El Decreto N° 93 del Poder Ejecutivo Nacional ha dispuesto, como lo informamos en detalle días atrás, la prohibición de efectuar, en todo el sector público nacional, designaciones de personas “que tengan algún vínculo de parentesco, tanto en línea recta como en línea colateral, hasta el segundo grado, con el Presidente y el vicepresidente de la Nación, jefe del Gabinete de ministros, ministros y demás funcionarios con rango y jerarquía de ministros”. Se incluyen “el cónyuge y la unión convivencial” y sólo se exceptúan los nombramientos que surgieron de un concurso público de antecedentes, o que contaran con estabilidad legal.

La medida tiene, según los considerandos, el propósito de mejorar “la institucionalidad, la integridad y la transparencia” de todas las políticas públicas en marcha.

A pesar de que, como lo hemos publicado, el decreto “antiparientes” ha despertado críticas, es difícil discutir su conveniencia. Más bien pensamos que debiera ser reiterado en las provincias y los municipios. Para nadie es un secreto, que colman las planillas estatales personas que han accedido a ellas por el sólo hecho de ser parientes -carnales o políticos- de algún funcionario de rango superior.

Estos casos de nepotismo (o de “yernocracia”, como los llamaban los españoles) existen en nuestro país desde tiempo inmemorial, y en gran número. Han ocurrido en todas las épocas, con tanta asiduidad que el ciudadano común los considera como algo imposible de extirpar.

En Tucumán, hace más de un siglo, se trató de terminar -en una medida de limitado alcance- con esa práctica. El 20 de abril de 1899, el gobernador, Próspero, Mena decretó que “no podrán, dentro de una misma oficina pública, estar en calidad de empleados personas ligadas por parentesco, hasta el cuarto grado inclusive”. En los considerandos, tenía en cuenta que en muchas dependencias estatales, era “común que los hijos o hermanos desempeñen puestos inferiores, teniendo por superiores al padre o al hermano”. Razonaba que esa “corruptela”, además de inconveniente, era “contraria al buen servicio, pues con ella es imposible el buen control de los empleados de la misma oficina”. Y, por otra parte, “se afecta a la disciplina y corrección que deben existir en las distintas reparticiones de la administración”, ya que “las condescendencias y consideraciones privadas primarán, seguramente, sobre las conveniencias públicas”. Finalmente, entendía deber del Gobierno “suprimir estos abusos y dar al público toda clase de garantías y seguridades, haciendo desaparecer hasta las sospechas de parcialidad o incorrección que pudieran fundarse en los hechos expuestos”. El Decreto fue derogado al poco tiempo por la práctica, ya que se lo dejó de cumplir.

No es posible defender el nepotismo. Cobrar sueldos estatales gracias a un pariente, es por cierto un camino torcido, que abre la puerta a numerosas irregularidades y a muchas complacencias indebidas.

En realidad, la llegada a los cargos del Estado, del rango que fueren, debiera ser objeto de concursos públicos, que acrediten objetivamente la competencia del candidato. Sería la forma de cumplir con la sabia garantía del artículo 16 de la Constitución Nacional: “Todos los habitantes son iguales ante la ley y admisibles en los empleos sin otra condición que la idoneidad”.