Este fin de semana, los ojos del mundo se posan nuevamente sobre el Principado de Mónaco. Se corre el Gran Premio, la joya del calendario de la Fórmula 1: un circuito angosto y desafiante, trazado entre curvas cerradas, túneles y muelles donde se alinean yates multimillonarios.

No es una pista convencional, sino un circuito callejero que se arma especialmente para esta ocasión, una vez al año, en el corazón mismo de Montecarlo. Los fanáticos lo siguen desde tribunas improvisadas, balcones históricos o cubiertas de barcos de lujo. Las calles se llenan de celebridades, los hoteles se reservan con meses de antelación, y las terrazas más exclusivas se convierten en pasarelas de moda y alta sociedad. Más que una carrera, es un espectáculo global, una postal viva de lo que significa el estilo de vida monegasco.

En ese escenario, Franco Colapinto vuelve a correr este domingo con el equipo Alpine en la Fórmula 1, tras haber terminado 16º en el Gran Premio de Imola la semana pasada. Su participación activa la memoria del automovilismo argentino, porque otros compatriotas ya supieron dejar su huella en estas mismas curvas. Juan Manuel Fangio ganó en Montecarlo en 1950 y 1957, mientras que Carlos Reutemann lo hizo en 1980.

La victoria en Montecarlo no vale más puntos, pero vale más memoria. Es una marca simbólica. Los fanáticos recuerdan quién la ganó. Las escuderías la exhiben con orgullo. Y los pilotos, incluso los campeones del mundo, sueñan con ganarla al menos una vez.

Pero mucho antes de que los motores rugieran, hubo otro tipo de espectáculo que cambió para siempre la historia del Principado. Porque si hoy Mónaco es sinónimo de lujo, es porque en algún momento su nombre dejó de ser el de una roca olvidada en el mapa europeo y empezó a estar en boca de todos. Entonces, ¿Dónde empezó esa historia?

En 1955, el Principado de Mónaco era poco más que una postal con vista al Mediterráneo. A pesar de su famoso casino y de una historia marcada por la nobleza europea, enfrentaba por entonces una amenaza existencial. Francia presionaba para integrarlo como parte de su territorio. El pequeño estado no tenía herederos claros ni un plan económico sostenible. Su soberanía pendía de un hilo. Fue en ese contexto que la familia Grimaldi ideó una estrategia que combinaba amor, política y espectáculo: vincular al príncipe con una figura que pudiera proyectar al mundo una imagen de lujo y estabilidad. Hollywood, literalmente, apareció en escena.

El 6 de mayo de 1955, durante el Festival de Cine de Cannes —por entonces en su apogeo como epicentro cultural y social de la crème de la crème internacional— la actriz y estrella del cine Grace Kelly, viajó desde la vecina ciudad francesa hasta Mónaco para una sesión de fotos organizada por la revista Paris Match. Recién había ganado el Oscar por The Country Girl (La angustia de vivir) y presentaba la película To Catch a Thief (Atrapa a un ladrón), rodada parcialmente en la Riviera. El plan original era una actriz famosa recorriendo el palacio del príncipe para una producción. Pero ese día, en un jardín real y entre jaulas de animales exóticos, empezó una historia que transformaría para siempre la imagen del Principado.

Grace Kelly tenía entonces 25 años. Nacida en Filadelfia en el seno de una familia acomodada, su padre, John B. Kelly, había sido campeón olímpico de remo y era uno de los empresarios de la construcción más exitosos del país, favorecido por el New Deal. El príncipe Rainiero III, por su parte, tenía 32 y llevaba seis años al frente del trono de Mónaco. Durante esa primera visita, pasearon por los salones del palacio, conversaron en el jardín y se dejaron retratar para la prensa. Ella vestía un traje de tafetán floral con una tiara improvisada de flores; él acarició a un tigre herido que había traído de África, como si todo formara parte de un set cuidadosamente armado.

La conexión fue inmediata. En los meses siguientes mantuvieron correspondencia privada, mientras Grace terminaba su última película. Para las fiestas de fin de año, Rainiero viajó a Filadelfia, visitó a la familia Kelly y pidió formalmente la mano de la actriz. Allí también se negoció una condición impuesta por la corte monegasca: el pago de una dote de dos millones de dólares, una suma que hoy equivaldría a unos 20 millones. Aunque la familia Kelly consideraba el pedido como una tradición antigua, el padre de la actriz asumió la responsabilidad económica, convencido de que ese matrimonio consolidaría el ascenso social de su hija en una estructura nobiliaria que aún medía el linaje y los títulos.

También se acordó que Grace rompería su contrato con MGM. A cambio, el estudio obtendría los derechos exclusivos para filmar la boda, lo que transformó al evento en un espectáculo global. El 18 de abril se realizó la ceremonia civil, y el día siguiente, la boda religiosa en la Catedral de San Nicolás fue televisada a más de 30 millones de personas. Fue una de las primeras bodas reales transmitidas en vivo, marcando el nacimiento del fenómeno global de las bodas mediáticas. Desde ese día, el nombre de Mónaco resonó en los cinco continentes.

El matrimonio significó también el retiro definitivo de Grace de su carrera cinematográfica. Si bien Alfred Hitchcock intentó tentarla en 1962 para protagonizar Marnie, Rainiero no lo permitió. Hitchcock no había sido un director más: fue su mentor artístico y el gran impulsor de su carrera. Con él filmó tres de sus películas más icónicas —Rear Window (La ventana indiscreta), Dial M for Murder (Crimen perfecto) y To Catch a Thief (Atrapa a un ladrón)— y él mismo la definía como su musa ideal.

Pero en Mónaco, se prohibió la proyección de sus películas y en 1964 durante una entrevista, Kelly admitió que echaba de menos actuar. Cada vez que intentó involucrarse en proyectos artísticos, encontró resistencia tanto en su entorno como en la prensa local. Lo que en un comienzo había sido un gesto de amor terminó funcionando también como una herramienta política: ella se convirtió en la imagen del nuevo Mónaco; su carrera, en el precio a pagar.

La pareja tuvo tres hijos: Carolina, Alberto y Estefanía, pero la relación con Rainiero tampoco fue el idilio que el mundo imaginaba. A semanas de la boda, se hablaba ya de posibles infidelidades. Grace, que había dejado atrás la exigencia de los estudios de cine, descubrió pronto que el protocolo monárquico podía ser incluso más restrictivo. Su suegra, la princesa Carlota, nunca la aceptó del todo, y su cuñada Antonieta la trataba con frialdad. En ese clima, la nueva princesa fue perdiendo protagonismo fuera del palacio y fue alejándose de sus pasiones.

Grace no tuvo un final feliz, tuvo uno salido de una película. El 14 de septiembre de 1982, a los 52 años, sufrió un derrame cerebral mientras conducía por una ruta de montaña junto a su hija menor, y el auto se precipitó por un barranco. Grace murió al día siguiente en el hospital, Estefanía sobrevivió. Con el tiempo, circularon especulaciones sobre quién iba realmente al volante, alimentando teorías que agregaron un tinte de misterio al cierre de una vida que, en muchos sentidos, siempre pareció escrita para la pantalla.

El mes pasado se cumplieron también veinte años de la muerte del príncipe Rainiero, ocurrida en abril de 2005. Nunca volvió a casarse. Gobernó durante más de cinco décadas y transformó al Principado en un enclave moderno, económicamente sostenible y con una proyección internacional que aún hoy perdura. Entre los monegascos se lo recuerda con afecto, por haber guiado con firmeza a un país que, en los años cincuenta, parecía condenado a desaparecer.

Juntos, dieron fruto a Carolina de Mónaco. Y es desde su historia que se conecta la segunda parte de esta nota.