Tenía cáncer de útero y murió a los 31 años. Era una campesina, madre de cinco hijos, y trabajaba en las plantaciones de tabaco. Fue enterrada en una lápida sin nombre. Nadie imaginó que su muerte iba a cambiar la historia para siempre y, sobre todo, a salvar vidas en todo el mundo.

Al momento de su fallecimiento, en un hospital de Maryland, en Estados Unidos, un médico le extrajo células. Lo hizo sin autorización de la paciente, ni de su familia. Esa metodología, a principio de los años 50, era una práctica común.

El gran hallazgo fue que las células de esta mujer siguieron vivas, todavía viven, son inmortales, y se reproducen todo el tiempo. Esas células (llamadas He-La) se usaron para la vacuna contra la polio, ayudaron a develar el mecanismo que utiliza el virus del Sida, y permitió dar los primeros pasos hacia la clonación, entre otras gigantes contribuciones a la medicina.

En toda su carrera, los estudiantes de Medicina escuchan, memorizan y deben rendir exámenes sobre las células (sistema inmunológico He-La). Pero la mayoría de ellos no sabe más nada sobre esa mujer que se crió en un pequeño pueblo del noreste de Estados Unidos. Tampoco saben que era una mujer de color, como se decía en aquel tiempo. Y muchos menos conocen que, al quedar huérfanos, sus hijos no tuvieron ni siquiera la posibilidad de recibir atención médica por ser pobres.

Esto pasó durante décadas hasta que Rebecca Skloot, una periodista norteamericana indagó sobre la vida de la mujer desconocida. Investigó durante ocho años hasta que publicó “La vida inmortal de Henrietta Lacks”. Es un libro magistral que le puso nombre y apellido a la persona, a la mujer que hizo, sin saberlo, un aporte excepcional a la humanidad. Si alguna vez se topa con este libro, por favor, no lo deje pasar.