Tres campanadas anuncian la llegada de cada peregrino. Según la tradición, San Francisco Solano intercede en tres pedidos que le hagan los que visitan por primera vez el Pozo del Pescado, en Trancas. Una cuerda que pende desde el campanario de la pequeña capilla incita al recién llegado a jalar de ella y a seguir la vieja costumbre. Los repiques espantan una bandada de loros que levanta vuelo, hasta que se pierde en la inmensidad. A pocos metros, rodeado de chañares desnudos por el invierno, brota el manantial que el fraile franciscano, según se cuenta, hizo surgir de la tierra con sólo hundir su bastón. Esto ocurrió hace casi 400 años y sin embargo, la fuente nunca se ha secado.

A sólo 78 kilómetros al norte de la capital, se esconde entre solitarios paisajes el único lugar de Tucumán con la impronta de un santo. Francisco Solano había venido de España para evangelizar a los indígenas de América en 1590. "Se quedó 11 años en el Norte, y de todas las provincias que visitó, Tucumán es el lugar donde se lo recuerda con menos fervor; no ocurre lo mismo en Santiago del Estero ni en La Rioja, donde se lo honra con grandes fiestas", lamenta el guardián del convento de San Francisco, fray Marcos Porta, quien organiza la conmemoración de los 400 años de la muerte del santo, que tendrá lugar mañana.

"Cuando yo era chica, mi papá me contaba que en el Pozo del Pescado se podía pescar truchas y otros peces. Me imagino que por eso lleva ese nombre", supone Audelina del Valle Mattos, heredera de las tierras donde se encuentra la singular fuente natural. Al lugar se llega por la ex ruta 9, pasando el acceso a la Villa Vieja de Trancas, unos tres kilómetros hacia el norte. A la izquierda del camino hay un cartel que reza "Pozo del Pescado".

"No hay cuidadores; aquí entra el que quiere", reconoce Mattos. Sin embargo, la propiedad está cercada y asegurada con un portón de madera, aunque sin candado. Apenas se ingresa a la finca, se sigue por un largo camino que desemboca en la capilla donde está la imagen del santo.

Exvotos, chupetes, escarpines, cuadernos infantiles, viejas fotos y hasta una larga melena son testimonios de los favores concedidos. Un hábito franciscano de niño, ya polvoriento, pende de un gancho. A la izquierda, hay unas escalinatas de piedras que conducen al célebre pozo. Este es rectangular, de unos 2,5 metros por 1,5 metros, y su borde está a nivel del suelo. Por cuatro caños gruesos fluyen, en forma abundante y permanente, chorros de agua cristalina. Aunque hace frío, el líquido es casi tibio.

"La gente viene aquí a llenar botellas con agua para bendecir la casa o para tener por cualquier emergencia. En verano, muchas madres bañan a sus hijos pequeños cuando están enfermos", agrega la vecina. "La gente es muy creyente. En cada familia siempre hay un Francisco o una Francisca. Mi hermana se llamaba así. Con mi padre veníamos al pozo a rogar por ella, porque se había quedado paralítica a los 11 años. Hicimos la promesa de que donaríamos a la curia la parte que ocupa la capilla, si se curaba mi hermana. Finalmente, después de 17 operaciones, pudo caminar y hasta se casó y tuvo un hijo", recuerda.

El agua de la fuente desborda hacia una zona más baja y forma una extensa laguna que se pierde debajo de los árboles. En la superficie se multiplican manchones de verde intenso: es berro.

"Dicen que el agua está bendita. Haga la prueba: llene una botella de plástico y téngala diez años o más. Cuando la abra, va a ver que el agua no se pudre, está tan limpia como cuando la sacó", desafía Audelina.