Ginebra, Hathersage y las patrias íntimas

Ginebra, Hathersage y las patrias íntimas

“De todas las ciudades del mundo, de todas las patrias íntimas que un hombre busca merecer en el transcurso de sus viajes, Ginebra me parece la más propicia para la felicidad”, dijo Jorge Luis Borges.

Ginebra, Hathersage y las patrias íntimas

Por Daniel Dessein

Para LA GACETA - HATHERSAGE (Inglaterra)

Una invitación de Naciones Unidas me trae a Ginebra a participar de una sesión del Consejo de Derechos Humanos (CDH). La sala del CDH, donde tiene lugar, ofrece un marco imponente. La cúpula alberga una obra de arte de Miquel Barceló: un enjambre de estalactitas de colores en una superficie de 900 metros cuadrados. Debajo de él, centenares de delegados de 47 países se distribuyen en las 754 sillas distribuidas detrás de una serie de filas de mesas semicirculares concéntricas. En los últimos días, en el mismo ámbito, se debatió sobre la guerra en Ucrania, el cambio climático, la polarización y el hambre en algunos de los puntos más álgidos del planeta.

La diversidad en la sesión y en los pasillos es impactante. Se cruzan todos los acentos y una amplia gama de atuendos. La sede de la ONU es un aleph en el que parecen concentrarse las variantes de la aventura humana. La convivencia pacífica allí, incluso de representantes de pueblos enfrentados, sostiene la esperanza de un consenso posible sobre algunos puntos básicos para el cuidado del planeta y de la armonía entre sus habitantes. En esta Babel cultural se escuchan argumentaciones sólidas, articuladas y abiertas al intercambio. También monólogos paralelos y mecánicos que alimentan el escepticismo.

Después de mi sesión, recorro la ciudad con Katy, traductora simultánea de la ONU que tiene la ardua tarea de tender puentes de comprensión con velocidad y precisión para el intercambio fluido de posiciones sobre asuntos delicados. Katy me lleva a la Grand Rue, en la ciudad vieja, y me muestra una frase en francés grabada en una placa de granito adherida a la pared de una casa. “De todas las ciudades del mundo, de todas las patrias íntimas que un hombre busca merecer en el transcurso de sus viajes, Ginebra me parece la más propicia para la felicidad“. La frase es de Borges, quien eligió la ciudad para morir.

Mi viaje sigue hacia el norte de Inglaterra. Después de combinar varios trenes que atraviesan la campiña francesa, cruzo el canal de la Mancha por el túnel de 50 kilómetros que conecta al continente con la isla y luego recorro otros 400 kilómetros hasta llegar a Hathersage, un pueblo rural de 2.000 habitantes, en el condado de Derbyshire. Me esperan David y María del Mar, unos amigos sevillanos que vivieron aquí, tiempo atrás, durante un año, y adonde vuelven cada vez que pueden. Me reciben el día de la fiesta anual del pueblo, celebración en la que los vecinos se congregan en un predio en el que montan juegos para chicos, realizan competencias deportivas, concursos y un desfile en el que se disfrazan y cantan mientras recorren la calle principal.

“Todos tienen una historia, ¿cuál es la tuya?” dice un letrero en un local de venta de equipamiento para ciclismo de montaña, la principal actividad deportiva de la zona. La presencia de un forastero ofrece la oportunidad para hacer esa pregunta. Conozco así la de Simon, un bombero voluntario, tercera generación de habitantes del pueblo, como un alto porcentaje de ellos. Y la de Fiona, una escocesa que se enamoró del pueblo y nunca más se fue.

Hathersage también tiene su historia. En el jardín de la iglesia principal sobresale la tumba de Little John, inspirador del personaje de la historia de Robin Hood, cuyos bosques de Sherwood están muy cerca de aquí. El hotel más famoso de la zona es el George, una vieja posta del siglo XIV luego convertida en un parador que visitaba Charlotte Brontë y donde se inspiró para escribir Jane Eyre.

Hathersage, al igual que los otros pueblos del condado, se caracteriza por su arquitectura homogénea. Todas las casas están construidas con piedra gris del lugar en un mismo estilo.

En pequeña escala, en Hathersage se repiten los problemas del mundo con la potencia de la cercanía. Vecinos, herederos de rivalidades familiares, que no se saludan, aún sin conocer los pormenores de conflictos desdibujados por el paso del tiempo.

David, María del Mar y sus hijos habían llegado al lugar por primera vez por una página web de intercambio de casas. Una pareja de ingleses se instaló en la suya en Sevilla y ellos llegaron al pueblo para vivir allí durante un año. La adaptación no fue fácil al principio. Las costumbres eran muy distintas y rígidas. Los locales, por ejemplo, comían a las cinco de la tarde y ellos a las nueve. A las seis, su hijo Jaime salía a la calle a jugar solo con una pelota. Un día un niño vecino se le sumó y luego otros, desafiando la desaprobación de los adultos y creando una costumbre que se mantiene hasta hoy.

Le pregunto a David por qué vuelven al pueblo. Me responde con una anécdota. El día que volvían a España después del año de estadía, buscaron a uno de sus hijos en el colegio en el que asistía a su última clase. Todos los alumnos y profesores los esperaban formados frente a la puerta, encabezados por el director, un inglés tosco y quejoso por los cambios de conducta que el alumno extranjero había introducido en el hasta entonces ordenado esquema escolar. David, que había cruzado con el director unas pocas palabras a lo largo de todo el año, le extendió la mano para estrechársela. El director lo tomó de los hombros y, mientras se le escapaba una lágrima, le dijo: “vuelvan”.

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