El 9 de julio y la argentinidad

El 9 de julio y la argentinidad

El 9 de julio y la argentinidad
09 Julio 2023

Enseñanza para pensar el futuro*

Por María Sáenz Quesada

Si miramos lo ocurrido en Tucumán, la enseñanza surge de los hechos. En 1816, en el año más infausto de la revolución americana, los diputados de una parte de los pueblos que hoy conforman la República Argentina tomaron decisiones que trascendieron el corto tiempo de sus vidas.

En el escenario mundial francamente hostil a las ideas de origen revolucionario, declarar la Independencia constituía un paso sin retorno si la suerte de las armas les era adversa. En el actual territorio argentino, la anarquía ponía en duda la capacidad del Congreso para expresar la voluntad general; la penuria económica dificultaba la marcha cotidiana de las deliberaciones, y todo esto hacía peligrar los tres frentes militares en juego: el Alto Perú, Chile y la Banda Oriental.

No obstante aquellos clérigos, frailes y doctores se atrevieron a fundar un país de límites imprecisos y cuya forma de gobierno, monárquica o republicana, no estaban en condiciones de definir. Ellos cumplieron su tarea. ¿Cuál es la nuestra?  Sin duda, ayudar a construir un país más serio que haga posible una sociedad más justa y que nos invite, más allá de las incertidumbres del presente, a pensar en un futuro común. La oportunidad está abierta.

© LA GACETA

*Artículo publicado en 2016.

La Independencia para una Comunidad de Hombres Libres*

Por Roberto Cortés Conde

Al tiempo del Congreso de Tucumán, las revoluciones sudamericanas pasaban por la experiencia generalizada de la derrota.  En Chile, con la batalla de Rancagua, terminaba la Patria Vieja.  Bolívar estaba exilado en Jamaica. En Sipe Sipe había sido derrotado el Ejército del Norte. La frontera quedó defendida por Güemes mientras San Martin  preparaba en  Cuyo su plan americano.  

No mucho tiempo atrás, en mayo de 1810 se había instaurado el primer gobierno patrio en coincidencia con las revueltas españolas contra Napoleón y la formación de juntas populares. Se vivía una ola revolucionaria en el mundo iniciada con la revolución norteamericana en 1776 y la francesa de 1789. En cambio en 1816, al tiempo la declaración de la Independencia y con Napoleón derrotado, la reacción restauradora se había consolidado y las potencias europeas se habían comprometido a eliminar todo desafío a la legitimidad monárquica, que solo parecía resistir en la América del Sur. Fernando VII, repuesto en el trono, buscaba recuperar las colonias con el apoyo de los países de la Santa Alianza. Los congresales de Tucumán, en quizá uno de los momentos más tristes de la nueva Nación, tuvieron el valor de desafiarlas, declarando la independencia y consolidando así el proceso que había comenzado en 1810.

Con ello se sustituyó el viejo orden político, el de la monarquía absoluta, por uno para   una comunidad independiente de hombres libres, democrática, de igualdad de derechos y división de poderes. Con todas sus dificultades, avances y retrocesos, ese orden quedó consagrado en nuestra Constitución en 1853, que es nuestro pacto histórico de convivencia. Estos son los valores que ratificamos al conmemorar la declaración de la Independencia, ese día ya lejano del 9 de julio en la ciudad de Tucumán.

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*Artículo publicado en 2016.

Profundizar la independencia

Por Santiago Kovadloff

Cuando una independencia no se profundiza a través del desarrollo, de la búsqueda de mayor equidad social, del reaseguramiento de su independencia territorial, entonces no se está honrando el pasado. El verdadero proceso de celebración es, entonces, la asunción de la tarea específica que nuestro tiempo nos impone para ganar más independencia. Un buen celebrante es fundamentalmente alguien que es consciente de las tareas que debe enfrentar para que el país decididamente crezca.

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* Fragmento de una entrevista publicada en este suplemento en 2016.

9 de julio en año malo *

Por Abel Posse

Nuestros desiertos son más insidiosos que aquellos en que señoreaba en la noche la mirada del puma cerca de la destartalada posta. Ya no hay aquellas jaurías cimarrones persiguiendo las galeras y su torbellino de polvo, donde los doctores y monseñores convergían hacia la magna cita - o desafío- de Tucumán.

En nuestro desierto no hay pajonales, pumas, amenazas de indios ni el silencio de esa noche estrellada como si el mundo acabase de crearse.

Nuestro desierto tiene otras fieras y miserias. Se trata de la negatividad, del olvido del básico amor y orgullo de Patria y soberanía.

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* Fragmento de un texto publicado en estas páginas en 2002.

Patria augusta

Por Carlos Duguech

Veintinueve varones en la cima

de un alto patriotismo deliberan

en congreso de voces que no esperan

sino aquello que aporte en ese clima,

que borre el desencuentro que lastima

hasta el alma de aquellos que cubrieran

con sangre y con exilio,  pues laceran

la esperanza de patria que sublima

al nacer como patria independiente.

(Pese al acta y su vuelo ya extraviado,

casi propio de patria adolescente).


Que en la casa del suelo tucumano

converjan la mirada y el ansiado

despertar de una patria y el humano

clamor de una Argentina libre y justa,

de todos, para todos, Patria augusta.

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El 9 de julio y la argentinidad

¿1810 o 1816? *

Por Noemí Goldman

Celebrar 1810 o 1816 como el día en que nació la Patria fue objeto de disputa en distintos momentos de nuestra historia. El 25 de Mayo simbolizaba la “feliz revolución”, pero quedaba asimismo asociado a Buenos Aires y al centralismo; el 9 de julio prefiguraba una patria integrada de las provincias, aunque el congreso en cuyo seno se declaró la independencia fracasaba en su intento de crear un Estado-nación. Si volvemos la mirada a los tempranos años de 1810 podemos, sin embargo, encontrar otros puntos de mayor acercamiento así como de diferencia entre estas fechas que van más allá de la simple oposición entre Buenos Aires y el Interior.

Pues, a partir de 1808 la invasión napoleónica a España y las abdicaciones de Bayona enfrentaron al conjunto de los habitantes del virreinato del Río de la Plata, al igual que en el resto de Hispanoamérica, con el problema de la vacancia del poder real y de la urgencia por garantizar la gobernabilidad de los territorios de ultramar. A la confusión inicial le sucedió un proceso de politización creciente en las acciones y en los lenguajes que pudieron, indistintamente -según la mayor o menor radicalidad de los protagonistas del período-, nutrirse de una combinación de tradiciones y concepciones que derivaban conjuntamente de la tradición hispánica, de las teorías del derecho natural y de gentes y de la Ilustración, donde predominaron las ideas pactistas según las cuales era necesario el consentimiento de los integrantes de una sociedad para fundar una nueva autoridad política.

A medida que avanzaba la crisis, como reacción a la actuación de los gobiernos metropolitanos (Junta Central, Regencia y Cortes), pero asimismo en uso de los “derechos originarios” o los “derechos imprescriptibles”, o con la introducción de nuevos “principios” que afirmaban la calidad “soberana del pueblo” como principio constitutivo de la autoridad, frente a la condición colonial existente; los criollos rioplatenses tendieron a legitimar la reasunción completa de la soberanía en los pueblos. Pero 1810 es un año de dilemas e incertidumbres: por una parte se afirma, en la ciudad de Buenos Aires, un gobierno autónomo que logra concitar el apoyo de varias de las provincias del virreinato, por el otro se mantiene la fidelidad a Fernando VII.

El “arma” de la soberanía

Si la asamblea constituyente, reunida en Buenos Aires en 1813, excluyó de su fórmula de juramento la fidelidad a Fernando VII, fue el Congreso reunido en Tucumán en 1816 el que proclamó la definitiva independencia de las Provincias Unidas en Sud-América. Pero asimismo dejaba atrás a la “revolución” para conservar el “orden”, al mismo tiempo que Buenos Aires prestaba su apoyo a la guerra de independencia devenida continental. Entre 1811 y 1817 el Alto Perú fue escenario de lucha permanente entre fuerzas realistas y expediciones “libertadoras”; en Salta, Martín Güemes organizó un ejército de “gauchos” para detener las invasiones realistas; y en Cuyo San Martín preparó el cruce de los Andes para liberar a Chile.

Pero desde 1810 fue el “arma” de la soberanía la que se esgrimió en todos los pueblos porque se consideraba legítima la existencia de diversas entidades soberanas, “naciones”, “repúblicas”, “ciudades soberanas”, “estados” independientemente de su tamaño y poder. La aparición de las dos tendencias que predominaron en la escena pública rioplatense durante la primera mitad del siglo XIX -la que sostuvo la existencia de una única soberanía como base para la creación de un Estado-nación unitario opuesta a la que defendía la creación de tantas soberanías como pueblos (ciudades convertidas “provincias” luego de 1810)- iba a dividir por igual tanto a porteños como a provincianos.

La Revolución de Mayo inauguró un ciclo fundacional de experiencias que integra la declaración de la independencia de 1816.

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* Artículo publicado en 2015.

El Congreso de 1815*

Por Pacho O´Donell

Reivindicar el Congreso entrerriano convocado por Artigas no supone devaluar el tucumano, ya que a ojos vistas son complementarios, pues uno reunió a las provincias andinas, las cuyanas, las del noroeste y las altoperuanas, a las que se sumó Buenos Aires luego del fracaso de su intención de organizarlo en su territorio. En cambio, el de Concepción del Uruguay convocó a las litorales: la Banda Oriental, las Misiones, Corrientes, Entre Ríos y Santa Fe, a las que se agregó una parte de Córdoba. Todas ellas dominadas por el bando federal, razón por la cual quienes escribieron nuestra historia, los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX, los unitarios rebautizados liberales, no pusieron entusiasmo en reivindicarlo. La misma estrategia se aplicó al condenar al ostracismo histórico al gran jefe federal José Gervasio Artigas, un prócer de dimensión rioplatense y latinoamericana.

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* Fragmento de una entrevista publicada en estas páginas en 2015.

Patrimonio glorioso de nuestra provincia*

Por Teresa Piossek Prebisch

La Declaración de la Independencia es una etapa dentro de un proceso muy largo cuyos comienzos hay que rastrear en el pensamiento político europeo del siglo XVIII. Durante el XIX la idea independista cobró impulso en las colonias hispanoamericanas manifestándose en el Alto Perú, Paraguay, Uruguay y actual Argentina, y fue expuesto, aunque tímidamente, por algunos protagonistas de la Revolución de Mayo.

Había un deseo generalizado de liberarse del gobierno español, de ser una nación independiente, lo que conllevaba el problema de bajo cuál sistema político se la organizaría; por eso -repito- se desencadenó un proceso que duraría varios años. Durante ellos se celebró el Congreso de Los Pueblos Libres o Congreso de Oriente, convocado por Gervasio de Artigas, en Concepción del Uruguay, el 29 de junio de 1815. Una corriente histórica sostiene que en él se declaró la Independencia no sólo de España sino también de toda otra dominación extranjera… razón por la cual esa fecha sería la de la declaración de la Independencia de nuestro país.

No existen actas de dicho Congreso; sin embargo, del estudio de fuentes bibliográficas y documentales realizado por la Academia Nacional de la Historia, se concluye que tales afirmaciones “no se encuentran respaldadas por documentos históricos explícitos”. Que en “ellos no hay ninguna mención concreta de semejante propósito o declaración de la Independencia. La única gestión que aparece allí documentada es el envío de una misión a Buenos Aires, para celebrar la paz…”

Por lo tanto, el Congreso de los Pueblos Libres debe ser considerado sólo como un suceso más del proceso independista. La efectiva Declaración de la Independencia se concretó en San Miguel de Tucumán que, en un momento histórico crítico, signado por la desunión de las llamadas Provincias Unidas y por la amenaza de una invasión armada proveniente de España, brindó el ambiente propicio a la celebración del histórico Congreso de 1816.

Lo brindaba por el prestigio ganado con el triunfo del 24 de septiembre de 1812, decisivo para la independencia argentina y sudamericana. Por ser asiento del Ejército del Norte y baluarte de contención del avance realista desde el Alto Perú. Por su posición en el centro geopolítico del país. Por haber sido erigida como Provincia del Tucumán en 1814. Por el espíritu cívico de su población que se manifestó desde la ayuda militar dada a Buenos Aires ante las Invasiones Inglesas. Por la acción e influencia moral de uno de los próceres tucumanos más ilustres: el coronel Bernabé Araóz.

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*Artículo publicado en 2016.

El 9 de julio y la argentinidad

Dilemas de 1816*

Por Vicente Massot

Los principales dilemas -nada fáciles de resolver, por cierto- a que dieron lugar la Revolución y el proceso independentista fueron a mi juicio: ¿centralismo o federalismo?; ¿república o monarquía?; ¿Cuyo o la Banda Oriental? y ¿secesión o autonomía dentro del Imperio? Quedan planteados así algunos de los problemas, disyuntivas, dificultades e incertidumbres que hicieron presa de las elites políticas rioplatenses en el marco de un proceso en cuyo origen el reclamo independentista y el de la forja de una nueva nación resultaron difusos. Los dilemas apuntados traslucen las tensiones, de todo tipo, que produjo la vacatio regis a partir de la llamada Farsa de Bayona en 1808. A partir de un suceso inesperado -la ausencia del rey- la cuestión que se abre a debate es cuál es el nuevo sujeto de soberanía. Bayona, más allá de la perfidia borbónica, importó un acto de carácter subversivo cuyas consecuencias se hicieron sentir apenas terminada la charada. Porque no solo un advenedizo genial -entonces dueño de Europa- se permitió poner fin a una dinastía y clausurar, al mismo tiempo, un principio de legitimidad milenario sino que, al hacerlo, puso entre paréntesis las bases de la obediencia de todo un imperio. Nadie necesitaba explicarles a los españoles y a los hispanoamericanos por qué debían obedecer a Fernando; era el heredero natural y su asunción al trono resultaba congruente con una tradición que todos compartían y respetaban. Nadie hubiese podido, siguiendo idéntico criterio, pedirles a los mismos pueblos que acatasen las órdenes y reconociesen la autoridad de José I, precisamente porque contrariaba de manera flagrante la lógica de esa tradición. Claro que cuando el rey faltó y pasó a ser “el Deseado”, ¿qué debían hacer sus súbditos, a quién le debían obediencia, quiénes podían asumir la potestad de mandar y por qué? Estos interrogantes plantean en toda su dimensión el componente revolucionario que arrastraba Bayona.

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