En su discurso de inauguración del ferrocarril a Tucumán, en 1876, el presidente Nicolás Avellaneda exaltaba a "Tucumán, la industriosa y la bella". Se la divisaba, decía, "elevando con esfuerzo los blancos campanarios de sus iglesias sobre la corona de naranjos y limoneros que la circundan".

Naranjos y limoneros "que producen flores y frutos, que embalsaman el ambiente de las tardes con sus perfumes, alimentan al pueblo y dan techumbre a sus hogares, son sus árboles predilectos, porque son su emblema, asociando lo útil a lo bello". Es que "no hay suelo hermoso, sino suelo fecundo".

Al "Tucumán de la leyenda poética", se lo encontraba "penetrando en la espesura de sus selvas, escuchando sus rumores sordos que parecen los ecos doloridos de una lejana y vaga tristeza; o viendo descomponerse los rayos vívidos del sol sobre las copas movedizas de los árboles, para caer en hebras de luz matizadas de colores infinitos".

Pero se lo encontraría aún más, ascendiendo hasta la cumbre de sus montañas, "en medio de la transparencia de la atmósfera que aleja y hace desaparecer los horizontes, viendo los bosques descender en graderías hasta la llanura, y ésta abrirse y dilatarse en panoramas formados por los árboles, por las sombras y por los variados matices del campo fértil. Al mismo tiempo que el ojo abarca el mayor espacio sometido jamás a su inspección, el pecho se dilata y se respira con expansión indecible, repitiendo los versos de Goethe que Humboldt recordó en las cimas del Chimborazo: 'Sobre la montaña mora la libertad'".