términos de reproducciones. La trascendencia de un joven trapero versus una de las obras más importantes de Waters y Gilmour, ya es otra discusión.

Y por último, la velocidad con la que se mueve la industria por el impacto de las plataformas también impacta de lleno en las condiciones con las cuales hoy escuchamos música y formamos nuestros gustos. Los más escépticos hablarán de lo efímero que resulta hoy la vigencia de un determinado grupo o artista, pero también dicho movimiento permite que todo el tiempo podamos conocer nuevas propuestas. La velocidad de producción también cambió y quienes quieren conquistar la escena saben que tienen que hacerlo todo el tiempo con nuevo material. La exigencia del mercado y de los escuchas es quizás más elevada que nunca.

En un artículo del diario El País, se planteó la teoría del “omnívoro cultural”. En dicha entrevista, el investigador español Pablo Bello indica que la distinción cultural ya no está determinada por si se escucha música clásica o jazz. “Ahora para la clase alta la distinción en gusto es escuchar un poco de todo, mezclar”, sostiene. Junto con David García, Bello también sostiene en sus investigaciones que la tecnología ha permitido una mayor democratización de la industria, permitiendo a los artistas independientes y locales tener una acceso que antes estaba privado solo para las estrellas elegidas por las discográficas.

Los wrappeds de Spotify dan cuenta de nuestra diversidad, de nuestro caos estético y de cómo han mutado nuestras preferencias en solo 12 meses. Allí estamos felices compartiendo los datos que el algoritmo ha compilado sobre nosotros. Presumimos todo lo que la plataforma analizó en nuestro mundo privado para luego hacerlo público. En tiempos de egos digitales, las audiencias parecen tener un poco más de poder en el campo musical, pero el algoritmo sigue ordenando y clasificando más que nunca. La música, por suerte, todavía sigue siendo patrimonio de la emoción y la creación. Allí resiste.