Jaque a la representación

Los debates en torno de la política, comúnmente, giran en torno de dos de los tres cimientos de nuestra forma de gobierno. A la hora de la calidad institucional, la cuestión orbita alrededor de la república. Y al momento de tratar la distribución de los recursos públicos, la discusión se enfoca en el federalismo. Con lo cual, el abordaje respecto del sistema representativo suele estar postergado. Pero ahora, pocos días después de la oficialización de candidaturas para el 14 de mayo, el asunto se torna impostergable. El régimen electoral vigente, aquí, sigue lesionando la representatividad.

“Nos los representantes…”, comienza diciendo el Preámbulo de la Constitución Nacional. Luego, el artículo primero reza: “La Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa republicana federal, según la establece la presente constitución”. Enseña María Angélica Gelli que “los constituyentes de 1853 no crearon una forma de gobierno, sino que la adoptaron, tomándola del modelo norteamericano”. Y a ese sistema ya creado, advierte ella, le otorgaron perfiles propios.

Entonces, tras la reforma de 1994, esa representatividad se ha visto morigerada. Se adoptaron institutos de democracia semidirecta, como la iniciativa popular para presentar proyectos de leyes, y como los mecanismos de consulta popular (artículos 39 y 40 de la Carta Magna). Sin embargo, el artículo 22 sigue garantizando el sistema representativo. “El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución. Toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de éste, comete delito de sedición”.

Mejor democracia

La importancia del sistema representativo, por cierto, no es meramente mecánico. Su trascendencia opera, también, en un elemento que detecta Gelli en su “Constitución de la Nación Argentina comentada y concordada”. En ese primerísimo y trascendental artículo primero, la Ley Fundamental de los argentinos no menciona la palabra “democracia”.

El tucumano Juan Bautista Alberdi, nacido en 1810, ha sido testigo de la guerra de la independencia y de la guerra civil, así como del despotismo de Juan Manuel de Rosas. Conoce el horror de la anarquía y el oprobio del autócrata. Así que no quiere la tiranía de uno, pero tampoco la tiranía de muchos. Y concibe que la representatividad es una forma de ejercer la democracia sin desbordes.

Así de trascendental es la representatividad. Consecuentemente, así de imprescindibles son los partidos políticos. El artículo 38 de la Constitución los declara “instituciones fundamentales de la democracia” a partir de la enmienda de 1994. Pero antes de esta modificación, ya la Corte Suprema de Justicia de la Nación los había enaltecido. “El sistema representativo y el sistema de partidos han llegado a ser sinónimos”, dice el fallo “Ríos”, que data de 1987. Como se ha narrado varias veces aquí, esa sentencia versa sobre un planteo del ciudadano Antonio Jesús Ríos, quien reivindicaba su derecho a ser candidato a diputado sin tener que postularse mediante una agrupación política. La sentencia rechaza esa pretensión y advierte que si bien el valor de la “libertad” es sustancial, en toda votación es primordial la “claridad”. Todos tienen derecho a ser candidatos, pero si todos lo fueran al mismo tiempo, ¿qué claridad habría para elegir? Los partidos son, también, quienes ordenan la oferta electoral para dotarla de claridad. Porque si no hay claridad para el votante, no hay elección.

Todo ese andamiaje institucional, todo ese contrato político elaborado para que las personas de buena voluntad que quieran habitar este suelo no vuelvan a sufrir ni el vacío de poder ni tampoco la suma del poder en manos de uno solo, se ve jaqueado en Tucumán una vez más.

Vértigo estadístico

En Tucumán fueron oficializados casi 18.000 candidatos para un padrón de poco más de 1,2 millón de electores. Lo que arroja, como ha contrastado LA GACETA, un promedio de un postulante cada algo más de 70 habitantes. Tanta o más pavorosa que esa licuación de la representación es la circunstancia de que hay 86 fuerzas políticas en la disputa electoral. Ocho partidos y alianzas de partidos presentan candidatos a gobernador y vice. Simultáneamente, el Frente de Todos por Tucumán concurre a las urnas con 61 acoples (cada uno es un partido político); mientras Juntos por el Cambio lleva otros 17. Como los cargos en juego son 347 hay una agrupación cada cuatro cargos.

La claridad, resulta evidente, será la gran ausente de los comicios provinciales, una vez más. El cuarto oscuro, abarrotado de papeletas, será más oscuro que nunca. Las mesas de votación, superpobladas de fiscales, volverán a ser la foto desgraciada del domingo de elecciones.

Pero la situación es varias veces peor, en realidad. Y lo es, específicamente, en desmedro de uno de los tres poderes del Estado: el legislativo.

Más por menos

En primer lugar, otra vez serán centenares de miles los tucumanos que acudirán a sufragar, pero no verán que su voto termine en una efectiva representación parlamentaria. La Legislatura tiene sólo 49 escaños. A nivel de las ciudades la cuestión empeora. Los concejos deliberantes poseen 12, 10 o seis bancas de ediles, según la Municipalidad sea de primera, segunda o tercera categoría. La excepción es la Capital, que cuenta con 18 sitiales para representantes vecinales.

Los poderes legislativos son los ámbitos por antonomasia de la soberanía del pueblo, debido a que allí la representación es proporcional. En el unipersonal Poder Ejecutivo, la representación es mayoritaria: en Tucumán, el que gana por un voto ocupa el sillón de Lucas Córdoba y los demás quedan afuera. Pero en los parlamentos, los que perdieron tienen un lugar, con voz y voto. Es decir, quien votó por opciones que no ganaron, debería ver ese sufragio plasmado en la oposición.

Así ocurre en los sistemas bipartidismo, tan comunes en América, pero no por una cuestión de derecho sino de hecho: no hay una regulación legal sino más bien social: esas sociedades asumen que se vota por un partido o por otro. Hay sistemas multipartidistas en la Europa contemporánea y también en países de nuestra región, cuando la oferta no se reduce a dos opciones, sino cuando se amplía hasta cinco. Y hay, más dispersos en el globo, mecanismos pluripartidistas, porque la disputa abarca hasta una decena de propuestas. Pero no hay una palabra para designar un esquema de 86 partidos políticos. Es decir, no hay un sustantivo para denominar el fenómeno de semejante cantidad de partidos políticos. Por cierto: si sólo fuese un problema terminológico, vaya y pase. El problema es la semántica que genera este caos: habrá multitudes que directamente votarán por propuestas que jamás alcanzarán a obtener un cargo. Léase, serán tucumanos que fueron a elegir representantes, pero su voto quedará sin representación. Una vez más.

Menos por más

En segundo lugar, la falta de un régimen electoral que regule los acoples (la Constitución de 2006 exige en vano una ley regulatoria) ha alterado la lógica de la representatividad en el parlamento.

En lo que hace al oficialismo, hace cuatro gobiernos consecutivos que hay decenas de acoples justicialistas que pugnan, por separado, por una banca. En campaña, proponen iniciativas a menudos antagónicas entre sí. Pero una vez electos, arman un único bloque oficialista, como si todos hubieran estado unidos. No es fraude electoral, vale aclarar, pero si es un fraude a la opinión pública.

En lo que hace a la oposición, en los comicios de 2019 Juntos por el Cambio resultó segundo en la elección (obtuvieron algo más de 200.000 votos), pero sentó sólo seis legisladores a causa de la dispersión de votos que provocan los acoples. Es decir, hay miles de electores que dieron su voto por propuestas opositoras que quedaron en la nada. Fuerza Republicana, en tanto, terminó tercera (cosechó unos 160.000 votos), pero como concentró su oferta legislativa en una lista única para cada sección electoral consagró ocho parlamentarios. Es decir, la segunda minoría en las urnas fue (y sigue siendo) la primera minoría en la Legislatura. O lo que es igual: con menos sufragios, los votantes de FR obtuvieron mayor representación que los electores de Juntos por el Cambio.

Resentida división

En tercer lugar, la lesión opera a nivel institucional. Aquí, acaso, lo más grave de la situación. El régimen de acoples termina debilitando a la mismísima Legislatura, en favor del Poder Ejecutivo. El gobernador y el vicegobernador actuales fueron reelectos en 2019 con poco más de medio millón de votos. Es decir, Juan Manzur y Osvaldo Jaldo gozan de una legitimidad probada y de una representatividad blindada. En contraste, hay legisladores de apenas 10.000 votos… ¿para contrapesar al titular del Ejecutivo y al presidente de la Legislatura?

La cronicidad de los acoples descontrolados resiente, centralmente, la función de control de la Legislatura. Es decir, la división de poderes se encuentra estallada.

Nadie fue más consciente de ello que el actual gobierno. Tras las escandalosas elecciones de 2015 (las de las urnas quemadas y el acarreo; y las urnas “embarazadas” y el bolsoneo; y las urnas refajadas y los tiroteos), el oficialismo lanzó “Tucumán Dialoga”. Según describe el título del libro que compiló los aportes de funcionarios y parlamentarios, oficialistas y opositores, ciudadanos y especialistas, era una “Mesa de encuentro para la reforma política”. Pero al final fue tan sólo una mesa, porque jamás hubo encuentro. Y nunca hubo reforma política.

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