La impecable serie Borgen, una especie de House of Cards made in Dinamarca, relata las complejas relaciones entre los poderes de la democracia, los influyentes y reputados medios de comunicación daneses, y la gravitante opinión pública de ese país, cuna de los duros vikingos.

Borgen es la denominación popular con que se conoce al Palacio de Christiansborg, y tiene una particularidad única en el mundo: ese edificio, situado en un islote en el puerto de Copenhague, llamado Slotsholmen, es sede de los tres poderes del Estado. Y además comparte oficinas con la monarquía. Increíble.

Allí funcionan el despacho del primer ministro, máxima autoridad política, la sede del Folketing (Parlamento danés), y la Corte Suprema.

Varios espacios del palacio de gobierno son utilizados también por la realeza, incluyendo las salas de recepción Real, la capilla de la corona y las caballerizas reales.

A quienes no conocen esta singularidad danesa, les puede resultar confusa la razón por la que en esta serie de Netflix la primera ministra Birgitte Nyborg, interpretada por la magistral actriz Sidse Babett Knudsen, por momentos se reúne con líderes del parlamento o con autoridades judiciales mientras camina por los pasillos que rodean los patios del palacio.

En varias escenas se ve cómo Nyborg avanza por las galerías yendo al encuentro de algún representante de los otros dos poderes, que circula en sentido contrario, hacia ella.

Así, de pie, en un patio al aire libre y a la vista de todos, sólo rodeados por miembros de seguridad que guardan prudente distancia para no escuchar la conversación, las máximas autoridades danesas discuten asuntos de Estado, en charlas que nunca superan unos pocos minutos.

Si bien la serie es una ficción, es bastante fiel a la realidad política de ese país.


Alternancia ideológica

La tira se estrenó el mismo año en que asumía la primera ministra socialdemócrata Helle Thorning-Schmidt (en la serie Nyborg representa una alianza entre progresistas, laboristas y el partido verde) y es la sucesora de un primer ministro de centroderecha, Lars Hesselboe.

En la realidad, Thorning-Schmidt sucedió en 2011 al liberal Lars Løkke Rasmussen, quien volvería a ocupar ese cargo en 2015, derrotando a los socialdemócratas.

Como en todo gobierno, en esta narrativa no faltan intrigas, negociaciones bajo la mesa, traiciones y pactos a espaldas del voto del electorado.

Sin embargo, llama la atención, casi hasta con cierta envidia para un atónito y asqueado espectador tucumano, cómo los resortes institucionales daneses rebotan con admirable sensibilidad y sujeción a derecho.

La perfección no existe en ningún sistema político, pero cuando los mecanismos de corrección funcionan, se está bastante más cerca de alcanzarla.

Con un régimen de monarquía parlamentaria, Dinamarca ostenta una democracia hipermadura, con más de 170 años de ejercicio.

Parte de esa exitosa y constante tensión que plantea la serie, en espejo con la actualidad política danesa, es ver cómo a cada rato los ministros que conforman el gobierno vuelan por los aires, de un plumazo y sin más, ante la más mínima desprolijidad, incluso si el desliz tiene relación con su vida privada.

Lo mismo con los magistrados judiciales, quienes ante cualquier denuncia con fundamentos presuntos, venga de quien venga, en cuestión de horas se ven obligados a abandonar el tribunal para siempre.

Y no se trata de casos de corrupción, nepotismo, clientelismo, narcotráfico o prevaricato, por ejemplo, tan comunes para nosotros los argentinos y sobre todo para los tucumanos, sino que a veces una simple inconsistencia ideológica es suficiente para que un ministro se vaya a su casa.

Y si el caso es grave, que pruebe un hecho de corrupción, por ejemplo, en vez de irse a la casa va a la cárcel.

Tan lejos estamos, como de la Tierra a Marte. De paso, otra serie muy recomendable recién estrenada se llama así: “Lejos”, que aborda la compleja misión de viajar al planeta rojo, haciendo eje en el desafío de relaciones que deben separarse por tres años.


Un gobierno sin caudillos

En Dinamarca el gobierno se conforma por diez ministerios, liderados por un primer ministro.

Esta autoridad, que equivale a un presidente pero con bastante menos poder individual, surge del consenso y de las negociaciones en el Parlamento, el más influyente de los tres poderes, por la representatividad popular que lo respalda.

Lo usual es que el primer ministro mane del partido que más votos obtuvo. Y esto en Dinamarca puede ser apenas el 29% de los sufragios, que es lo que recogió la primera ministra que gobierna hoy, la socialdemócrata Mette Frederiksen, quien sucedió en 2019 al liberal Rasmussen. Frederiksen había sido ministra de Trabajo de su antecesora Thorning-Schmidt en 2011.

Al gabinete no lo elige el primer ministro, como ocurre en los países presidencialistas; en todo caso propone nombres que luego se consensúan con el resto de los partidos con bancas en el Parlamento.

Con sólo el 2% de los votos un partido ya tiene asegurada representación parlamentaria. Y todos tienen voz y peso real en las decisiones políticas.

Esto ocurre, además de por la madurez democrática de ese país, porque Dinamarca es una sociedad considerada altamente politizada.

Pese a que el voto no es obligatorio, en cada elección la participación supera el 80% del electorado, más incluso que en Argentina, donde sí es obligatorio. Una de las leyes más obsoletas e ineficientes de nuestro sistema electoral.

Dinamarca también es uno de los países que más noticias consume en el mundo (una característica común a todos los países escandinavos) y por eso el rol de la prensa es tan valorado y respetado por la clase política.

Según la Asociación Mundial de Periódicos y Editores de Noticias, (WAN-IFRA), cada hogar danés está suscripto a no menos de tres medios de comunicación, ya sean digitales o impresos.

Y una denuncia con fundamentos en primera plana contra cualquier funcionario casi equivale a su dimisión.

La gente confía en los medios porque los medios son confiables, un matrimonio saludable. Y la clase política está sometida a una fiscalización mediática rigurosa, con admirable libertad de expresión.


Tres edificios, un solo poder

En medio de los permanentes escándalos que sacuden a los tres poderes tucumanos, que lamentablemente cada vez escandalizan menos a la sociedad, adormecida y acostumbrada a la putrefacción institucional, nos pareció paradojal el insólito y único modelo de Copenhague.

Tres poderes, o cuatro si sumamos a la monarquía, conviviendo en un mismo edificio, separados apenas por unos patios y galerías, aunque con una independencia de facto abrumadora, desde nuestra perspectiva criolla.

Cuando en esta misma columna contábamos el 16 de mayo pasado que el gobernador Juan Manzur, el vicegobernador Osvaldo Jaldo y el vocal de la Corte Suprema, Daniel Leiva, habían compartido un amistoso almuerzo en la casa del intendente de la Banda del Río Salí, Darío Monteros, nos referíamos justamente a esto.

Que además de la cuarentena rígida y obligatoria que regía en ese momento, se estaba violando palmariamente la división de poderes, en una innegable reunión de amigos, no de representantes de los tres poderes republicanos.

De haber sido así, como se subrayó en esa nota, a esa comida no debería haber asistido Leiva, sino la presidenta del Alto Tribunal, Claudia Sbdar, ministra que ni siquiera estaba anoticiada de esa camarilla.

La sucesión de hechos vergonzantes que son de público conocimiento, no son más que la consecuencia natural de un sistema democrático donde no funciona la indispensable división de poderes.

La República perdida, como planteaba ese emblemático y emotivo documental de 1983, está más perdida que nunca.

Pese a que en Tucumán los poderes funcionan en edificios separados por varias cuadras, están conectados por túneles subterráneos, que no se ven desde la superficie, ocultos a la vista de una sociedad cada vez más asqueada, y amortiguada a la vez, frente a una provincia hecha pedazos, con índices negativos en casi todos los frentes: pobreza, inseguridad, contaminación, falta de infraestructura, corrupción, nepotismo, clientelismo y un largo etcétera que todos los vecinos conocen.

La división de poderes en Borgen es la causa y consecuencia, sin ningún lugar a dudas, de que Dinamarca sea uno de los países más prósperos e igualitarios del planeta.

Y por la misma e inversa razón, es la causa y consecuencia de que Tucumán sea uno de los distritos más pobres, atrasados y desiguales de la Argentina.