Nunca estuvo tan banalizada la historia como en estos tiempos. No sólo banalizada: estrujada, dada vuelta, subestimada, insólitamente puesta al servicio de esta compulsión casi dramática a convertir el presente en un todo histórico absolutamente inapelable. Por eso lo mejor o lo peor de la historia es hoy, es ahora, a más tardar sucedió hace un rato. Se percibe esta suerte de desesperación por asegurarse de que lo contemporáneo es lo trascendente, ¿o será el terror solapado e inconfesable a aceptar la insignificancia de nuestro vertiginoso paso por el mundo? El ansia de protagonismo, la obligación de ser testigos, impone definiciones categóricas:
Messi es el mejor de la historia (por más que Pelé haya ganado tres Mundiales, convertido más de 1.000 goles y se haya retirado con “sólo” 36 años).
El de Alberto Fernández -o el de Macri, o el de De la Rúa, llene el espacio de acuerdo con su ideología- fue el peor gobierno de la historia (por más que Juárez Celman haya debido renunciar en medio del mandato cuando una asonada civil sembró las calles con casi 300 muertos).
Meryl Streep es la mejor actriz de la historia (por más que Anna Magnani haya protagonizado las joyas más cotizadas del neorrealismo y, cuando tuvo ganas, se marchó de Italia a Hollywood para llevarse un Oscar por “La rosa tatuada”).
“Toto” Caputo es el mejor ministro de Economía de la historia (en palabras del Presidente de la Nación).
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“La gente se olvida”, sentenció el gran Pete Townshend en un clásico de los Who.
La gente se olvida porque es conveniente.
Y porque nos hemos vuelto perezosos.
Alejandro Dolina dijo algo así como “a la gente no le gusta leer, sino haber leído”.
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Mientras los saberes milenarios y los descubrimientos científicos conviven con los posteos virales y el trending topic del momento, al conocimiento histórico le cuestionan su legitimidad. No por carecer de valor, sino porque ese valor ha sido desplazado, degradado, hasta el punto de confundirse con la opinión sin fundamento, la manipulación interesada o, peor aún, la mentira convertida en verdad a fuerza de repeticiones. Ese proceso por el cual los hechos se recortan, tergiversan o reducen hasta lo irreconocible para ser consumidos como entretenimiento o usados como arma ideológica es la banalización de la historia. Una amenaza concreta para el pensamiento crítico, cuyos efectos saltan de las redes sociales al sistema educativo, a los discursos políticos y a los medios de comunicación.
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“La historia es un campo de batalla”, sostuvo el historiador británico Eric Hobsbawm, advirtiendo que cada época reinterpreta el pasado de acuerdo con sus intereses. Pero lo que estamos presenciando hoy, advierten expertos de diversas disciplinas, ya no es solo una reinterpretación sino un vaciamiento de sentido. En el ecosistema digital, el conocimiento académico -riguroso, debatido, documentado- pierde espacio frente a una narrativa fragmentada, emocional, hecha a medida del algoritmo. Esa lógica impacta de lleno en las formas de enseñar y de aprender.
¿Le devolvemos la calle a Roca o lo bajamos del bronce?*
El panorama se agrava cuando los temas históricos son abordados sin intervención de especialistas. “La historia es demasiado importante como para dejarla en manos de los políticos o de los influencers”, apunta Yuval Noah Harari, advirtiendo que la manipulación del pasado es una de las estrategias más eficaces para moldear identidades, justificar políticas y generar adhesiones viscerales. Cuando la historia se convierte en una pieza más de las guerras culturales -tan de moda-, el historiador se vuelve sospechoso: su oficio, su método, su voz crítica incomodan a un mundo que prefiere certezas rápidas antes que preguntas complejas.
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El caso de Roca
Volvemos a la espinosa cuestión de Julio Argentino Roca y de la Campaña del Desierto, episodio que el historiador Luis Alberto Romero pide analizar a partir del contexto de la segunda mitad del siglo XIX. ¿En qué pensaba la Generación del 80 al plantearse el tema de “el indio”? Tal vez en la definición que brindó Bartolomé Mitre en su “Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina”. Escribió Mitre: “la popularidad que adquirió (Belgrano) entre los indios fue inmensa, conquistándolos a la causa de la revolución (...) a pesar del carácter pérfido que es proverbial en ellos y del odio secreto que profesan a la raza española”.
Proponen un debate sobre la figura de Julio Argentino RocaEl contexto lo es todo. Siempre lo fue.
Esto no cierra un debate histórico, ni siquiera lo obtura; más bien lo habilita. Se trata de uno de los muchos disparadores posibles. En cambio, con la banalización como bandera, es mucho más fácil armar un Boca-River, en el que Roca oscila entre el genio y el genocida de acuerdo con el filtro que se imponga a su lectura.
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Es que la historia parece haberse convertido en un recurso de consumo rápido. Se comparte, se cita y se juzga sin contexto, con afirmaciones tajantes que van del elogio desmedido a la condena feroz. Esta banalización no solo empobrece el conocimiento histórico, sino que distorsiona la manera en que las sociedades se comprenden a sí mismas. Es a partir de ahí que aparece esta forma tan nociva del fenómeno: la tendencia a creer que lo mejor o lo peor de la historia está ocurriendo ahora mismo, como si el presente fuese el punto culminante de toda la experiencia humana.
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No es más que una ilusión, alimentada por discursos políticos, medios de comunicación y plataformas digitales que responden a una lógica emocional más que racional. Los acontecimientos del presente -la polarización, las crisis, los avances tecnológicos, los conflictos globales, hasta los personajes de la época- se viven con tal intensidad que tienden a opacar la memoria histórica. “Vivimos en una era de amnesia, donde cada generación cree que sus problemas son inéditos”, afirma el historiador Tony Judt. Lo que sucede entonces es que dejamos de pensar históricamente. Cuando todo parece nuevo y excepcional, no hay aprendizaje de lo anterior. Se pierde el sentido de los procesos de largo plazo, reemplazados por lecturas simplificadas. La historia banalizada de hoy es un espejo deformante, donde el presente se magnifica y el pasado es un meme.
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Revalorizar el pensamiento histórico riguroso es un desafío. Eso implica enseñar y comunicar la historia con profundidad, pero también con capacidad crítica y sensibilidad hacia los matices. No se trata de negar la importancia del presente, sino de ubicarlo en su justa medida: como un episodio más -y no el único ni el definitivo- de una trama mucho más extensa. Parece mucho pedir, por más que se trate de un acto de responsabilidad cultural.
Sí, parece mucho pedir.