¿Dónde quedan la inocencia, la curiosidad y el descubrimiento en estas infancias atravesada por un fenómeno tan perturbador como el miedo? Será que en una sociedad fragmentada, violenta y regida por la lógica de las redes sociales crecer se transformó, en muchos casos, en un acto de supervivencia emocional.
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La infancia, ese paraíso perdido. “Es raro cómo se puede perder la inocencia de golpe, sin saber siquiera que ha entrado en otra vida”, escribió Julio Cortázar.
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Entonces nos asomamos a la vida habitando el mundo plenos de confianza, ajenos a los peligros, seguros de que el otro no representa una amenaza. Hasta que la realidad hace de las suyas y la inocencia se extingue. Hubo un antes, tal vez no tan lejano, en el que ese proceso llevaba tiempo; hoy es un cachetazo propinado desde cualquier pantalla. De pronto el mundo dejó de ser acogedor y mutó en un escenario hostil. Un lugar que da miedo.
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“Lo que antes llegaba con los años ahora se precipita en la niñez temprana”, sostiene Martín Agüero, psicólogo infantil y especialista en salud mental comunitaria. “Un chico de 8 años hoy puede tener acceso en su celular a la misma crudeza de imágenes que un adulto de 40 -apunta-. La diferencia es que no tiene las herramientas cognitivas ni emocionales para procesarlas. Eso abre la puerta a lo que yo llamo un ‘miedo prematuro’: un estado en el que la inocencia se ve reemplazada por la ansiedad y por la desconfianza”.
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Las redes sociales exponen, comparan y juzgan. Para un niño, navegar sin brújula por esos espacios resulta devastador. “Las redes no solo difunden violencia, sino que fabrican subjetividades basadas en la sospecha, la vigilancia y la autoexposición. El niño deja de ser niño en cuanto es arrojado a ese mercado simbólico donde todo es transacción: likes, seguidores, validación. La inocencia se vuelve incompatible con la lógica algorítmica que lo mide y lo compara constantemente”, concluye un informe internacional sobre juventudes y cultura digital. Librados a su suerte, los niños se construyen desde el miedo a no ser aceptados, a ser excluidos o -signo de la época- a ser humillados públicamente. Pasa a ser un miedo existencial.
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Vacío existencial
La Organización Mundial de la Salud viene advirtiendo que las ideas suicidas en niños y adolescentes han crecido en distintas regiones del mundo. Son fenómenos multicausales, unidos desde siempre a las carencias socioeconómicas y a la violencia intrafamiliar; lo nuevo en esta ecuación es la sobreexposición a entornos digitales hostiles y la erosión temprana de la inocencia emocional. “Cuando la inocencia se pierde demasiado pronto y lo que queda en su lugar es miedo, el niño se enfrenta a un vacío existencial que no sabe nombrar -señala Agüero-. Ese vacío puede convertirse en desesperanza y, en casos extremos, en ideación suicida. Lo trágico es que muchas veces los adultos no lo perciben porque confunden los síntomas con caprichos o cambios de humor propios de la edad”.
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“Nuestra sociedad convirtió el miedo en el eje de la experiencia colectiva. Miedo al otro, miedo a la pobreza, miedo al fracaso, miedo al futuro. Ese clima cultural permea en la infancia. Si la cultura no ofrece horizontes de confianza, la inocencia infantil se extingue como chispa en la tormenta. Y cuando lo único que queda es miedo, el niño siente que no hay refugio posible”. (Documento de análisis filosófico)
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En comunidades donde la violencia cotidiana se normaliza no hay espacio para el juego. Lo urgente es sobrevivir. “Las redes amplifican, pero la base es material -insiste el informe sobre juventudes y cultura digital-. No podemos pensar la pérdida de la inocencia sin atender a la desigualdad estructural, a la violencia sistémica que se vive en muchos barrios. Un niño que crece escuchando disparos o viendo cómo su familia lidia con la pobreza, inevitablemente reemplaza su inocencia por una alerta constante. Esa alerta es miedo. Y ese miedo, prolongado, puede mutar en angustia insoportable”.
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Todo conspira para que la infancia respire un aire contaminado de temor. Es una lógica del miedo que impide pensar en un futuro distinto, promisorio, diáfano. Al contrario; da la sensación de que todo puede ser peor.
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“Necesitamos volver a pensar la infancia como un espacio de alteridad sagrada, no como un nicho de mercado -sostiene-. Eso implica cambiar la narrativa cultural dominante: dejar de vender miedo y volver a cultivar relatos de esperanza, de solidaridad, de belleza. La inocencia no es ignorancia; es una forma de confianza en el mundo. Y esa confianza debe ser protegida colectivamente”. (Documento de análisis filosófico, segunda parte)
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No hay manera de regresar a un estado de ingenuidad absoluta, seguramente porque jamás existió. La inocencia no puede ser eterna. El problema es cómo se aceleró su pérdida y de qué forma la reemplaza un miedo corrosivo. La cuestión, entonces, no es cómo mantener a los niños aislados de la realidad, sino qué herramientas ofrecerles para transitarla sin que el miedo los aniquile. Crecer significa aprender que hay peligros, pero también que hay recursos para enfrentarlos, que el otro no es un enemigo, que la vida es difícil pero no está condenada al fracaso.
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“Proteger la inocencia no es conservar un mito. Es sostener el derecho más elemental de cualquier ser humano: el derecho a comenzar la vida sin miedo”.