Por Fabián Soberón

PARA LA GACETA - TUCUMÁN 

En la película La condena, Karrer está parado, solo, frente a las luces de neón del bar Titanik. Está solo y la lluvia cae estrepitosamente. Karrer, impasible, espera. Un auto se estaciona en la otra acera. Se baja un hombre: es el esposo de su amante. Karrer espera. La cámara apenas se mueve y deja que el agua entre en el cuerpo de Karrer y que moje los ojos del espectador. Karrer cruza la calle y entra al bar Titanik. La cámara no lo persigue. Se queda ahí, del otro lado, y hace un leve movimiento hacia el costado, dejando que el encuadre abierto muestre la entrada de Karrer al bar. Mientras la imagen en blanco y negro cautiva a todos los ojos del mundo, la lluvia sigue su curso, indiferente.

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La cámara apenas se mueve y capta la fragilidad y el grado único del instante. Los planos se suceden como si el mundo estuviera solo para ser mirado. Las cosas y los hombres están fijos o se mueven y la cámara los sigue con una morosidad que recuerda al cine de Andrei Tarkovski. Sin embargo, aquí la cámara no es el ojo de Dios sino un artilugio pagano, impasible, que muestra en esa morosidad cómo cada detalle se agranda o se pierde en la amplitud del plano. Los hombres son lentos y la cámara se demora en esa lentitud. No apura las acciones. En esa concordancia crucial entre mirada y mundo está la clave del cine de Béla Tarr.

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Cuando está saliendo del bar, Karrer habla con la mujer que cuida la ropa. “La niebla entra en el hueco, en los pulmones, se mete en tu alma”, dice esa mujer. Karrer la deja y ella se queda con su prédica nihilista mientras el humo blanco se dispersa en la habitación silenciosa.

“Me gusta la lluvia, me gusta mirar cómo cae el agua por la ventana. Eso siempre me calma. No pienso en nada, solo miro el agua caer”, dice la amante de Karrer en otro bar. ¿Qué es la lluvia? ¿Qué entrega la lluvia en la película de Bela Tarr? El agua que cae sin sentido, sin futuro, de alguna manera piensa el destino de los antihéroes de Tarr y Krasznahorkai. Nada sigue un curso de éxito o de gloria, como la lluvia. Las cosas solo suceden y lo mejor que puede ocurrir es que los personajes eviten (infructuosamente) la demolición. La cámara de La condena se mueve lentamente, como si Tarr quisiera captar con ella ese lerdo y definitivo proceso de desintegración. Las cosas están ante los ojos. Los hombres miran mientras las cosas permanecen. Los hombres miran y aceptan en silencio el lento proceso de demolición: Karrer, su amante, el explotador dueño del bar, viven a sabiendas de que la vida está entregada a un caos que todo lo consume. Sin embargo, aceptan ese proceso como inevitable. La poesía de Tarr está en la mirada quieta y tensa sobre las cosas y los hombres. Una mirada impasible y, por tanto, nihilista. Un perro orina en medio de la lluvia solitaria, Karrer camina cerca del perro –acaso es un perro– mientras la lluvia lo inunda todo y lo arrastra todo.

La música del acordeón que acompaña algunas escenas es un estilete bello y melancólico. Los sonidos punzantes y solitarios, las melodías monótonas y persistentes no hacen otra cosa que acentuar la visible tragedia.

En un plano, Karrer, inmóvil, mira de espaldas a la cámara. Mira cómo la lluvia inunda el mundo. Karrer espera el momento oportuno para entrar a la casa de su amante. ¿Es este plano una síntesis de la estética de Tarr?

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El cine del director húngaro no se centra en las acciones, en la ley de causa y efecto, sino en los cuerpos. Los cuerpos agrandan el encuadre. Las cosas permanecen y los cuerpos se desintegran. Los planos, morosos, amplifican el proceso de desintegración de los cuerpos. “Todos los héroes se desintegran”, dice Karrer con una línea que remite a la narrativa pesimista de Krasznahorkai. Sólo las cosas, los vasos, la madera, los carros, las máquinas, los autos, permanecen.

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Fabián Soberón - Escritor, guionista, profesor de Estética del cine en la UNT.