"Los estragos del paco": cuando era niño lo ataban para que no se drogara ¿qué fue de la vida de "Monedita"?

"Los estragos del paco": cuando era niño lo ataban para que no se drogara ¿qué fue de la vida de "Monedita"?

En su peor momento, el adolescente llegó a pesar 40 kilos. "Puro hueso", decían sus amigos en el barrio Costanera, en la periferia de la capital tucumana.

Adolescentes caminan por una calle del barrio Costanera. FOTO LA GACETA / ANTONIO FERRONI Adolescentes caminan por una calle del barrio Costanera. FOTO LA GACETA / ANTONIO FERRONI

A Monedita lo conocí en marzo de 2012. Era un adolescente de 16 años, que vivía en la Costanera, uno de los barrios más pobres de Tucumán. Llevaba cuatro años consumiendo pasta base de cocaína. Sí, tenía 12 años, cuando empezó a drogarse. ¿Alguien recuerda qué hacía a esa edad?... Monedita no tenía un superhéroe de preferencia. Nunca antes había visto El Chavo del 8, ni Tom y Jerry, ni la Pantera Rosa, ni mucho menos Iron Man, que se estrenó en los cines en aquel año 2008, cuando él aprendió a encender una pipa… Estaba flaquísimo; puro alambre, decían sus amigos del barrio. Su madre lo encadenó a una silla para que no saliera a drogarse. Había empezado a robarle a la familia para conseguir la droga. Aquella vez tenía una remera azul y un jogging más oscuro todavía; usaba zapatillas negras y estaba sentado sobre una vieja silla de hierro oxidado en el patio de su casa. A sus pies, el sol de la tarde dibujaba una sombra alargada a la hora del atardecer.

Se llama José, pero todo el mundo le dice Monedita. Ese apodo le quedó de niño, cuando empezaba a salir a la calle a pedir en la zona del centro. Cada vez que lo ataban se quedaba quieto y con la mirada clavada en el piso de tierra del fondo de su casa. Del cuello le colgaba un rosario al solía rascar con sus dedos para distraerse. No podía moverse de la silla. Estaba castigado por su madre, Rosa. La mujer se cansó de los problemas que causaba y decidió resolverlo a su manera; atándolo a una silla. La cadena le envolvía el tobillo izquierdo y en el otro extremo tenía un candado cerrado entre el respaldo y el asiento. Su madre lo hizo por miedo, pero también por desesperación. Ella sabía que atar a su propio hijo era tratarlo como si fuera un animal feroz, pero no tuvo, no pudo o no halló otra opción.

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De sus siete hijos; tres son adictos a la pasta base de cocaína. Monedita es el menor de los varones y parece el más difícil de dominar. Sin ayuda a mano, sin posibilidades de recurrir a un médico, un cura, un psicólogo y sin un marido al lado, que coopere en el día a día, aquella madre sintió que se le escapaba la vida de su hijo menor. Decidió actuar y convirtió a la casa en una suerte de jaula para un cuerpo frágil que temblaba como un pájaro mojado bajo la lluvia.

La primera vez que lo vio drogado, su madre pensó que le había dado un paro cardíaco, mientras levantaba el cuerpo de su hijo del piso. Lo envolvía con un brazo y con el otro le frotaba la frente como intentando darle vida. Esa imagen de su hijo tendido en el piso, frágil, maleable y blando como un cartón, no se irá nunca más de su memoria. Por más esfuerzo que haga no puede borrar aquella tarde en que lo encontró temblando y con los ojos enrojecidos. Era la primera vez, pero no iba a ser la última. Hubo otras veces en que el chico llegó a la casa con las pupilas dilatadas, arrastrando las palabras y con movimientos lentos y descoordinados. La mujer estaba desesperada y la angustia le cerraba la garganta sin saber qué hacer. Llevaba cuatro años sin poder evitar el consumo que estaba destruyendo a su hijo y al resto de la familia. No había podido con los otros dos hijos varones y ahora caía el tercero. Dominada por la impotencia estalló otra vez en un llanto silencioso, cuando Monedita entró otra tarde a la casa con la cara ensangrentada. Lo habían golpeado en el rostro, en los brazos, las piernas y en el estómago. Había salido a robar para drogarse y lo atraparon.

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-Casi lo matan –dijo la mujer, aquella vez-. Prefiero tenerlo atado en la casa y no que muera en la calle –agregó-.

En aquel tiempo hablé con Monedita y con su madre en la Costanera. Fui a verlo varias veces para hacer un reportaje. Nos encontrábamos en su territorio cuando estaba limpio, como dicen en el barrio. Con el paso de los años, le perdí el rastro hasta que una década después, una vez que pasó la pandemia de covid-19, empecé a preguntar por él y casi nadie sabía dónde estaba. Algunos amigos de Monedita se suicidaron en medio de un ataque por síndrome de abstinencia. Pero sobre él no había precisiones. Todos daban respuestas diferentes, aunque sin certezas. ¿Acaso se lo tragó la tierra?, ¿era un fantasma?, ¿habrá salido de Tucumán para vivir en otra provincia? Tras varios llamados telefónicos, alguien respondió que no estaba seguro, pero creía que llevaba varios meses preso en una comisaría. ¿Diez años después de haber sido atado a una silla, Monedita está preso?... La única manera de averiguarlo era volver al barrio y buscarlo.

Entrar a la Costanera no es fácil. No es que uno puede andar puerta por puerta preguntando dónde está aquel adolescente que hoy debe haber pasado los veintipico de años. Hablé con Emilio Mustafá, un psicólogo experto en adicciones que conoce ese territorio, donde entra y sale como dueño de casa, y suele conversar con los adictos en terapias de recuperación. Es el último lunes de octubre de 2022 y aquí estoy esperando al psicólogo, tal como habíamos acordado por teléfono, en una estación de servicio afuera del barrio.

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El paco hace estragos en la Costanera. FOTO LA GACETA / Florencia Zurita.

Monedita empezó a drogarse a la vuelta de su casa. En la Costanera, los vecinos dicen que si los chicos pueden comprar droga es porque hay una cocina cerca. La primera vez que probó paco fue en una fiesta que se había organizado en el barrio Costanera Norte, donde vive en una pequeña casa de madera y techo de zinc. El Rengo Ordóñez, a quien varios años después empezarían a llamarle El rey del paco, había organizado una fiesta en su casa para captar nuevos clientes. Música y bebidas para todos y gratis. La organización de aquella noche especial había sido, como de costumbre, una cadena de mensajes de boca en boca, cuya orden la daba el transa a su ejército de colaboradores entre los que estaban los Cabeza de fierro; un escalón más abajo, los soldaditos y en el último eslabón los LavaTupper. En esas fiestas, Monedita aprendió que no hay peor insulto que a uno le digan “BateCana”.

Decirle a uno de ellos “BateCana” es una ofensa porque es el tipo de persona que suele dar información a la Policía sobre los movimientos dentro del barrio. El Cabeza de Fierro es el que pone la cara por el transa. Se ocupa de cobrar a los deudores y apretar a quien consideran traidor o está en falta por alguna razón. Ese apodo se lo ganaron porque los Cabeza de Fierro tienen los métodos más violentos para imponerse. Un Cabeza de Fierro es capaz de liquidar a un deudor con un balazo en la frente, ya sea por una deuda o una traición. Al transa le temen por la forma en la que actúan los Cabeza de Fierro. El Soldadito es el segundo rango del ejército del transa. Se ocupa de montar vigilancia en la puerta y alrededor de la casa del transa y en las demás zonas de venta, donde funcionan los quioscos de droga. Los soldaditos se mueven en grupos de entre 10 o 15 integrantes. En cambio, los Cabeza de Fierro son menos, pero son los jóvenes de mayor confianza del transa. En la jerarquía de cargos, dentro del ejército del narcomenudeo, en el último peldaño está el LavaTupper. Es el adicto que está a disposición del transa. Es decir que trabaja en la casa del transa ocupándose de la limpieza a cambio de droga para consumo personal. A veces, también, debe llevar mensajes hacia afuera.

Niños y adolescentes, en un comedor del barrio.

El rey del paco alcanzó a dominar toda la zona marginal. Le decían el Rengo Ordóñez, pero su verdadero nombre era Hugo Daniel Tévez. Quedó rengo cuando estaba en el servicio militar obligatorio. Tévez odiaba la disciplina militar y desde el primer día buscaba la manera de escapar de lo que consideraba un infierno. Una noche en la que estaba de guardia, utilizó el arma que le habían asignado para pegarse un tiro en el pie. Le dieron la baja de la colimba, pero quedó rengo para el resto de sus días. Al salir del Ejército le inició un juicio al Estado y recibió una indemnización. No era mucha plata, pero lo suficiente como para comprarse un auto, que puso a trabajar de taxi.

¿Cómo empezó todo?... a fines de los noventa, el Rengo Ordóñez hacía viajes a Bolivia, donde compraba ropa que traía para la venta en las ferias. Hizo buenos contactos y se inclinó por los negocios clandestinos. Mientras el país cambiaba cinco presidentes en 11 días de aquel histórico 2001, el Rengo Ordóñez cumplió 42 años, aumentó los viajes a Bolivia y giró su negocio para el lado de la cocaína sin perder de vista la venta de ropa, que le servía como pantalla de distracción. De Bolivia trajo a los expertos que le enseñaron a armar las cocinas de la droga, lo que después los medios de comunicación llamarían las fábricas de la muerte.

Aprendió que cada 100 kilos de hoja de coca se lograba producir un kilo de materia prima y luego de varios lavados se reducía a 450 gramos de sulfato de cocaína, que contenía alcaloides e impurezas como querosene, alcohol metílico, y ácido sulfúrico. Entendió que para hacer funcionar el negocio debía tener, como mínimo, tres casas en diferentes sitios. Una casa para la cocina de la droga; otra para guardar la producción y una tercera para la venta del paco. Entre 2001 y 2009 fue el creador del modelo de negocio del narcomenudeo en Tucumán y le fue tan bien, que llegó a tener más de una docena de quioscos de venta.

Monedita empezó a consumir en aquellos días en que El Rengo Ordóñez consolidaba su poderío en la zona de Villa 9 de Julio y después en la Costanera, en la periferia de la capital tucumana. Rosa, la madre de Monedita, veía que los hijos de sus vecinas entraban a ese nuevo mundo sin comprender ni saber qué hacer para evitarlo. La mujer no quería que el menor de sus hijos tuviera el mismo final que sus hermanos o el de sus amigos. La mayoría estaba cayéndose por un vacío que parecía no tocar fondo. Cada vez que lo encontraba drogado, Monedita estaba desvanecido, y tenía los ojos como un zombi. La mujer decía que su hijo estaba endemoniado. Fue a pedir ayuda en la radio comunitaria. Emilio Mustafá, el psicólogo social, hacía un programa en esa radio de los vecinos, junto a otros chicos en recuperación. En aquel tiempo, año 2012, Rosa le pidió a Mustafá que le ayudara a conseguir un cura para exorcizar a su hijo.

-Eran los comienzos de la droga en el barrio –recuerda el psicólogo- y muchas madres no sabían que uno de los efectos del paco es que el adicto sufre alucinaciones.

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Apenas uno entra al barrio Costanera, la realidad te atropella. Es como una cachetada en la cara, que suena seca y contundente. Camino al lado de Emilio, el psicólogo, y cruzamos una avenida. Atrás queda, cada vez más lejos, la estación de servicio. Dos de la tarde y el sol pega fuerte en la espalda. Es el horario en que él entra a trabajar en el barrio en una terapia de abordaje comunitario para chicos adictos en recuperación. Apenas doblamos en la primera esquina, Emilio me dice en voz baja que debe visitar a un joven adicto, llamado Pedro, y cuyo padre también es adicto. Pregunto de qué edades estamos hablando.

-El hijo tiene 26 y el padre, 62.

Entramos por un patio rodeados de casillas de madera; todas precarias, y destartaladas. Una tiene una chapa de un viejo cartel de Coca Cola. Me explica, mientras avanzamos y casi en secreto, que el hijo empezó a vender las cosas para comprar droga. Aparece un hombre famélico, de barba y con las manos negras de tierra de tanto separar cartones y plásticos para la venta. Calculo que este vecino debe tener unos cuarenta años, pero tiene aspecto de ser aún mayor. Emilio saluda; yo saludo, pero siempre un paso más atrás del psicólogo, como intentando no llamar la atención. Pregunta por Pedro y el hombre le dice que no sabe dónde está. Seguimos por un pasillo entre cinco perros que deambulan bajo el sol olfateando cualquier cosa que puedan llevarse al estómago. Vení por aquí, dice Emilio, mientras señala detrás de una casa de lona. En la parte de atrás no hay nada; solo el piso quedó.

-Mirá –dice Emilio- ha vendido hasta las paredes de madera.

Emilio Mustafá se sorprende porque sabía que había vendido las chapas para comprar droga, pero desconocía que también había desarmado las paredes. Alrededor solo había intemperie y un cuadrado que marcaba el sitio exacto donde antes había sido la casa. Padre e hijo desarmaron todo lo que pudiera tener algún valor para el transa y así conseguir algo para fumar paco. De repente, una mujer grita desde el otro extremo para llamar a Emilio. Volvemos sobre nuestros pasos hacia el pasillo hasta regresar al patio. La vecina está enfurecida y quiere hablar con el psicólogo. La mujer tiene a una niña en brazos y la acompaña otra señora mayor que parece ser la madre. Observo en silencio. Abuela y madre, con hija en brazos, buscan a Emilio. Se nota en sus caras que tienen un reclamo para hacer.

-Mire Emilio –dice la mujer que sostiene a su bebé en brazos-. Mire lo que ha hecho Pedro –agrega, mientras señala hacia un poste de madera negra y con manchas de humedad-. Se ha robado todos los cables de la casa y ahora estamos sin luz hace tres días –agrega.

El psicólogo intenta manejar la situación. Hace silencios largos y luego responde con pocas palabras, pero precisas. Las mujeres gritan que ya no se puede aguantar más esa situación. Claro, dice Emilio. Este tipo ya está pasado, agrega una de ellas. Entiendo, dice Emilio. El viernes ha vuelto de las Moritas, -dice la otra mujer, en referencia a un centro de rehabilitación de adictos que funciona en la capital tucumana-. Ha vuelto el viernes y al otro día ya no tenemos los cables, -afirma con énfasis-. Si, dice Emilio. Ustedes le dan todo a ese chango y mire cómo quedamos nosotros, -se queja la mujer-. Claro, entiendo, repite Emilio. Otro grupo de mujeres observa desde la otra punta del patio sin decir nada, como a la espera de un desenlace, mientras los perros nos olfatean la pierna y los zapatos. Sigue un silencio largo y aprovecho para guardar los anteojos de sol en un bolsillo. El ruido de una moto que se acerca interrumpe el silencio. Tres jóvenes entran cargados con cartones y sin bajarse del rodado saludan a la distancia. Emilio responde el saludo; yo respondo en voz baja. En ese instante, Emilio pregunta si saben dónde anda Pedro. Que no tienen idea, responden desde el vehículo. Escuchen –dice Emilio a las mujeres-; yo voy a hablar con Pedro. Claro que está mal esto –dice como primer argumento-. La mujer con la hija en brazos es la más enojada. Mire Emilio –interrumpe con firmeza-; más vale que usted hable con ese Pedro, porque esto va a terminar mal. Yo tengo a esta criatura y no me puedo quedar sin luz con semejante calor que hace –agrega.

Todo sucede muy rápido; ni siquiera cinco minutos pasaron desde que entramos a buscar a Pedro. Sin embargo, parecen eternos. El psicólogo empieza a dominar la situación, mientras miro de reojo hacia una montaña de residuos al costado de una casilla. Son restos del trabajo de cartonero, que se acumulan ahí porque no se pueden vender. Dos gallinas caminan picoteando en la tierra y abriéndose paso entre los perros.

Emilio avanza rápido hacia la calle como haciendo zancadas. Lo sigo asombrado por el apuro. Intuyo que no está nada bien quedarme atrás. Una vez afuera, me explica que ahora los transas reciben hasta las paredes de madera como forma de pago a cambio de droga. Aprovecho el trayecto para preguntar a qué edad empezó a drogarse el padre de Pedro. Calculo que hace tres años, nomás, responde Emilio. ¿Empezó a los 59 años?, pregunto asombrado. En ese instante, parado en la segunda esquina de nuestro recorrido, aparece un hombre que camina lento. Alcanzo a ver su brazo repleto de cicatrices y tatuajes. Tiene una gorra sucia para cubrirse del sol de la siesta y una renguera en la pierna izquierda. Le pide a Emilio que le consiga una ayuda. Lo que sea, dice. Lo que pueda, agrega. Dos pasos más atrás escucho en silencio. Compruebo que Emilio es la persona a la que todos recurren en la Costanera. Lo tratan como si fuese un salvador que ha caído del cielo. En su respuesta no miente, ni genera expectativas, pero se compromete a intentar una gestión. Saluda y seguimos por el medio de la calle. Por instinto quisiera mirar hacia atrás para saber si está todo bien, pero eso demostrará miedo o desconfianza.

Ahora –dice Emilio, en voz baja, casi entre dientes- vamos a pasar por la casa de un transa. Es la que tiene un portón negro –agrega mirando al piso-. Ahí vive y ahí vende, detalla.

En las primeras recorridas por la Costanera, hace una década atrás, aprendí que las casas de los transas se diferencian del resto porque son de materiales de mejor calidad. Tienen ladrillos, columnas de hormigón, portones de hierro, paredes con revoques, techos de chapas prolijamente colocadas y aire acondicionado instalado.

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Cuando su madre llegó al punto de atarlo a una silla, Monedita llevaba varias semanas robándose la ropa de sus hermanos y algunas otras cosas de la casa para venderlas por una dosis. El quiosco estaba a la vuelta. Lo manejaba el Rengo Ordóñez, que era el líder de la zona. La venta aumentaba sin control. Afuera del barrio muy pocos conocían el rostro del transa y mucho menos su verdadero nombre. Una foto con la cara del transa saldría en los diarios después, en 2009, cuando lo mataron a dos cuadras de su casa.  

El Rengo Ordóñez llegó a ser odiado por las Madres del Pañuelo Negro, un grupo de mujeres que exigía ayuda del Estado para recuperar a los adictos. En aquel tiempo, el transa usaba un anillo de oro en la mano izquierda, tenía la frente ancha porque había empezado a perder pelo y dos cicatrices inconfundibles en la mejilla derecha como si fueran quemaduras de cigarrillo. Manejaba mucho dinero. Repartía plata a los vecinos que le pedían para poder pagar la boleta de la luz o para comprar remedios. También llegó a pagar el féretro para los adictos al paco que se suicidaban. Desde muy joven le gustaban las mujeres y no dudaba en gastar plata para estar rodeado de varias chicas. Todo era fiesta hasta que conoció a una adolescente de 14 años. Era una niña con aspecto de adulta y la quiso para él. Margarita Toro venía de una familia humilde, con urgencias para el día a día y buscaba sobrevivir. En el barrio, todo el mundo, sabía que Ordóñez era un tipo intocable. Un día, la adolescente llegó a golpear la puerta de la casa del Rengo Ordóñez para pedir trabajo. Aquella vez, el transa quedó tan obnubilado con Margarita que no dudó en contratarla de inmediato y con el tiempo llegó a convertirse en su pareja. Así empezaron una relación que iba a durar 23 años. Ella de 14 y él de 20. Margarita era una chica ambiciosa y de carácter, se teñía el pelo de rubio y tenía una mirada de hielo para los enemigos. Comenzaron a vivir juntos en una casa de la calle Honduras 1500, justo en la esquina de avenida Costanera, donde no entraba nadie que no fuera de la zona. En los primeros años del negocio, la calle vivía repleta de barro; a propósito, la hicieron intransitable, para evitar la circulación de extraños o de policías encubiertos.

A Margarita le gustaban mucho las fiestas. Solía reunir a la familia y a las personas de confianza para celebrar. Vivieron como marido y mujer y a ella empezaron a llamarle La Jefa. Margarita aprendió el oficio y empezó a manejar dinero. Varios años más adelante sería condenada por la Justicia acusada de hacer la distribución del paco en las zonas marginales. Un tribunal la declaró culpable de coordinar el trabajo de los soldaditos, y organizar la venta en los quioscos de las zonas.

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Una foto de Monedita atado a la silla repercutió en los medios de Buenos Aires. El chico dejó la escuela, tenía los dedos quemados y erupciones en la piel. No quedaba nada para vender en la casa. Como en un efecto dominó, otros chicos, de la misma edad de Monedita, también eran atados por sus madres. Myriam Salguero, una de las tantas mujeres que usó ese método con su hijo Thiago, recorrió varios programas de televisión en los canales porteños relatando sus vivencias para enfrentar la adicción a las drogas. Jorge Lanata y Mirtha Legrand fueron algunos de los conductores que entrevistaron a la mujer en medio de su desazón. En aquel tiempo, la Secretaría para la Prevención de la Drogadicción y la lucha contra el Narcotráfico (Sedronar) publicó un alarmante informe en el que detalló que había menores que comenzaban con su adicción a la pasta de cocaína entre los 11 y los 12 años.

Monedita creció y no podía dejar su adicción. La mujer tampoco pudo seguir atándolo. Empezó a tener independencia y pasaba más tiempo fuera de la casa. La dosis de la droga costaba $ 5 en aquellos años. Los amigos de Monedita salían a robar para tener plata en el bolsillo y vestirse mejor. Antes de que la Costanera se inundara de paco había ciertos códigos entre los consumidores. Cada vez que daban un golpe, lo que significa terminar un robo con éxito, los jóvenes se compraban las zapatillas más caras que podían encontrar para lucir en el barrio y la ropa deportiva de la marca de las tres tiras. Todo eso iba a cambiar una década más adelante. Los códigos también cambiarían con el paso de los años.

En 2020, cuando llegó la pandemia de coronavirus surgió el aislamiento obligatorio. En ese período hubo una escasez y la droga aumentó el precio por el cierre de las fronteras. En abril de aquel año costaba $ 25 la dosis; en mayo subió a $ 75; en junio trepó a $ 125 y en agosto no se conseguía por menos de $ 170. Fue el peor momento para los adictos. La crisis cambió las costumbres en el año en que el coronavirus mataba a las personas. Los transas entendieron el contexto de la pandemia y buscaron una solución más económica para sus clientes. Empezaron a vender pegamento en botellas de plástico; en los envases de Coca Cola de medio litro, a $ 70.

-Eso duraba para cuatro horas de inhalación, recuerda en detalle Emilio Mustafá, el psicólogo que trabaja en el barrio desde principios de 2010.

En algunas paredes están las pintadas de campañas políticas. En Tucumán se acercan las elecciones provinciales de 2023 y comenzará otra batalla para conseguir votos. En años anteriores, el clientelismo llegó al punto de repartir votos, con dosis de paco y un vale de comida. En 2017, los adictos empeñaron el DNI a los transas y no pudieron ir a votar. ¿Cómo funciona el sistema?... a comienzos de año, las mujeres adictas entregan su DNI y la tarjeta del banco con la que se cobra la Asignación Universal por Hijo (AUH). Luego, el transa es el que cada mes va al cajero.

En ese mismo barrio de Monedita creció Jenny, una chica que en realidad se llama Teresita Raso. A los 20 años comenzó a prostituirse para poder comprar paco. Los comienzos de Jenny fueron en la misma época en que el chico era encadenado por su madre. En aquellos años, Jenny hacía favores sexuales a un transa, conocido como Pony, a cambio de las dosis para consumo. En los fumaderos también era obligaba a tener sexo con los clientes. Ese servicio funcionaba como una atracción adicional de regalo para que los clientes le compraran a él. En la Costanera, la mayoría busca sobrevivir. Hay que pasar el día. Levantarse a la mañana y no saber si habrá algo para comer hace que no sea lo mismo tomar decisiones con el estómago vacío. Si no hay familiares, ¿quién sostiene al adicto?, ¿cómo recibe contención?, las soluciones no caen como las frutas de un árbol. Al contrario, hay que salir a buscarlas. Pero, en el trayecto, aparece el tropiezo; la dolorosa lucha de la abstinencia, el saber que ante el siguiente paso está la posibilidad de chocar contra una pared, de caer en la red de una enfermedad como darse de narices contra el pavimento.

Cuando se quedaba sin plata, Jenny iba al centro tucumano a pedir limosna en la zona de las peatonales. Para ocultar el pelo largo y sucio usaba un pañuelo que le envolvía toda la cabeza. Una noche, mientras regresaba a la Costanera fue atropellada por un auto en el cruce de la autopista de circunvalación, a pocos metros de su casa. Estaba bajo los efectos del paco y no tuvo reflejos suficientes para cruzar rápido. Fue internada en el hospital público, pero no soportó la abstinencia y se escapó. Día y noche se movía de un lado a otro, con su renguera y buscando la manera de conseguir droga. De niña, Teresita Raso había quedado huérfana y viviendo en la calle. Así terminó en la Costanera, donde una sola persona le ofreció un techo donde dormir. Esa persona era un transa, de apodo Pony. Con el paso de los años, Jenny dejó de ser útil para el dealer, que eligió a una nueva compañera.

Antes de la pandemia, en 2018, el transa cometió un crimen; mató a Giselle Barrionuevo, otra adolescente que había sido su pareja circunstancial. El asesino dijo que era inocente y argumentó que había estado en un hotel alojamiento durante toda la noche con Jenny cuando sucedió el hecho. Sin embargo, la joven lo desmintió. Ella detalló que había ido solo un par de horas al lugar donde la citó el transa, porque la llamó para ofrecerle cocaína, a pesar de que ella estaba en pleno tratamiento de rehabilitación. A finales de aquel 2018, un tribunal de Justicia condenó al imputado a prisión perpetua y a ella a 10 años de cárcel. Estuvo cuatro años en prisión. Cuando pasó la pandemia, por pedido de la defensora oficial Raquel Ferreira Asis, la Corte Suprema de Justicia de Tucumán anuló la condena al entender que ella también había sido víctima. Hoy en día, Jenny está libre y busca la manera de recuperar su vida, peleando contra la abstinencia. Muchas veces sin encontrar un hombro donde llorar o una voz que le hable al oído para contenerla.  

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Dentro de la Costanera caminamos un par de calles más con Emilio Mustafá hasta llegar al Cepla, un portentoso edificio de cemento que congrega a los chicos y jóvenes en la lucha contra las adicciones. Tiene una cocina industrial, un playón techado para la práctica de deportes, oficinas, un salón comedor, y consultorios médicos. Al mando de la cocina estaba Cipriana, tal como le llaman a Mercedes Villagra, una mujer que dice conocer a todos y que sabe quién es quién dentro del barrio. Su pelo color ceniza está atado en una trenza larga que le cae sobre la espalda y usa un delantal de cocinera que le cubre desde el pecho hasta las rodillas. Ella coordina a un grupo de mujeres que lavan ollas y sartenes, manejan el fuego, cortan las verduras, y ponen a hervir el agua. Mientras preparan 12 kilos de harina para hacer pizza, Cipriana me contó un hecho que había ocurrido una semana antes en la puerta del Cepla. Dijo que el guardia policial se quedó paralizado, sin saber cómo actuar en ese caso. Un adicto llegó a la puerta del edificio a la espera de su porción de comida. De repente tuvo un ataque de abstinencia y cambió de carácter en un par de segundos. Levantó una botella de vidrio que estaba en la calle, y la hizo estallar contra el cordón de la vereda para partirla en la mitad. El policía pensó que lo iba a atacar y se puso en alerta. El chico gritaba, mientras las mujeres salían de la cocina para ver qué sucedía. Ellas están acostumbradas a este tipo de situaciones. Ninguna gritaba; al contrario, mantuvieron la calma para tratar de encauzar el drama. El policía estaba inmóvil en la puerta, del lado de adentro. El enrejado separaba al adicto del resto del grupo. El chico, que llevaba varios días sin dormir, empuñó la botella rota en la mano derecha y empezó a hacerse cortes en el brazo izquierdo. Los tajos en el antebrazo se multiplicaban en la superficie de la piel ensangrentada. En medio de la calle dibujaba líneas paralelas en su brazo izquierdo hasta que se calmó, dejó de gritar, y se sentó en la vereda. Cipriana hizo una señal para que le abrieran la puerta. Entre dos mujeres lo ayudaron a llegar al baño, donde lavaron sus heridas. El mal trago había pasado. Luego, más sereno, el joven esperó su turno para recibir la ración de comida y, de a poco, todo el lugar recuperó la calma.

Después de una década de trabajo en el grupo de abordaje comunitario, los propios vecinos aprendieron cómo resolver este tipo de situaciones. Además, los psicólogos no están todos los días en el barrio. Solo una vez por semana. De manera que fueron ellos quienes capacitaron a las madres para actuar en determinados casos de urgencia. Si un adicto tiene un episodio que deriva en una emergencia, los vecinos saben cómo operar en ese momento, porque no habrá taxis ni ambulancias que responda a un llamado para entrar al barrio. La primera opción es subir al chico a un vehículo si hay alguno disponible, puede ser del propio transa, y llevarlo al Centro de Salud Zenón Santillán. Es el hospital más cercano y tienen calculado el tiempo de traslado: cinco minutos en auto. La segunda opción y la más usada es llevar al paciente en un carro tirado por un caballo hasta el hospital. Ese trayecto demora entre 10 y 15 minutos. Lo dejan en la guardia y una vez que están ahí adentro ya tienen garantías de que será atendido por los médicos. Si no se actúa de ese modo, el chico puede morirse esperando en la Costanera.

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El día que mataron al Rengo Ordóñez fue un sábado, cerca del mediodía. El transa estaba separado de Margarita Toro y tenía una nueva amante, de nombre Isolina. Era la pareja de un preso, apodado Tití Rodríguez. Las noticias sobre la relación entre el transa y la mujer llegaron a la cárcel de Villa Urquiza. Una vez enterado, Tití le hizo llegar un mensaje al Rengo Ordóñez para que terminara ese vínculo amoroso. Le advirtió que estaba rompiendo un código al meterse con la mujer de un preso. Sin embargo, el Rengo siguió adelante loco de amor. ¿Cómo la había conocido?... la mujer tenía a su marido en prisión y en ese tiempo, no había dinero de sobra. Fue a pedirle trabajo al Rengo Ordóñez. El transa usó la misma estrategia que había utilizado con Margarita. La contrató para que se ocupara de la limpieza en su casa. La mujer empezó a ir cada vez más seguido a la casa del Rey del Paco. Así nació la relación.

Ordóñez conocía los códigos de la cárcel, porque había estado preso cuatro años, luego de que la Gendarmería allanó su casa en 1998 y encontró ravioles de cocaína. Sin embargo, la obsesión por estar con Isolina no le importaba nada. En febrero de 2009, Tití Rodríguez comenzó a salir con permiso extramuros. La segunda vez que salió fue en marzo. Dejó la cárcel por ese fin de semana y ya tenía la decisión tomada de vengar la traición.

El Rengo Ordóñez se movía en un Volkswagen VW Vento. Aquel sábado 21 de marzo de 2009 dejó el auto en el taller mecánico del barrio y regresó a su casa caminando. El exceso de confianza le jugó en contra al Rey del Paco. Cuando salió del taller lo seguía un hombre en bicicleta, que esperó su momento para actuar. Tití Rodríguez cargaba una pistola 9 milímetros lista para usar. Al llegar a la calle Honduras 1700, a dos cuadras de su casa, Ordóñez se detuvo a conversar con una sobrina. Tití encontró el momento que tanto había esperado, lo alcanzó en la bicicleta y le disparó por la espalda. Ordóñez cayó al piso en plena calle. Como pudo giró el cuerpo de costado y pudo ver a su verdugo en el segundo antes que le hicieran seis disparos más. Tití empezó a pedalear para huir del lugar en sentido contrario a la casa de Ordóñez, pero tuvo tanta mala suerte que a la bicicleta se le salió la cadena. Resolvió seguir caminando con el rodado a su lado. Mientras tanto, la sobrina intentaba ayudar a su tío y gritaba desconsolada.

-Buscalo al esposo de la Isolina; él me mató, alcanzó a decirle ensangrentado en la calle.

Los vecinos salieron a la calle. Escucharon los disparos y trataron de ver qué pasaba. Mientras tanto, Tití Rodríguez empujaba la bicicleta a su lado ante la mirada de todos sin que nadie se animara a decirle ni media palabra. Ese hombre de 32 años acababa de matar al rey del paco, uno de los narcos más temidos del barrio y se iba en bicicleta con la cadena suelta. Varios minutos después llegó al lugar Viviana del Valle Agüero, la última pareja que se le conoció al Rengo Ordóñez. Lo llevaron al Centro de Salud, pero murió antes de llegar al hospital.

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En su peor momento, Monedita llegó a pesar 40 kilos. Puro hueso, decían los amigos. A la adicción –dicen los médicos- le sigue la desnutrición. Los especialistas aseguran que el uso de estimulantes como la cocaína y las metanfetaminas disminuye el apetito; eso lleva a la pérdida de peso y si se prolonga en el tiempo aparece la desnutrición. Los consumidores de este tipo de drogas suelen permanecer despiertos durante varios días. Cada vez que Monedita consumía una dosis de paco se dilataban sus pupilas, tenía náuseas, aumentaba la temperatura corporal y la presión arterial. Se le aceleraba el ritmo cardíaco, sufría temblores, y espasmos musculares. Se convertía en un cuerpo frágil y vulnerable. Una vez que pasaba el efecto quería más. Le pregunto a Emilio, pero dice que lleva varios años sin verlo por las calles del barrio.

-Hay un tío de Monedita, que vive a unas cuadras de aquí, responde el psicólogo.

Después de asesinar al Rengo Ordóñez, Tití Rodríguez vivió oculto y cambiaba de sitio porque sabía que la Policía lo buscaba. Seis meses después del crimen fue atrapado en el barrio Toledo, a unos 10 kilómetros de la casa del rey del paco. Un informante le señaló a la Policía la casa donde estaba oculto. También detalló que usaba una barba candado y que tenía puesta una remera verde. Cuando entraron los policías, Tití estaba con un grupo de amigos, intentó escapar y empezó un tiroteo y una persecución hasta que lograron arrestarlo. El círculo sobre el Rengo Ordóñez se cerró aquella vez, a los 51 años, para quien supo ser el principal dealer de Villa 9 de Julio y de la Costanera. Había sido condenado en dos ocasiones por la Justicia Federal por causas vinculadas a las drogas. Para defenderse de las acusaciones, el Rengo decía que no tenía nada que ver con eso.

-No vendo drogas, la gente me tiene envidia, porque no puede creer que alguien pueda estar bien, alcanzó a decirle a los periodistas en los pasillos de tribunales, mientras lo trasladaban con las manos esposadas.

Así como era odiado, también era respetado en el mundo del hampa. El día del velorio del Rengo Ordóñez, los vecinos aseguraron que casi la mitad de los presos de Villa Urquiza pasó por su casa para ponerse de pie frente al féretro y darle el último adiós a quien había sido el rey del paco en Tucumán. Muchos vecinos a los que había ayudado también acompañaron el velorio, mientras las madres del Pañuelo Negro se alegraron con la noticia de su muerte. Las mujeres pensaron que se terminaban todos los pesares para los chicos del barrio. Sin embargo, con el correr de los meses, iban a caer en la cuenta de que, en realidad, de ahí en adelante empezó lo peor. Una vez detenido, Tití Rodríguez aceptó un juicio abreviado y la Justicia lo condenó a nueve años de cárcel por ese crimen.  

El efecto del paco dura cinco minutos o menos tiempo. Genera una euforia desmedida, un estado maníaco y cuando ese efecto pasa le sigue una profunda depresión y signos de angustia. Ahí es cuando aparece la necesidad compulsiva del adicto de volver a fumar. En la Costanera hubo casos de adictos que consumieron hasta 50 dosis en menos de seis horas. Eso explica por qué es tan perjudicial. La Costanera es una barriada que incrementó su población luego del cierre de los ingenios en 1966. Según un estudio del Programa de Mejoramiento de Barrio (Promeba) hay 1.600 familias en Costanera Norte y 800 están en situación crítica. En total, en la zona se calcula que viven 6.200 personas. En las veredas, los niños tienen un juego muy particular.

-Los chicos de cinco y seis años juegan al drogado y caminan como zombis, me dijo Blanca Ledesma, una de las Madres del Pañuelo Negro, la primera vez que hablé con los vecinos de la Costanera, en 2012.

En los primeros años del consumo de paco, entre 2005 y 2006, los adolescentes solían juntarse en una esquina. Esperaban al dealer que llegaba, vendía y se iba. A veces también los propios vecinos lo echaban porque era fácil de reconocer que era un tipo de afuera del barrio. A partir de 2013 eso se modificó. Los transas empezaron a entrar al barrio. Alquilaban un quiosco o una verdulería, que servía de camuflaje. En esos lugares era muy común ver una fila de 25 chicos esperando su turno como si fuera una farmacia. Esa fue la nueva modalidad. Instalarse dentro del barrio. Hubo transas que llegaron a tener entre 10 y 12 casas para la venta.

-Entre 2017 y 2018 comenzó la degradación social acompañada por el poder político, advierte Emilio Mustafá. Se rompieron todos los códigos y empezaron a salir los vecinos a vender droga.

En esta nueva etapa, los transas se convirtieron en prestamistas. Hoy en día hay guerras de bandas que se disputan el territorio de venta cuadra a cuadra. Antes era una vergüenza para todo el grupo familiar tener a un transa entre los parientes; ahora no. Antes se escondían; ahora no. Todos se conocen, porque son del barrio. Antes estaban los Cabeza de Fierro; ahora aparecieron los Quema-Casas, que trabajan para el dealer. Si alguien lo confronta, el transa puede mandar a balear la casa del vecino. En la jerga del barrio, a quienes salen a robar para comprar droga les dicen Ratas. Ellos van afuera del barrio a buscar una Paloma, que es la posible víctima para un asalto rápido. La diferencia con un ladrón común es que El Rata golpea a la víctima que puede ser una abuela, una madre con hijo en brazos, no le importa nada y también puede disparar sin pensarlo demasiado. La cultura cambió en el barrio. Con el transa, el adicto siempre está en deuda. Le debe una o más. Los jóvenes tienen como aspiración convertirse en transa. Es común escuchar a los adolescentes decir que el transa las tiene a todas.

-El que llegó a transa, cree que es Maradona, dice Graciela, madre de un adicto. Aquí todos piensan que si vendés droga, te salvás –agrega-.

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El fracaso es lo que envuelve al adicto. Hay una parte de sí mismo que quiere salir y otra parte que busca la droga. Esa frustración rodea a la familia como un círculo que gira y gira y gira todo el tiempo. Cuando pasa el efecto, el adicto empieza a darse cuenta de lo que hizo para conseguir la droga. De todas las cosas que robó y después vendió. Empieza una etapa de culpa y a la vez de intentar evadir esa realidad. La única manera que encuentra a mano para escapar de esa culpa es volver a drogarse. Al edificio del Cepla empiezan a llegar los jóvenes en situación de adicción; así los definen los psicólogos. Todos tienen al menos uno o más tatuajes en el cuello, la frente, los brazos, las pantorrillas, detrás de las orejas. Esos son los visibles. Chatarra es el apodo de uno de los jóvenes que espera su porción de comida. Está sobrio y tiene en sus manos un tupper de plástico donde llevará el alimento. También cortó una botella de plástico en la mitad para poner ahí el postre. Pizza es el menú del día y de postre polenta con leche bien fría.

-Tengo 19, dice cuando le pregunto la edad-. Usa una gorra que se acomoda todo el tiempo y tiene un piercing en la ceja izquierda. ¿Cómo vas en este período de desintoxicación?, ¿cómo te sentís?... al principio temblás todo –admite-, empezás a vómitar, te cagás encima, transpirás helado, es como que te clavan puñaladas en las piernas y los brazos cuando te movés.

Cipriana sale al pasillo para dar instrucciones y mantener el orden. Pide a los chicos y jóvenes que esperen afuera, que armen una fila y en silencio. Si no hay fila, no hay comida, advierte como una madre a sus pollitos. Se sienta a mi lado para conversar en una pausa de la cocina. Para romper el silencio le comento sobre Pedro, el robo de cables y su padre adicto.

-El padre de Pedro es mi tío, dice Cipriana. Mi tío es un caso perdido, agrega con resignación.

La mujer recuerda que, unos meses atrás, fue a hablar con él. Ya no quiero vivir fue la única respuesta que le dio el hombre en algún momento de sobriedad. Cipriana relata el drama de su tío y ríe nerviosa. Dice que estuvo a punto de vender el terreno, pero que otros familiares lo frenaron. Me decía <para qué quiero chapas, que esto no me hace falta, que esto otro no lo necesito, que esto ya no sirve< y así fue vendiendo lo que tenía a mano.

En la cocina, las mujeres preparan la salsa para la pizza, mientras los adolescentes organizan un partido de fútbol para hacer tiempo. En un galpón techado dentro del Cepla juegan a la pelota, transpiran, descargan tensiones, ríen, terminan cansados. Nadie tiene una camiseta de Messi y no es porque no quieran. Todos corren con lo que tienen puesto. Algunos quieren cuidar las zapatillas y juegan descalzos sobre el piso de cemento alisado. 

En los barrios también funcionan los prostíbulos. Las chicas que se prostituyen para consumir, a veces son víctimas de violación en grupo. El Gallinero o El Campito, son algunos de los nombres con los que se identifican esos prostíbulos barriales. Por lo general, el fin de semana, el transa organiza una fiesta con música y bebida gratis. Un after dicen los jóvenes. En esas fiestas, el transa cuida que no aparezca algún BateCana, que avise a la Policía. En cualquier conversación entre adictos, se suele escuchar una frase común “hay que morir pollo”, que significa no delatar al transa.

-El Estado no intervino hace 10 años para solucionar, porque no se dimensionó la bomba que estalló, advierte Mustafá.

Pasaron 14 años del crimen del Rengo Ordóñez. Su ex pareja Margarita Toro quedó detenida en 2009. Después fue condenada a siete años de cárcel, en 2011. Como era reincidente no tuvo beneficios. Antes de terminar la condena pidió arresto domiciliario por razones de salud. La Justicia le otorgó el pedido, pero con una custodia policial de la Dirección General de Drogas Peligrosas. Eso duró un par de semanas y pidió volver a la celda. Los vecinos dicen que se arrepintió porque la custodia le espantaba la clientela en la puerta de la casa. Cuando salió de la cárcel, en 2018, fue secuestrada durante unas horas por miembros de un clan rival por una pelea territorial. Para defenderse, Margarita Toro argumentaba después que ya estaba retirada de esos negocios.

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Pasaron más de 10 años desde que Monedita era atado por su propia madre. Aquel joven que llegó a pesar 40 kilos y era capaz de robar la ropa de sus hermanos para conseguir una dosis de paco ha crecido. Es mayor de edad. ¿Saben dónde está Monedita?, pregunto en el barrio. Cipriana dice que hace varios meses que no lo ve por la Costanera. Intuyo que hay algo más de trasfondo. Es como que no quieren hablar de Monedita. Se percibe algo de ese código que dice Es mejor morir Pollo; cerrar la boca. Mejor no hablar de ciertas cosas.

Termina el partido de fútbol bajo el galpón enorme y techado, donde el sol no molesta para nada a pesar de la hora más caliente de la siesta en Tucumán. Los adolescentes toman agua de una canilla y cargan algunas botellas de plástico con hielo. Se sientan formando un círculo, cruzan bromas entre ellos, mientras estiran las piernas en el piso como si fueran futbolistas en el entretiempo. Chatarra, como le dicen al chico de la gorra, tiene una luna en cuarto creciente tatuada arriba de una ceja y una estrella detrás de la oreja. ¿Sabés dónde está Monedita?... ese está guardado, responde en voz baja. Hace más de un año que cayó, agrega y de inmediato cambia de tema. Se sale de la conversación con una broma a sus amigos. Insisto sobre Monedita. Ahí supe que podría hallar a un pariente que vive en el barrio.  

Ángel Villagrán es carpintero en la Costanera. Es tío de Monedita. El vecino fue uno de los primeros en llegar a esa zona, cuando tenía 17 años y apenas eran cinco o seis casillas a la orilla del río. En su familia eran 11 hermanos. Hoy en día lleva más de cinco décadas viviendo en la Costanera. Con sesenta y pico de años, Don Villa, como le dicen en el barrio, mantiene el mismo impulso de aquellos años en luchar contra los transas. Tiene las cejas anchas, una mirada firme y las manos grandes y ásperas de tanto trabajar la madera. En los primeros años hacía los ataúdes de madera para los chicos que fallecían. Calcula que en ese tiempo llegó a construir 25 o 30 cajones porque las familias no tenían para pagarlo.

-Antes se consumía desde los 14 o 15 años para arriba; hoy están consumiendo de 8, 9 y 10 años –asegura-. Los chicos ya no tienen qué vender de las cosas de la casa o de la mamá; salen a la avenida a asaltar a la gente pasa por ahí, pero no porque sean delincuentes, pero se van a convertir en delincuentes porque no les queda otra.

A fines de los 90, cuando salió la “Ley Pierri”, Don Villa logró abrió un expediente para obtener las escrituras de su casa con otros vecinos de la zona. La ley de escrituras 24.374 “Ley Pierri”, sancionada en 1994 por el proyecto del empresario y diputado menemista, Alberto Pierri, adjudicaba títulos de propiedad a quienes habían mantenido la ocupación de un terreno para vivir, por más de tres años. En aquellos tiempos, los chicos de la Costanera no tenían escuela en su barrio. Tenían que salir del barrio y sufrían la discriminación. Para colmo de males, los padres no podían controlar si sus hijos estaban o no en clases. En 2007 empezaron los pedidos para que se construyera una escuela primaria. Les llevó casi 10 años hasta que se levantó el edificio. Después pelearon por una escuela secundaria. Fue lento, pero lo consiguieron. Lo que más duele de la realidad del barrio son las piperas. Así les llaman a los grupos de mujeres jóvenes, muchas de ellas con hijos pequeños, que se prostituyen para seguir consumiendo.

-Son chicas que viven abajo del puente de la autopista –dice Don Villa- y los chicos que comen basura atrás del mercado de frutas, porque tienen hambre y no tienen qué comer. Te da impotencia y no podemos hacer mucho por ellos, admite.

Uno de los mayores problemas es el aumento de los puestos de venta de droga. Circula por todos lados el paco. La venta entró en la escuela primaria y cómo no va a entrar en el secundario, dicen los vecinos. Algunos tienen caballos; otros crían chanchos, y la mayoría, tiene gallinas. Los espacios son reducidos y todo se mezcla. La bosta de los caballos, el estiércol de los chanchos y de las gallinas, los pañales de los chicos. Así es la pobreza en la Costanera.

El modelo de trabajo con los psicólogos, como el caso de Emilo Mustafá, comenzó a replicarse en otros grupos para la recuperación de adictos. Sin embargo, faltan recursos y al narcotráfico le sobran. Por eso avanza más rápido. Hay madres y padres que tuvieron que salir a buscar trabajo o lo que sea para alimentar a la familia y cuando los chicos quedaron solos, el paco los absorbió. Otros fueron llevados a centros de rehabilitación, pero cuando el chico-paciente en recuperación vuelve al barrio y la situación es la misma vuelve a caer.

-Por eso –dice Villagrán-, muchos chicos se suicidan.  

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La calle Honduras al 1500, donde vivió el Rengo Ordóñez está muy cambiada. Ya no hay barro acumulado, lo que la hacía intransitable. Ahora tiene pavimento y cordón cuneta, aunque sigue siendo poco transitada. En varias esquinas hay soldaditos que vigilan día y noche. Este escenario está a menos de 50 cuadras de la Casa Histórica de Tucumán. Del otro lado está el río Salí, que lleva más basura que agua. Después de que Tití Rodríguez mató al Rengo Ordóñez, a dos cuadras de su casa, el manejo de los quioscos cambió de manos. ¿Quién heredó ese mercado en la Costanera?, ¿cómo sería la administración de los quioscos en adelante?... con el correr de los días empezaron a tener respuesta esos interrogantes y ante los ojos de todos. Según la Justicia Federal, Rogelio “El Gordo” Villalba se convirtió en el nuevo rey del paco al heredar el trono del imperio. Había sido criado como un hijo propio por El Rengo Ordóñez. Tenía tanta confianza en él que le enseñó a manejar el negocio y fue su mano derecha hasta el día de su muerte.

El Gordo Rogelio vivía de fiesta. Todos los días, desde las siete de la mañana, sacaba un parlante a la vereda y ponía música a todo volumen. Cumbia y cuarteto. Cerveza, hielo, vino y jugo para sus soldaditos. Era la manera de anunciar que había venta. En la mañana del 26 de septiembre de 2016, empezó a sonar la música como lo había hecho siempre hasta que, de repente, tuvo que apagar el equipo. Un operativo con 200 efectivos policiales de la Federal y de la provincia entraron a la Costanera para atrapar al nuevo rey del paco. Así cayó luego de una década de dominio territorial. Aquella mañana salió esposado, por primera vez, de su casa. En el operativo también se llevaron detenida a su esposa y a su hija. Parecía el destino final del hombre que, según la Justicia Federal, había inundado de paco a las zonas marginales de la capital tucumana.

La división Drogas Peligrosas de la Policía Federal, que investigó el caso durante varios meses hasta llegar al operativo, explicó cómo era el modus operandi del Gordo Rogelio. En aquel momento, el comisario Jorge Luján detalló que para traer la droga de Bolivia utilizaban a un grupo de mujeres que cumplían el rol de Mulas. En el vientre ocultaban las cápsulas. Cruzaban la frontera hasta Orán, donde hacían una parada obligatoria y luego seguían desde Salta hasta Tucumán. Siempre viajaban en ómnibus de línea y en pareja. Aquella vez, en la casa del Gordo Rogelio, la Policía secuestró tres kilos de pasta base, otros productos para estirar la droga, psicofármacos, unos 200.000 pesos en efectivo, más de treinta teléfonos celulares y cinco notebooks.

Fueron 18 allanamientos para atrapar a la banda del Gordo Rogelio. En el expediente judicial se detalló que el detenido había recibido, al menos, dos kilos de pasta base por semana. Las Madres del Pañuelo Negro dijeron que había más puestos de venta de drogas que panaderías. Don Villagrán, el carpintero del barrio, también se alegró con la noticia de la caída del Gordo Rogelio. No imaginaba lo que vendría varios años después.

En la Costanera, El Gordo Rogelio era famoso por su adicción al alcohol. Le gustaban las fiestas hasta el amanecer y con mucha cerveza fría. Quienes lo conocen de cerca dicen que, a diferencia de otros transas, no hace alarde de bienes materiales. No tenía vehículos de alta gama. Al momento del operativo policial se secuestró una camioneta Ford EcoSport de cinco años de antigüedad. El vehículo estaba guardado en la casa de un vecino.

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Ángel Villagrán, el tío de Monedita, siguió adelante con su taller de carpintería, ubicado a un par de cuadras de su casa, en la entrada a la Costanera. Fabricaba caballetes y tablones para los salones de fiesta. En la madrugada del 30 de agosto de 2017, arrojaron nafta en su taller y le prendieron fuego. Los empleados de una estación de servicio que está cerca vieron las llamas en medio de la oscuridad y llamaron al 911 y a los bomberos. La noticia llegó rápido a la casa de Don Villa, que se despertó en un segundo y salió corriendo con lo que tenía puesto. El fuego ardía sobre una pila de maderas que eran la materia prima para su producción. Reconocido por su lucha contra el narcomenudeo y por haber creado la hermandad de los barrios no dudó en que se trataba de una venganza de los transas y culpó al gobierno provincial por la impunidad con que se movían.

-Qué vengan de día si son machos; no de noche cuando no estoy en el taller, gritó enfurecido ante los periodistas a la mañana siguiente, de pie al lado de la montaña de carbón en la que se habían convertido las maderas para hacer tablones y caballetes.

En el barrio, la policía empezó las averiguaciones sobre el ataque. Sin embargo, entre los vecinos nadie vio ni escuchó nada. Una vez más se cumplió la regla del silencio: Mejor morir pollo; no ser BateCana. Unos días después del ataque con combustible, el fiscal federal Gustavo Gómez le preguntó al tío de Monedita si quería tener una custodia en la casa y en el taller.

-No hace falta que yo se lo pida si estoy amenazado –dijo Don Villa a la prensa-; él solo tiene que decirles ‘vayan a cuidar allá’. Está de más preguntarme, comentó aquella vez.

Mientras el Gordo Rogelio estaba en la cárcel, la venta de droga nunca se detuvo. Tampoco se había detenido cuando mataron al Rengo Ordóñez. En estos años, se duplicaron los puestos de venta. Con resignación, Don Villa dice que si detienen al dealer, después al negocio lo sigue la esposa, un primo… así es muy duro luchar.  El Gordo Rogelio cayó detenido en septiembre de 2016. Según el juez Bejas, las pruebas eran contundentes. Sin embargo, pasaron los meses sin que la causa llegara a juicio. El expediente no se movió más en tribunales. A los dos años y medio de estar preso, en marzo de 2019, el Gordo Rogelio quedó libre.

-El rey del paco salió en libertad porque la Justicia se durmió, fue uno de los tantos títulos de aquellos días en los medios de prensa.

Fueron exactamente 30 meses los que estuvo detenido el Gordo Rogelio en la Unidad 10 del penal de Villa Urquiza, acusado de dirigir una red de narcomenudeo en la Costanera. Un miércoles a la tarde dejó la cárcel. En la puerta lo esperaba su familia. Cuando llegó al barrio lo recibieron con bombas de estruendo y una fiesta que duró tres días. Fue una demostración de poder y un mensaje para el resto de los transas. El rey del paco estaba de regreso en su territorio y listo para imponer sus reglas.

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Dentro del edificio del Cepla. Emilio conversa con algunos jóvenes que llegan antes de las 17 para recibir el menú. Dos mujeres y dos varones limpian los baños y le toman fotos con el celular. Deben enviar por WhatsApp una prueba de la tarea cumplida. Las cocineras encienden el horno industrial. En un rato empezará a sentirse el aroma de la salsa y el queso que se derrite. Seis años les llevó a los vecinos conseguir que se cumpliera la promesa del Estado de construir ese gigante de hormigón para la contención de los niños, y jóvenes en la Costanera. En total, el predio mide 1.300 metros cuadrados. Le dicen Cepla, que significa Centro Preventivo Local para las Adicciones. Se invirtieron $ 29 millones. El proyecto original había sido prometido en diciembre de 2013 por el entonces titular de la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y Lucha contra el Narcotráfico (Sedronar), uan Carlos Molina. En aquel momento, el funcionario recorrió la zona en compañía de las Madres del Pañuelo Negro, pero nunca cumplió su promesa hasta que la presión de los vecinos obligó al gobierno provincial a completar la obra.

Hay un grupo de mujeres que tienen a hijos, sobrinos, nietos en situación de adicción y que llegan todos los miércoles para preparar un plato de comida para los chicos y jóvenes que consumen paco. Al drogarse, los adictos pierden apetito y se pasan varios días sin dormir y sin alimentarse. El comedor funciona una vez a la semana; por eso le ofrecen doble ración al adicto. El objetivo es que no termine desnutrido. Si sobra comida, hay otros chicos y adultos que no son adictos y que esperan por una porción de alimento en la puerta de entrada. El psicólogo Mustafá encabeza el grupo de abordaje comunitario en el que formaron grupos terapéuticos para los adolescentes en consumo. Por decisión oficial del Ministerio de Desarrollo Social los adictos no pueden entrar a comer en el Cepla. Deben hacer una fila en la reja de la fachada del edificio. A las 14 comienza el trabajo de las mujeres en la cocina y alrededor de las 18 empiezan a repartir las porciones del menú que puede ser arroz con pollo, fideos con albóndigas, o en el mejor de los casos, pizza con queso y aceitunas.

Siempre hay necesidades en el barrio. Todo el tiempo alguien está pidiendo algo. Cuando un chico muere por la droga, hay que acompañar a la familia que no sabe adónde ir o cómo hacer un trámite para conseguir un féretro. Cuando ocurre una situación trágica como un suicidio aparecen los problemas y en ese momento es cuando llaman a Emilio para que los ayude. Los vecinos no tienen plata ni para sacar una fotocopia por un trámite oficial.

-El problema del abordaje en adicción en Tucumán –dice Mustafá-, está muy disociado. Por ejemplo, si llevás a un chico a desintoxicarse en el hospital está perfecto durante 15 o 20 días. Pero vuelve al barrio y nadie sigue un control del chico, que pierde el fortalecimiento y no sabe cómo enfrentar una recaída, entonces vuelve a consumir. Por eso diseñamos este abordaje comunitario. El Cepla fue un pedido de las madres que veían a sus hijos sin futuro y terminaban ahorcándose. Es tan adictivo el paco que daña al organismo de manera muy rápida. Se genera lo que se llama el pulmón de paco, que son agujeros negros en los pulmones por lo tóxico de la sustancia. Tienen problemas hepáticos, se les caen los dientes, se convierten en pacientes inmunodeprimidos. Se trata de una serie de factores que deben atender para poder seguir el abordaje terapéutico. A eso se suma que hay una generación de chicos que nació desnutridos entre 1999 y 2000. Hay una realidad social y económica que tiene sus consecuencias. Hoy en día –advierte Mustafá-, un kilo de carne cuesta $ 1.500.

En la Costanera, muchos chicos no festejan su cumpleaños porque no saben cuándo cumplen. Al momento de inaugurar el Cepla, en junio de 2019, Juan Manzur era el gobernador y encabezó el acto en compañía del entonces precandidato a presidente de los argentinos, Alberto Fernández.

-El transa hoy es un referente barrial –advierte Emilio Mustafá-. Hay una legitimación social y se llegó a este fenómeno porque van 10 años del problema sin solución. Antes el transa no era del barrio, pero ahora tiene peso político, porque es del propio barrio. Vende la droga, presta plata y resuelve problemas, dice Emilio. Hay transas que crearon merenderos -detalla-. Estamos ante una nueva etapa y no sé en qué va a terminar, agrega.

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¿Qué pasó con Monedita?, ¿dónde está aquel chico que era atado por su madre?, ¿será consciente de lo mucho que se dañó así mismo?, ¿entenderá que también lastimó a otras personas?, ¿será consciente de que sus amigos se murieron?, ¿su familia lo habrá ayudado?... su tío, Don Villagrán, el carpintero del barrio, tiene las respuestas. Le incomoda hablar de Monedita. Parece sentir una mezcla de impotencia y bronca. Al principio elude las preguntas. Dice que el barrio no va a salir nunca si las cosas siguen de ese modo, que hay cada vez más adictos. Resalta que no es suficiente con abrir un comedor o un merendero. No hay algo contundente contra la droga, asegura. Puedo darle de comer todos los días al adicto, pero hay que hacer algo con los que venden la droga, remarca. Cada vez son más, afirma. Es cierto –dice Don Villa-, se atiende la parte de la salud, pero también hay que atacar al transa. Esas dos vías van de la mano, insiste. ¿Usted me pregunta por Monedita? Está en una situación grave. Me duele porque el padre es mi hermano y es un ser humano que cometió errores. Cuando se conoció el caso de mi sobrino, porque la madre lo ataba a una silla, le dieron lavarropas, y otras cosas y todo lo vendieron. Mire –dice el carpintero de la Costanera-, mis hijos nunca consumieron, porque en esta casa hay ejemplos y reglas para cumplir. Él está preso por robo agravado por el uso de arma de fuego. ¿Por qué dice que Monedita está en una situación grave?... si no se lo interna va a ser peor. Se juntó con una chica y tuvieron dos hijos. Digo que es grave su situación, porque la chica fue a visitarlo a la comisaría y él la amenazó. ¿Sabe qué le dijo o qué pasó?... sí, le pidió 40.000 pesos para pagarle al abogado; ella le dijo que no iba a conseguir esa plata y él le gritó delante de todos: cuando salga de aquí, te vu’á a matá. Todos lo escucharon. La chica salió de la comisaría asustada y dos días después lo denunció por amenaza y violencia de género. Ahora mi sobrino está incomunicado y más cerca de que lo trasladen a la cárcel –detalla Don Villa- y ahí ya es otro cantar. Por eso digo que está en una situación grave. Fácil de entender, no le parece.  

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