Una revancha histórica de los jesuitas. Expulsados de los dominios españoles de América por la casa de Borbón en el siglo XVIII, acaban de sentar a uno de los suyos en el trono pontificio. Jorge Bergoglio quebró la lógica de los imposibles en la vida eclesiástica. No es europeo, habla español, y proviene de una orden religiosa que se fundó para ayudar a reconstruir una Iglesia estragada por la Reforma Protestante y por sus propios vicios. Muy resistida, sin embargo, dentro de la estructura eclesial, a lo largo de los siglos.

El desafío que enfrenta el nuevo pontífice es gigantesco: renovar la Iglesia sin apartarse de la ortodoxia en el cambiante siglo XXI. Combinar ambos objetivos le exigirá al ex cardenal primado de la Argentina, mano firme en la gestión eclesial y coherencia en las actitudes públicas. Su figura adquirirá máxima visibilidad en esa platea global izada en que se ha convertido el mundo en las últimas décadas. Los fieles tienen muy fresca la imagen de Juan Pablo II, el viajero incansable.

El papa argentino llega a El Vaticano con una rica experiencia de diálogo interreligioso, que define su perfil. La sociedad argentina fue testigo del estilo Bergoglio: sobriedad personal y cercanía con los más pobres de Buenos Aires. También de su inflexible oposición al matrimonio homosexual y al aborto. Con firmeza marcó sus diferencias con los presidentes Néstor Kirchner y Cristina Fernández, sin importarle los costos políticos, ni tampoco las tensiones institucionales. Fue su pasado reciente. Ahora, como Francisco, accede al pontificado con los antecedentes de su ministerio en la Argentina y que le sirvieron de carta de presentación en los dos últimos concilios. La Iglesia aguarda ansiosa la puesta en marcha del nuevo ciclo. La mirada de un religioso nacido en el confín del mundo -según sus propios dichos- despierta expectativas. Satisfacerlas será su misión. De América salió el papa jesuita.