Los largos días lejos de casa
05 Noviembre 2022

Walter Gallardo

Desde Madrid, España

“- Caballero -le dijo Derville-, ¿con quién tengo el honor de hablar?

- Con el coronel Chabert.

- ¿Cuál de ellos?

- El que murió en Eylau —contestó el anciano”.

El diálogo, con ciertos arreglos, podría ajustarse a las circunstancias de cualquier exiliado que regresa a su país cuando ya nadie cuenta con él.

Fue escrito a principios del siglo XIX por Honoré de Balzac en una pequeña obra maestra titulada “El coronel Chabert”, la historia de un valiente militar de las guerras napoleónicas dado por muerto en la batalla de Eylau y arrojado a una fosa junto a una montaña de cadáveres. Herido gravemente, sobrevivirá de milagro a este sangriento e inútil combate sin vencedores y, al cabo de innumerables peripecias, diez años después reaparecerá en su país, Francia, deambulando harapiento y sin dinero por las calles de París con la intención de recuperar a su mujer, su antigua fortuna y, antes que nada, su propia identidad.

Pese a la ingratitud hacia sus actos heroicos, el militar insiste en reclamar a la sociedad que lo declare vivo. Pero pocos creen en él. ¿Cómo alguien con ese aspecto de mendigo lunático puede ser el conde, el general, el miembro de la Legión de Honor que llegó triunfante hasta Egipto o doblegó a los rusos? Pronto, y con dolor, deberá aceptar que se ha convertido en un intruso, casi en un impostor ante los ojos de los demás, en el territorio que consideraba sagrado, la patria, esa suerte de hogar y regazo en la vida de las personas. Una cadena de decepciones y rechazos le irá indicando entonces que es demasiado tarde para incorporarse al mundo de los vivos.

“¿Hacen mal los muertos en volver?”, llegará a preguntarle a su esposa, casada ahora con un joven ambicioso y dueña de una buena posición heredada de la suya. Embriagada de sueños aristocráticos, a la condesa de Ferraud -antes sólo Rosa Chapotel- le horroriza esta aparición tan inesperada como problemática. Sin duda, preferiría que su marido siguiera muerto o pasivamente vivo, es decir, sin dar noticias ni generar conflictos, otra manera de estar también muerto. Mientras, en el trasiego de su desventura, el coronel Chabert intenta comprender, desde su orgullo herido, la dura certeza de que nadie lo ha echado de menos, de que su regreso de entre los muertos no es sino un fastidio.

Con matices más literales que literarios, siente algo parecido quien vuelve después de algún tiempo de vivir en el extranjero. Adquiere, a su pesar, una condición no escrita de invitado con restricciones, con derecho limitado a la opinión y casi nulo para ejercer la crítica. “Si ya no vives aquí, ¿por qué te metes tanto en lo que no te importa?”, se oye decir más de una vez a los que se creen con autoridad para dar o quitar el pasaporte a sus compatriotas según comulguen o no con sus convicciones, debilidades o miserias políticas.

Quien nunca se movió de su espacio (físico o mental), o, peor aún, quien usa el recurso canalla del patrioterismo, difícilmente comprenderá las emociones de alguien que vuelve a ver, desde la ventanilla de un avión a punto de culminar un largo vuelo, las luces de su país, donde viven aquellos a los que hace dos, tres, o muchos años atrás dijo adiós y ahora imagina esperando en el aeropuerto con avidez.

Tampoco comprenderá el sentimiento de despojo de aquel que comprueba en las calles antes familiares cómo nada es ya del modo que lo recordaba desde la nostalgia o el sentimiento de injusticia de quien, acabado el viaje, debe retornar a un país que no es el suyo y despedirse otra vez de su gente con abrazos apresurados y sin prórroga hasta una fecha aún no señalada en ningún calendario.

Contrariamente a lo que muchos creen, el acto de volver, y no el de partir, es el que muestra la medida exacta de la herida causada por el desarraigo. Es el único camino para enfrentarnos a la ausencia, a la de uno mismo. Entre el que regresa y el que ya no está más en su antiguo lugar hay una brecha por donde se despeña el desasosiego de muchos días alimentados por la soledad de la distancia y las preguntas sin respuesta, o con respuestas que cuestan ser aceptadas.

“La vida a veces pasa en un soplo, pero otras veces qué difícil es pasar una tarde”, decía el escritor italiano Antonio Tabucchi citando una frase de su abuela en relación con el tiempo. De esas tardes difíciles están hechos, al menos al principio, los largos días lejos de casa. Son esas tardes en las que las transacciones con el exilio siempre arrojan pérdidas: ¿vale la pena no ver durante años a mis padres, hermanos y otros tantos seres queridos a cambio de un empleo o un poco de seguridad personal en un lugar lejano en todos los sentidos? ¿Cuántos de los que yo hubiera querido o podido ser en mi país han resultado frustrados por la condena de elegir una vida a miles de kilómetros? ¿Me habré equivocado? ¿Me habré quedado con la versión más modesta y apocada de mí mismo?

Después de más de 20 años fuera del país, estas reflexiones se repiten habitualmente al ver las noticias sobre el descontrol migratorio que se vive en el planeta. No hay región ni continente donde no se observen hoy masas humanas desplazándose en busca de un refugio, fenómeno ahora acentuado por el estallido de esta crisis económica global y la invasión de Ucrania. Sólo desde allí, 9 millones de ciudadanos huyeron a distintos países de Europa.

¿Cómo ofrecer de la noche a la mañana vivienda, servicios médicos, educación y empleo a ese número de recién llegados? Polonia, por ejemplo, con una población de casi 40 millones, y hasta hace poco con un discurso xenófobo, alberga ya a 5 millones de sus vecinos. Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), “globalmente, el número estimado de migrantes internacionales ha aumentado en las últimas cinco décadas. El total estimado de 281 millones de personas que viven en un país distinto de su país natal es superior en 128 millones a la cifra de 1990 y triplica con creces la de 1970”. De ese total, Europa acoge a 87 millones, Asia a 86 y América del Norte 59.

Siguiendo la tendencia, los números y el estado de ánimo de muchos países de Latinoamérica reflejan últimamente que hay una abrumadora cantidad de jóvenes y no tan jóvenes preparando las maletas para partir y un porcentaje importante que ya lo hizo en busca de oportunidades negadas o nulas en sus lugares de origen.

En el caso de Argentina, al tratarse de un país de inmigrantes, el llamado “éxodo” suena casi a sarcasmo, y si a eso se le suma la fortuna geográfica de ocupar un inmenso y rico territorio, resulta imposible ocultar la evidencia de un monumental fracaso político o de una estafa, o de las dos cosas por separado o juntas. ¿De cuántas personas se habla y qué razones comunes impulsan a los que huyen de un país al que quieren, pero no son correspondidos?

Hay consenso en señalar que se escatiman las cifras desde ámbitos oficiales pese a la insistencia de muchos medios en obtenerlas. De acuerdo con algunos de ellos, como BBC Mundo, al menos 200 argentinos abandonan a diario el país. Aunque sólo fuera algo aproximado, igualmente debería ser preocupante. Los que se van dejan siempre un vacío de capital humano y familias desgarradas. Pero si no hay datos donde debiera haberlos, la información sí puede ser encontrada en las administraciones de las naciones de acogida, el registro de los inmigrantes y su procedencia.

Esto último, a su vez, habla del estado de salud de ciertos países. ¿Por qué aumenta día a día la llegada de venezolanos, ecuatorianos, rumanos o argentinos en sitios, por ejemplo, como España? ¿Y por qué no sucede lo mismo con canadienses, japoneses o australianos? En la respuesta está el motivo. Comparar es odioso, en particular si subraya las desventajas propias. En realidad, nada resulta más útil para ver dónde se está parado.

¿Y qué ambiente político recibe a los inmigrantes? En Europa, los partidos de ultraderecha han inflamado el debate público con un discurso racista y antiinmigración, de espuma en la boca, que tiene un alarmante respaldo en número de votos. Así, vemos la avasalladora popularidad de estas corrientes ya en el poder en países como Hungría o Polonia, acariciándolo en las últimas elecciones en Francia, triunfante en Italia y con una fortaleza asombrosa en Suecia, inspiración universal de la socialdemocracia durante décadas. En España, Vox, un partido admirador de la ominosa dictadura de Franco, cuenta con 52 diputados de un total de 350 en el Congreso. Todas estas fuerzas asocian extranjero con delincuencia, aumento del desempleo o invasión cultural. Agitan la famosa “Teoría del Reemplazo”, la que habla de unos bárbaros empujando al vacío a la población blanca e imponiendo costumbres y religiones foráneas. Entre sus límites mentales, caben hasta grupos que aseguran que la tierra es plana.

De cualquier manera, es bueno saber desde el principio que dejar atrás tu propio país no es ni bueno ni malo, simplemente es triste. No se trata de una cuestión moral sino de una decisión (forzosa o voluntaria) de consecuencias irremediables: quien se va, de algún modo, y aunque vuelva de tanto en tanto, ya se ha ido para siempre. El que regresa no será la misma persona que partió ni el lugar el mismo que ha dejado. Regresará alguien reinventado en los territorios hostiles del destierro a un escenario donde los cambios parecerán irreverentes con su memoria.

Más tarde, transcurridos algunos años fuera del país, llegará el momento de aceptar con resignación que el tiempo sutilmente se ha encargado de quitar las señales que conducen de vuelta a casa. Coincidirá con el pasaje en la obra de Balzac en el que el coronel Chabert, cansado de insistir en que sigue vivo, comienza a llamarse sólo Jacinto.

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