Las mil caras del transformismo peronista

Las mil caras del transformismo peronista

EL CONCEPTO. “En su fragor transformista, el peronismo ha mudado en formas y contenidos sin perder el sentido del espectáculo”, afirma Escribano.  EL CONCEPTO. “En su fragor transformista, el peronismo ha mudado en formas y contenidos sin perder el sentido del espectáculo”, afirma Escribano.
17 Julio 2022

Sábado 2 de julio, al anochecer. Perplejidad. Tristeza. Furia. Vergüenza. La sociedad atónita, rehén infinidad de veces de reyertas y escándalos en el peronismo, sintió de golpe un vahído más angustiante que otras veces. Llegó hasta preguntarse si detrás del reclamo de los acólitos reunidos en Ensenada, pregonando “Cristina, presidente en 2023”, se amparaba la intención gravísima de acelerar la sucesión presidencial. ¿O es que continuábamos, en realidad, en la prosecución de un capítulo con tiempos más pausados, más rítmicos, pero igualmente corrosivos para el país, y de final abierto?: lo que Alfonso de Prat Gay definió como un golpe de Estado en cuotas. Ese fin de semana pareció que la soledad del presidente, frágil en extremo, y por buscar una comparación, menos instruido y laborioso que Fernando de la Rúa, cerraba un círculo incompatible con los rigores de la ley de gravedad.

¿Por qué no ahondar entonces en la idiosincrasia, no siempre dramática en extremo, del movimiento que ha estado en el cruce de todos los caminos políticos desde los años cuarenta? ¿Por qué no ahondar desde perspectivas menos frecuentadas esta semana sobre algunos datos fundamentales de ese movimiento y de las modalidades de quienes lo han conducido, en particular Cristina Kirchner?

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Tres días antes de la renuncia del ministro Guzmán, en rueda de reflexiones amistosas sobre adónde va el peronismo, que incluyeron los comentarios consabidos sobre si la historia se repite o no, alguien –un politólogo eminente, quién si no- halló la palabra mágica: transformismo. Anticipación de que todas las hipótesis de análisis del tema están por definición abiertas.

La mención de esa aptitud natural para el cambio, para desviar la dirección de la marcha, retomarla, volver hacia atrás y luego hacia adelante, y desconcertar a adversarios experimentados, introduce en la esencia de lo que el peronismo ha sido y es: un gran actor de la política entendida como espectáculo, capaz de interpretar la comedia y el drama, y todos los géneros imaginables, los conocidos, y seguramente los por conocer, con tal de perseverar sobre las tablas. ¿Por qué no también el género musical, si lo ha practicado no menos que al rubro trágico?

Con ese molde de interpretación quedamos frente a la biología y al pensamiento que los biólogos y naturalistas desarrollaron desde comienzos del siglo XIX con Jean-Baptiste Lamarck, y perfeccionaron con Darwin, algo más tarde. Los que observaron la habilidad de los organismos vivos para producir cambios en sí mismos, adecuándolos a la transmutación de las condiciones ambientales. O sea el “contexto”, signado por las categorías de tiempo y espacio, y el dinamismo que proporcionan los núcleos sociales.

Todos cambiamos en mayor o en menor medida: cambian nuestros cuerpos, cambian nuestras relaciones, cambia el mundo que nos rodea, cambian las perspectivas desde las que elaboramos y formulamos pensamientos. Obra del tiempo que trajina, en el mejor de los casos políticos, sobre las bases inmutables de algunos principios pétreos, y que, libre de pudores, se emplea sin sujeción a ninguna regla que no sea la de supervivir y, si es posible, con predominio autoritario sobre otros. Imposible desatender el papel estelar que el peronismo ha protagonizado en ese campo a lo largo de más de setenta y cinco años. Ha sido campeón del transformismo entre el estupor a menudo impotente de los opositores y la constatación fascinada del mundo que, sin ahorrar críticas ante la extraordinaria plasticidad –o cinismo- demostrado, anota y estudia ese fenómeno casi único de la política contemporánea.

En su fragor transformista el peronismo ha mudado en formas y contenidos sin perder el sentido innato del espectáculo. Está en su salsa en la interminable función que comienza cuando usted llega. Ninguna de sus luminarias, por así llamarlas, ha superado en talento y enjundia intelectual al profesor de historia militar que fue el general Juan Perón, caudillo en condiciones óptimas de escribir los discursos propios. Algunos fueron memorables por la calidad del estilo, como el que pronunció el 21 de junio de 1973, un día después de volver al país, porque una batalla sangrienta entre partidarios canceló el recibimiento y le impidió hablar en Ezeiza. Pero todos esos personajes han compartido, en un nivel u otro, la llamativa capacidad histriónica para afrontar en sucesivas épocas compromisos en los más diversos escenarios de la política.

Ha sido un logro incuestionable de Perón, Eva Perón, Carlos Menem, Néstor Kirchner, acaso entre ellos el de medios expresivos más rudimentarios, y Cristina Kirchner.

La memoria colectiva, en cambio, ha sido renuente a tomar en cuenta a María Estela Martínez de Perón, desprovista de aquel don de la comunicación. Justo a ella, que ha sido como Eva Perón actriz profesional, bien que ceñida a un modesto papel de bailarina, y vegeta desde hace tiempo en el olvido en altos años de la vida, en España. Pondría en apuros a un director de escena resolver en qué casting cuadrarían las performances que definen al presidente Alberto Fernández.

No han cultivado, claro, la mímica, que si es excelsa eleva el silencio a un rango superior de conexión con las audiencias; han cultivado el relato, cuyo contenido dosificaron según las circunstancias de los tiempos que vivieron. En particular, el relato histórico, que en Menem presidente fue menos relevante que en Menem gobernador, el de 1973 a 1976 y de 1983 a 1989, mimetizado con el gran caudillo riojano del siglo XIX, Facundo Quiroga.

La inmensa habilidad de transformación es a esta altura un dato genético del peronismo. Tiene el componente común del uso y abuso de la historia, que culmina con Cristina Kirchner. Ernesto Palacio, historiador nacionalista que encabezó en 1946 la lista de candidatos para diputado nacional que respondían a Perón, proclamaba, adelantando casi una justificación, que “cada época necesita construir su propia lectura del pasado adecuada a los requerimientos del momento presente”.

Así lo recuerdan en un ensayo los historiadores Fernando Devoto y Nora Pagano, citados por Camila Perochena en su imperdible “Cristina y la Historia” (Ed. Critica, 2022). Ese pie otorga a la autora licencia para hacer notar un vacío –un vacío inmenso-, por contraste con el peronismo como expresión vernácula populista, que percibió el politólogo mexicano Jesús Silva-Herzog, al escribir: “El populismo dispone de la habilidad de restituir una dimensión simbólica de la política a la que el liberalismo ha renunciado explícitamente”.

En su abstracción de ensayista, Silva-Herzog invita a esta indagación en circunstancias en que las formaciones políticas se alistan para las elecciones de 2023: ¿Cómo competir, sin movilizar en la sociedad emociones que la atrapen, contra la fuerza política que ha hecho del relato afanoso, obsesivo, constante una cultura política sobre cuyas espaldas se ha sostenido la inepcia pasmosa del gobierno? ¿Cómo competir exitosamente contra la fuerza cuyas evidencias de fracaso en toda la línea se han neutralizado hasta aquí entre los vahos sentimentales con los que el peronismo enamoró a vastos estratos de la sociedad desde su irrupción, con el golpe militar de 1943?

Habría una respuesta. El programa más sensato de gobierno, incluso encarnado por los mejores candidatos, será necesario, pero a pesar de lo que dicen las encuestas podría ser insuficiente para derrotar al peronismo en su versión de transformismo/siglo 21. Estaría faltando oponer al relato, otro relato: más vigoroso, más convincente en sus razonamientos y, sobre todo, más penetrante en su emotividad; más moderno que el modelo agotado y que defina una identidad fuerte y cristalina. Un relato destinado a provocar en la sociedad entusiasmo por una nueva ilusión, sobre las pautas renovadas con las que Alfonsín la hizo soñar en la campaña de 1983. La de aquel mensaje de que dejaría atrás -más lejos aún de lo que prometía el peronismo- la larga noche de siete años de régimen militar y cumpliría el único contrato en pie entre argentinos, la Constitución Nacional.

Además, si de lo que se trata es de conferir mayores márgenes de negociación y de consenso a la política, urgiría la reforma legislativa de las PASO. De modo que las fórmulas queden abiertas, se elija sólo candidatos a presidente, y se habilite la transición hacia acuerdos internos en partidos o coaliciones sobre los segundos de cada fórmula y otras cuestiones de trascendencia.

Cristina Kirchner, por encima de cualquier otra personalidad dominante del peronismo en el siglo XXI, ha estado dotada de pasión para la narración histórica. Pasión que la devora e incita a desviaciones de la objetividad con tal de subordinar el rescate del pasado a su utilidad práctica en el presente. Persistencia de la memoria al servicio de la estrategia política.

Cristina Kirchner ha sido fiel, como sus antecesores, salvo Menem en los noventa, a la dicotomía entre “pobres” y “oligarcas”, entre el pueblo “considerado como puro” y las élites supuestamente desentendidas del interés nacional. Así lo observa Perochena, mientras retoma la observación de Ernesto Laclau, el intelectual que tanto gravitó en la radicalización del kirchnerismo, de que los populismos, en su capacidad de construir identidades políticas, se centran en la diferencia y la exclusión. Hace bien, por otra parte, la joven historiadora en subrayar un rasgo distintivo de Menem presidente. Al menos cuando apeló a la historia, unió: el retorno de los restos de Rosas; el abrazo con el almirante Rojas.

En la vicepresidenta el genio se impone a veces en desmedro de sus intereses políticos inmediatos. El temperamento que desangra en Sinceramente, el libro con el que batió records de venta. Habla de la derrota electoral de 2009, la de Néstor Kirchner frente a Francisco de Narváez, en la provincia de Buenos Aires, y llama la atención de Perochena, cuando suspira: “…el pueblo tuvo la posibilidad de elegir a la persona que sólo cuatro años antes la había sacado del infierno. Es algo que nunca voy a comprender. Perdón… ¿Solamente los dirigentes tienen que hacer autocrítica?”.

Curiosa confesión en una dirigente tan sensible al narcótico del aplauso popular. Ahora ha vuelto por esa senda en un inesperado conflicto con los núcleos piqueteros que podían ser instrumento de control callejero –y, en cierta manera, lo han sido- para quien de tanto en tanto ha debido afrontar cuestionamientos del otrora eje indiscutido del peronismo: las organizaciones sindicales peronistas.

A medida que se acortan los plazos con vistas a octubre de 2023 se acentúa la impresión de que la vicepresidenta ha resuelto apostar por lo que entiende más seguro en medio de su escepticismo personal sobre los resultados presidenciales: lograr el triunfo en los comicios de la provincia de Buenos Aires y obtener, con un nuevo mandato legislativo, la renovación cautelosa de fueros más efectivos, ante un infortunio judicial, de los que confiere la historia que invoca y tutelan “los fueros del pueblo”.

Amaña de tal modo las palabras y los actos a fin de acelerar el desplazamiento de los fondos de asistencia social –en realidad, de todo tipo de fondos posibles- desde la férula de los jefes piqueteros a los intendentes y gobernadores que le responden. Lo hace sin desatender otros horizontes de la política, como sugiere su conversación con un economista liberal, Carlos Melconián: el sectarismo también admite brechas.

El libro de Camilia Perochena aborda en particular los usos del pasado por Cristina Kirchner en los años de presidenta, entre 2007 y 2015, como en otros posteriores, en que los empezó a buscar amparo legal a sus cuestiones con la Justicia en la teoría del lawfare. La solicitación del pasado anida en muchas de las más de mil quinientas piezas oratorias registradas en aquellos ocho años.

En su denuedo por potenciar la idea de Laclau del conflicto como arma estratégica en la política Cristina Kirchner ha llevado la polémica a temas que sorprenden. Perochena consigna que en una comida que ofreció en 2009 a la presidenta de Chile, Michelle Bachelet, al hablar sobre San Martín, O Higgins y Bolívar, dijo que “la historia oficial” –entiéndase: la historia de Mitre, de Vicente Fidel López y otros- modeló aquéllos próceres “como seres puros, etéreos, casi de mármol con el objetivo de hacernos pensar que entonces es imposible ser como ellos y reproducir sus gestas y acciones”.

Se ha confundido o ha procurado confundirnos. No fueron los historiadores liberales; fueron los intelectuales y doctrinarios nacionalistas quienes, desde comienzos del siglo XX, forjaron la idea de que, habiéndose ya articulado debidamente una nacionalidad, convenía configurar a toda costa una cultura en su defensa e integridad.

Se entorpeció así, en nombre del “ser nacional”, la posibilidad de trabajar en juicios que habían asomado en el siglo XIX sobre tal o cual aspecto crítico en los prohombres de la nacionalidad. En el afán de exaltarlos, los deshumanizaron, promoviendo, muy a pesar de aquellos teóricos probablemente, caricaturas incomprensibles, distantes de los hombres de carne y hueso y no de bronce, y de lo que más al norte del continente se respetaba, con sus luces, sus sombras y sus romances, en Bolívar.

Los grandes historiadores del siglo XIX escribieron con espontaneidad, libre de ataduras y prejuicios, sobre quienes nos dieron libertad e independencia. Mitre escribió sobre el varón que triunfó en Tucumán y Salta: “Belgrano es uno de aquellos personajes históricos que ganan en ser vistos y oídos de cerca, porque hasta sus mismos errores y debilidades, asimilándolos a la naturaleza humana contribuye a despertar la simpatía”. ¿Hombres de mármol, señora Kirchner? Esos fueron los de algunas creaciones del cinematógrafo argentino: hombres desnaturalizados por la exacerbación de complejos nacionalistas que subyacen hoy, usted sabe, en el fondo de dictaduras latinoamericanas.

Propone Mitre, en cambio: “Hemos dicho que uno de los bienes que produce el estudio de la historia es dar fundamentos racionales a la admiración por los hombres que en ella figuran, por cuanto destruye esa admiración supersticiosa y ciega que no reconoce razón de ser, y que, divinizándolos o adornándolos con oropeles, ni sirve de ejemplo ni da lecciones”.

No, señora, si usted no pudo reproducir las gestas y acciones de las más grandes personalidades argentinas en el propio desenvolvimiento cívico, debe buscar más bien en el terreno de su pertenencia política las limitaciones que impidieron tan loable propósito. Fíjese lo contradictorio entre eso de situar a Mariano Moreno, como lo hizo en el discurso por el Día de la Soberanía, en 2012, entre los más generosos contribuyentes a un “proyecto nacional” en el sentido en que usted lo entiende, y de qué manera diferente Moreno fundaba las razones de una buena gobernanza republicana: “Son varias las condiciones que aseguran la felicidad de un Estado; y entre ellas la principal es que la pureza de la administración interna se asegure en la fuerza de las leyes, no sólo por el respeto que se les debe, sino también por el equilibrio de los poderes encargados de su ejecución”.

¿Se reconoce en esa sentencia de quien fundó la Gazeta de Buenos Aires? ¿Cree de verdad reconocer la impronta del secretario de la Primera Junta en actos de sus dos gobiernos, o en el de su predecesor, con quien empezó la penúltima versión del transformismo peronista? Siempre la penúltima, oh, sí, como la postrera copa del alcohólico: Carlos Menem, dejó de ser, de golpe, el mejor presidente que había tenido la Argentina según Néstor Kirchner, y los mismos que hicieron posible la privatización de YPF en los noventa, la estatizaron en mayo de 2012.

Dejemos a Moreno como lo retrata Vicente Fidel López en su Historia de la República Argentina, siguiendo a Mirabeau en la Asamblea Nacional Francesa de 1789: “Equilíbrense los poderes y se obtendrá la pureza de la administración”. Moreno juzgaba la división de poderes, escribe López, como único freno capaz de contener al magistrado en su proceder. ¿Disiente, señora, con las palabras de aquel a quien usted consagró al panteón histórico nacional junto con Belgrano, Monteagudo, San Martín, el Chacho Peñaloza, Felipe Varela, Yrigoyen, Perón y Eva Perón? Vea qué interesante: en el parnaso ferroviario de Perón la constelación tenía otros matices: San Martín, Belgrano, Mitre, Urquiza, Sarmiento y Roca. ¿Roca, nada menos?

Acaso haya que prestar más atención a su arrobamiento por Belgrano. Coincide usted con Mitre, cuando dice en la famosa biografía: “Belgrano es el varón más probo y más patriota de la República Argentina”. Y coincidió con usted el juez de la Corte Suprema Carlos Rosenkrantz, en un discurso de reciente incorporación académica: “…los argentinos, como en muy pocas cosas estamos hermanados en nuestro respeto y admiración por la vida y por el legado de Belgrano”. ¿No debería señalarse con más fruición lo que une, en lugar de emplearnos, como misión ineludible de la política, en exacerbar diferencias que no perdonan ni a los propios? ¿Hasta cuándo la sociedad va a resignarse a grotescos institucionales como el del fin de semana, que tanto daño hicieron como si hubiera sido poco el inferido en este siglo a la política, a la economía, a la tranquilidad y seguridad ciudadana? ¿Debemos dar por perdido el derecho a la “moderación” que un pirómano de La Cámpora, su íntimo círculo, ha dicho que está agotada?

Como se comprenderá, la rueda de reflexiones sobre adónde irá el peronismo concluyó sin que los contertulios arriesgaran un pronóstico. Imposibles las certezas. En realidad, hablaron de todo, menos del punto inasible de la convocatoria, lo que no impidió que se retiraran felices por la urbanidad del intercambio de ideas que los había ilustrado.

Por José Claudio Escribano

© La Nación

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