El fútbol argentino no se juega únicamente en los estadios. También se define en los despachos con aire acondicionado y en esos pasillos que sirven para cónclaves apurados en los que la política se disfraza de gestión. En ese ámbito, los nombres pesan muchas veces más que los goles, y desafiar al poder puede costar más que un torneo: puede costar también una carrera, una reputación y hasta la historia de una institución, por más grande y gloriosa que sea.
Roberto Sagra y San Martín conocen muy bien esa sensación. En 2020, antes de la llegada de la pandemia de covid-19, el “Santo” lideraba de manera cómoda la Primera Nacional y todo parecía encajar: proyecto sólido, equipo competitivo, una hinchada que llenaba el estadio y media provincia ilusionada. Hasta que la suspensión y el reinicio arbitrario de los torneos desdibujaron esa realidad. Sagra no dudó; fue hasta las últimas consecuencias y llevó el caso al Tribunal de Arbitraje Deportivo (TAS). Fue un desafío directo al poder, un acto de convicción y de coraje; pero también un aviso: enfrentarse a quienes dominan el fútbol argentino deja cicatrices visibles y otras que duelen en silencio. “Con el tiempo creo que no fue una medida acertada”, supo reconocer el ex presidente “santo”.
En Córdoba la lección se repitió. Andrés Fassi, mandamás de Talleres, fue bien crítico con Claudio Tapia durante años. Sus denuncias eran públicas y sus palabras bien punzantes y ácidas: arbitrajes, ingresos televisivos, formatos de los torneos; todo eso criticaba con vehemencia el dirigente cordobés. Hasta que un corte de cinta en la ciudad deportiva de Instituto lo puso cara a cara con “Chiqui”. Allí no hubo palabras diplomáticas ni excusas; el pedido de disculpas fue claro, y Fassi reculó. Lo que se debatía en términos deportivos se convirtió en una cuestión de supervivencia política.
Andrés Fassi, presidente de Talleres, pidió perdón a "Chiqui" Tapia y Toviggino lo destrozó: “Traidor y mentiroso”Pero lo de Tapia no es novedad ni patrimonio exclusivo del fútbol. La lógica del poder concentrado atraviesa también a la política, y en la AFA tiene larga tradición. En tiempos de Julio Grondona, por ejemplo, Natalio Mirkin se animó a desafiar al sistema y su rebeldía no quedó impune. “San Martín padeció arbitrajes insólitos durante años y hasta sufrió quitas de puntos que derivaron en descensos”, supo asegurar en privado un dirigente cercano a Mirkin. Era la forma en que se “pagaba en cuotas” el atrevimiento de alzar la voz contra el poder absoluto.
“Esto es así, en el fútbol hay que tener cintura. De nada sirve tener plata, pero no saber acomodarte, y generar contactos y lazos. No podés enfrentarte porque tarde o temprano vas a terminar perdiendo. Te mandan un árbitro que te favorece y después te ‘acuestan’. Es una y una, y lo sabemos todos los que estamos en este ambiente. Y cuando te ‘acuestan’, tenés que poner cara de que te gusta”, sintetiza, sin rodeos, un dirigente tucumano que lleva años en su cargo. Lo dice con pragmatismo, pero también con una resignación que revela esas reglas que no están escritas en el reglamento del fútbol argentino: el que desafía, la paga.
Fassi y Sagra no son casos aislados. Son ejemplos de un patrón que se repite. El poder no sólo se mantiene por gestión o por resultados, sino por la capacidad de generar consecuencias para quien levanta la voz. Algunos se alinean, otros luchan hasta el último recurso, pero casi nadie logra salir indemne. El mensaje es claro: desafiar al poder implica un riesgo elevado, y la supervivencia exige estrategia, paciencia y valentía.
La historia reciente está plagada de episodios similares. Hace menos de un año, Talleres buscó frenar una Asamblea de la AFA que aseguraba la reelección de Tapia. La Inspección General de Justicia suspendió el acto. La AFA recurrió a la Justicia ordinaria y finalmente la asamblea se realizó. Tapia renovó su mandato y consolidó su posición. Fassi, como Sagra antes, quedó marcado porque la beligerancia tiene un límite y las estructuras consolidadas no esperan por nadie.
En su visita a Tucumán, "Chiqui" Tapia posó con la nueva camiseta alternativa de San MartínPero también hay enseñanza. La resistencia deja registro, memoria y aprendizaje. Sagra mostró que no todo está perdido; Fassi, que incluso los críticos más férreos deben medir fuerzas antes de actuar. Cada capitulación y cada ajuste de discurso revelan la lógica de un ecosistema en el que la política pesa tanto como el fútbol. En ese sector los goles importan, claro, pero las alianzas y los silencios calculados pesan igual o incluso más.
Un espejo
De esa manera el fútbol argentino se vuelve un espejo de la vida organizativa. Quienes desafían al poder enfrentan riesgos, y la única salida muchas veces es reconocer, ajustar y plegarse. Sin embargo, la memoria guarda los intentos, los desafíos y las batallas perdidas. Allí se mide la valentía, la paciencia y la capacidad de leer el tablero más allá de lo evidente.
Mientras los equipos compiten, los socios pagan sus cuotas y los jugadores se entrenan, detrás de cada partido se tejen acuerdos silenciosos, reconciliaciones forzadas y gestos de sumisión estratégica. La AFA, con Tapia al frente, se mantiene firme. Los que alguna vez levantaron la voz terminan alineados, porque el fútbol argentino, más que deporte, es poder concentrado. Y en ese sentido la pregunta queda flotando: ¿cuánto de lo que vemos en la cancha es habilidad y cuánto obediencia a una estructura que define reglas, castigos y premios?
El fuerte mensaje contra “Chiqui” Tapia que Javier Milei compartió: “Le hacen mal al fútbol argentino”En definitiva, las historias de Sagra y Fassi, como las de tantos otros, revelan lo mismo: en el fútbol argentino no existe espacio real para la disidencia. El que se anima a levantar la voz recibe la respuesta inmediata: sanciones, arbitrajes sospechosos, marginación en la mesa de decisiones y el repudio del resto de los dirigentes como una clara muestra de obediencia debida. El costo de enfrentarse es demasiado alto y el margen de maniobra, muy estrecho.
El sistema está diseñado para que nadie se corra del guion; y si alguien lo hace, la corrección llega rápido y sin contemplaciones. Se puede disentir en privado, murmurar en los pasillos, pero tarde o temprano hay que salir en la foto, pedir disculpas y alinearse.
Por eso, más que una democracia dirigencial, lo que se respira en el fútbol argentino es una monarquía de poder concentrado. Tapia y los suyos administran castigos y recompensas con la misma naturalidad con la que se programa una fecha del campeonato. En este fútbol, no gana el que debate mejor ni el que gestiona con más transparencia; gana el que se acomoda. Y mientras tanto, la ilusión de un fútbol más justo y abierto sigue esperando su turno, en un vestuario en el que las reglas están escritas con tinta invisible.