Treinta años después de insultarlo en una cancha por el sólo hecho de ser de Racing, Hugo Lamadrid me manda su libro, recién publicado, con una dedicatoria hermosa: “Estimado Alejandro. Una pelota de fútbol nos enfrenta, un libro nos une. Abrazo enorme y que disfrutes del libro. Hugo Lamadrid”. En la tapa del libro publicado por Ediciones Al Arco hay una foto de la mitad de su cara, una pelota en mal estado y se intuye un potrero. Lamadrí. El renacido - Gloria, caída y resurrección de un trabajador del fútbol, es el título completo de lo que será, simplemente, “Lamadrí”. O “El renacido”.

A fines de los 80 vivo mi adolescencia como fanático de Independiente. Voy a la cancha y me río de los de Racing. Soy uno más entre una multitud que les recuerda sus años sin ser campeones, su descenso de categoría y su crisis económica sin fin. Pero hay alguien que desde la cancha parece desafiarme. Es el número 5, Hugo Lamadrid. Es alto, flaco, pelo largo con corte Stone y fan de los Rolling. Va a cada pelota como si fuese la última. Pierna dura, cara de “por acá no pasás”. El futuro le guiña un ojo. Los de Racing lo idolatran porque es hijo de la casa y Atlético Madrid se lo quiere llevar.

Llegan los 90, empiezo a estudiar periodismo, ya no voy tanto a ver a Independiente, sino a cubrir partidos de otros equipos y le pierdo el rastro a Lamadrid. Hasta que hace unos pocos años, en otro mundo y lleno de redes sociales, uno de sus tuits me provoca una sonrisa: “Pico Mónaco se retiró lleno de guita y lo está esperando Pampita en beibi dol. Yo me retiré, tuve que vender el auto y poner una panadería”.

Tanto le perdí el rastro que no supe que se había retirado en el 99 jugando para Douglas Haig de Pergamino. No tenía la fortuna que suelen mostrar las estrellas del fútbol con autos de lujo o mansiones y que se apoyan en cuentas bancarias con muchos ceros. Así nos hacen creer que deben retirarse los ganadores. El club le debía a Lamadrid 60.000 dólares que nunca le pagó. Le dio unos bonos para el sorteo de un cero kilómetro que se licuó con la crisis del corralito. En su casa de Avellaneda lo esperaba la esposa, Silvana, bastión para ese joven desocupado y jubilado a los treinta y pico. Y no hay ni habrá plata por un tiempo largo.

Hugo Lamadrid.

Lamadrid contó eso de forma magistral en su libro. Les recomiendo que lo lean. Que no se lo pierdan. No lo haría sino lo creyera. Porque además lo escribió él, más allá de que un equipo de lujo que le hizo correcciones, como uno de los directores de Al Arco, Chopo Boccalatte; Carlos Balmaceda, Fernando Otero, Hernán Claus, Diego Borinsky y Gustavo Dejtiar. Hernán Casciari y Luis Rubio. A muchos de los jugadores los libros se los escriben periodistas o un ghostwriter. No es el caso. Lamadrid puso todo para contar su vida como, aclara, “trabajador del fútbol”.

Actualmente estudia periodismo, trabaja en la Municipalidad de Avellaneda y espera volver al stand up. Ya se levantó de la caída de los 2000 y se pagó “el auto en cuotas”. “Salí de la bronca con humor. Sin humor, hubiese sido imposible. El humor sana”, me dice ahora, feliz por la publicación del libro.

“Escribir fue una especie de catarsis. A medida que escribía me acordaba de cosas olvidadas”, me cuenta a través de una videoconferencia. Un tuit sobre la contratación para jugar en Chile como el goleador que nunca fue sirvió de disparador para un capítulo que no estaba incluído. Una de las partes más humorísticas del libro. Pero hay contracaras. Porque Lamadrid va del humor a la tristeza y vuelve al humor como si nada.

La contracara es el comienzo. Cuando cuenta que en su mejor momento se quebró un tobillo. Se lo enyesaron y Alfio Basile, el entonces director técnico de Racing, le pidió que juegue un partido por Copa Libertadores. Lamadrid se quitó el yeso y jugó. Y después siguió jugando. Cuando se operó ya era tarde. No pudo recuperar su nivel. “No le guardo rencor a Basile. La decisión de jugar fue mía, me tengo que hacer cargo. Es más, al Coco lo quiero mucho”. Los hinchas lo empezaron a silbar y el Atlético Madrid olvidó su nombre. En medio, el presidente Juan de Stéfano le ofreció renovar el contrato por una suma irrisoria. Cuando se reunieron, en sus oficinas había dos matones. Lamadrid los insultó, se fue y su carrera ya no fue lo que podía ser.

Un nuevo debut

En 129 páginas Lamadrid nos lleva de un estilo Roberto Fontanarrosa a otro Charles Bukowski. Como cuando cuenta de la panadería. Vivía en la casa de sus suegros, en Wilde. Debía 12.000 dólares. Abajo tenían un local. Sin ingresos, pensaron en una panadería. Aprendió a hacer pastafrola. La primera vez se le quemó. La segunda zafaba. Después le salían ricas. Escribe sobre el día que abrió el negocio: “El rubio de pelo largo al que después de varios partidos en Racing lo seguían de la Selección, ahora estaba más temeroso que en su debut en Primera porque se enfrentaba a lo desconocido, acuciado por las necesidades y el miedo”. Y continúa: “A pocos meses de abrir el negocio explotó el 2001: el destino en cada movimiento se las arreglaba para reírse en mi cara”. Siguió adelante. Dormía apenas dos horas porque madrugaba para cocinar. A veces dormía sentado. Se la bancaba gracias a la Cafiaspirina: se devoraba los blisters. Su vida no era más su vida. Hasta que hubo un intento de robo y casi mata al ladrón. Lo habría hecho de no ser por su esposa. Dejó ir al pibe chorro y unas horas después -literal- vendió la panadería. Había que renacer.

“Ya está. Ya pasó. Lo que viví es el resultado de cosas que hice mal. En el 2003 a lo mejor te peleaba, no me lo bancaba”, sonríe. Y opina: “Hay jugadores que dejan el fútbol y si están en un grande tal vez les sale la chance de trabajar como directores técnicos. Otros se vinculan al fútbol de alguna otra manera. Pero hay un resto que terminamos sin un mango. En un Nacional B, descendidos, perdiendo plata porque el club jamás te va a pagar”. Por eso, dice, hay que ayudar a los jugadores: “Alguien tiene que hacerlo. Explicarles que la carrera se puede cortar antes de lo que creen. Una lesión puede alejarte del fútbol y de la vida que soñaste. Por eso siempre hay que estar preparados. El jugador suele pensar que nunca se va a terminar su carrera. Y no es así”.

Las dulces noches de Tucumán

“Ah, si esta nota es para Tucumán, tenés un capítulo”, me responde cuando le digo que escribo sobre su libro para LA GACETA. “Las dulces noches de Tucumán” es el título que le puso al capítulo en el que cuenta su paso por la provincia de la que salió a los golpes. Una historia le sucedió con la camiseta de Racing y otra con la de Juventud Antoniana de Salta. La primera tuvo que ver con una venganza con un jugador de San Martín. Le significó una expulsión y un aprendizaje: “Es sabido que el hincha tucumano es pasional. Lo que descubrí esa tarde, además, fue que son especialistas en la escupida a media y larga distancia. El porcentaje de aciertos fue asombroso”. Para irse de la cancha tuvo que esconderse, cuenta. “Perdimos el partido, el invicto y la punta del campeonato y el Coco me sacó del equipo”.

La otra fue en un partido con Sportivo Bella Vista. Lamadrid era el blanco de los insultos de los hinchas. “Nunca me llevé demasiado bien con los aplausos. Me retiré del fútbol sin saber si eso era timidez o falta de costumbre”, escribe. En ese partido hubo trompadas entre los jugadores e invasores. Había un contratado por los dirigentes locales que tenía como función protegerlo de agresiones. Pero Lamadrid no lo sabía y en medio del lío le pegó una trompada y un codazo. Fue denunciado y terminó, sin camiseta y en pantalón corto, en un calabozo: “El tipo estaba para cuidarme, para que Bella Vista no fuese noticia a nivel nacional por la agresión sufrida dentro de una cancha. Pero la piña y el codazo fueron más fuertes que sus convicciones y me denunció”.

A los 54 años, el renacido Lamadrid vive al día. “Como muchos”. No pasa hambre pero tampoco tiene los lujos que uno imagina en los ex jugadores. Como Director de Medios en la Municipalidad de Avellaneda entiende que “a diferencia de aquel momento en el que tenía que amasar, este trabajo me abre otras oportunidades. No estoy salvado, pero no me quejo”. Silvana, su esposa, lo acompaña junto a sus tres hijos. Son fundamentales en su renacimiento.

La publicación de su libro lo tiene feliz. Lo cuenta en las redes y me lo dice una, dos, tres veces. Las buenas críticas suman. Yo ya no lo insulto. Lo aplaudo.

© LA GACETA

Alejandro Duchini – Periodista cultural y deportivo. Autor de La palabra hecha pelota.