Las cifras sobre el Mercado Común del Sur que muestran la caída del peso relativo de la región en el comercio exterior de los socios fundadores no lucen auspiciosas. Pero no están tan mal. Así como el Mercosur llegó a representar en 1997 un 30 por ciento del comercio exterior de Argentina (exportaciones más importaciones) y en 2021 llegó a un 21 por ciento, desde su fundación tal suma experimentó un crecimiento en dólares del 775 por ciento, desde 3.715 millones en 1991 a 32.517 millones en los once primeros meses de 2022 (y faltan aún los números de diciembre). Debe tenerse en cuenta que no hay por qué esperar rigidez en las relaciones comerciales en un mundo que cambia. Sí, habría que ver si se aprovecha o no todo el potencial, pero más comercio hace pensar en más bienestar para las partes.
Es útil repasar dónde está el Mercosur en los niveles de integración. Las etapas estándar son: a) Preferencias aduaneras. Los países cobran menores aranceles a los productos originados en los socios del acuerdo. Las tarifas aduaneras no necesariamente son uniformes, cada país mantiene su política arancelaria y le resta a su estructura lo acordado cuando se trata del país socio; b) Zona de libre comercio. No existen aranceles de importación entre los socios para lo sustancial del comercio pero cada uno puede decidir su política arancelaria para los países extrazona; c) Unión aduanera. Se agrega la política de un arancel único para los productos originados en países extrazona; d) Mercado común. Aparecen las libertades de movimiento y radicación de mano de obra y de capital; e) Unión económica. Implica armonización macroeconómica. Su nivel más profundo incluye la armonización tributaria y la unión monetaria; f) Unión política. Incluye grados avanzados de legislación común en áreas usualmente no entendidas como de política económica. Es el grado máximo de integración pues la unión entre países se convierte en un solo país.
En América Latina ningún acuerdo de integración pretendió llegar tan lejos como la unión política ni se asomó seriamente a la unión monetaria ni a la armonización tributaria. El Mercosur sería hoy una unión aduanera imperfecta, aunque hay avances en la movilidad de factores productivos a partir de los acuerdos de reconocimiento de títulos profesionales.
El Mercosur se inscribe en el regionalismo abierto, que surgió ante el fracaso de los procesos de integración a mayor escala. El primero relevante fue la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (Alalc), de 1960, a la que siguió la Asociación Latinoamericana de Integración (Aladi) en 1980. Ambos, si bien con diferente sesgo, tenían en el fondo la pretensión de los gobiernos de que la integración sirviera a sus países para mejorar las balanzas comerciales. Pero en una región cerrada es imposible que todos los países tengan saldo positivo de balanza comercial. A lo sumo pueden tener equilibrio, pero como un resultado forzado que frustraría las ventajas de asignación de recursos y crecimiento económico del comercio libre. Aquella pretensión, en general no expresada, es un lastre.
Además, la Aladi observó que en parte la lenta integración podía deberse a la heterogeneidad de países involucrados y por eso habilitó la formación de grupos subregionales que podrían abrirse al comercio fuera de Latinoamérica con la condición de mantener la meta de la integración general del subcontinente. Eso es el regionalismo abierto. Se suponía que esos grupos serían más homogéneos, lo que facilitaría la adaptación de sus economías al tiempo que ganarían en escala para posicionarse mejor en el mundo y así cada subregión iría mejorando y convergiendo a su propio ritmo hasta hacer posible la integración general.
Pero no parece haber avances continentales. ¿Por qué? Tal vez el proceso de largo plazo no sea atractivo. La integración subregional implica ajustes para cada país y por lo tanto costos antes de ver los beneficios. Luego vendría la integración continental, que implicaría nuevos ajustes. Y por último la apertura al mundo, con más ajustes. Demasiado tanto para los políticos como para los votantes. Algunos países podrían pensar que es mejor permanecer relativamente cerrados, otros que les conviene saltarse pasos y directamente abrirse al mundo. O simplemente las necesidades de corto plazo, haya o no lobbies proteccionistas, complican el avance.
Por ejemplo, en el Mercosur tal vez Argentina sea la mayor traba a la integración pese a sus posiciones públicas porque es el menos estable de los cuatro fundadores. Los otros no tienen problemas de inflación (Brasil podría cambiar) y además Paraguay y Uruguay ganan más con la mayor apertura. Pero no todo es económico.
La integración reciente nació con las conversaciones entre Raúl Alfonsín, presidente de Argentina, y José Sarney, su par de Brasil. Buscaron mejorar las relaciones entre los países, con lo comercial como algo importante pero no único, para disminuir las hipótesis de conflicto entre ambos. Entonces podrían reducirse los presupuestos de las Fuerzas Armadas, que tendrían menos poder y habría menos peligro de golpes de Estado. La integración se impulsó originalmente para fortalecer la democracia. Más tarde llegaría el Mercosur con su impulso comercial consistente con la línea del Consenso de Washington, al que adhería (sin cumplir totalmente) el gobierno de Carlos Menem. Pero el aporte principal fue político.
Hoy la democracia está a salvo de golpes militares y en parte por eso el bloque regional habría perdido prioridad. Lo último que se intentó fue el acuerdo con la Unión Europea, todavía objetado a ambos lados del Atlántico. Las próximas elecciones podrían servir para repensar qué se quiere de la integración y de la democracia, ahora en tensión por grupos civiles que la niegan en la práctica aunque digan sostenerla. Mientras tanto, lo mínimo que puede intentarse es trabajar sobre condiciones como la responsabilidad fiscal y monetaria que ayudarán a cualquier relación que se prefiera con el mundo en vez de pretender que ingenios como una moneda común sustituyan la disciplina propia.






