El sabio ante la muerte

El “Fedón”, de Platón, muestra a Sócrates consolando a sus discípulos para que acepten el destino de su maestro, que por nada del mundo eludiría su cita con el veneno. Los tiene que convencer de no estar tristes por su estoicismo avant la letre; sereno les dibuja silogismos para mostrar que la filosofía no es otra cosa que una preparación para la muerte y que por lo tanto es la triste graduación de todo pensador que se precie, para al fin abandonar lo particular y abrazar lo universal, dejando el cuerpo (soma) que es la prisión (sema) del alma. Una actitud ejemplar y pura, la apuesta de quien pone pleno al absoluto.

Pero no se compara con el mito del sabio tucumano ante la muerte. He reconstruido la escena con la memoria de la descendencia de los protagonistas. A las imperfecciones propias de una empresa de este tipo se debe sumar, en general, la traición de poner palabras donde hubo una escena de altísima densidad humana, y, en particular, mis propias limitaciones expresivas. Estaremos entonces tan cerca de lo ocurrido como un sordo de la música: las migajas de verdad que podremos disfrutar son equiparables a las notas que obtiene al posar su mano sobre el piano. Verán que aun lejanas, son profundísimas.

Coinciden todos en que era martes y que la primera década del siglo XX recién terminaba. La noticia de que el maestro tenía una enfermedad incurable ya se extendía peligrosamente. El diagnóstico inapelable fue de su discípulo dilecto, Pita Poviña, ahora uno de los médicos más reputados de Tucumán. No pudo menos que comunicarle a su lechada académica, junto a quienes urdieron la idea de que todos los seguidores tenían que estar a la hora de comunicarle la noticia fatal. Quizás la primera vez que ellos sabían más que el Doctor Macedonio Parra. Pusieron el límite de una semana para que los dispersos llegaran para la cita suprema.

Ese martes el sabio llegó al museo temprano y se encontró con la sorpresa de que veinte personas, de etiqueta impecable, lo esperaban. Rostros conocidos, a pesar de que el tiempo había hecho de las suyas. Los comenzó a saludar de a uno por su nombre, evocando con cruel afecto algún recuerdo vergonzoso. Varios incumplieron el pacto de no quebrarse y rompieron en llanto, pero por suerte el sabio estaba acostumbrado a generar emociones a su alrededor, máxime en una nostálgica reunión en su honor. Cuando se abrió un silencio, les habló el profesor:

- ¡Qué alegría inmensa queridos! ¿Se cumple algún aniversario especial, un número redondo que se me haya pasado?

Los queridos miraban al piso

-¡Lo tengo! ¡Cuarenta años de mi taxonomía de epifitas!

El silencio le convenció que estaba lejos de la verdad. Pasó a arriesgar otras efemérides: tres décadas de la muerte del tapir al que llamaron Puck y que era una institución del colegio. ¿No? ¡Ah! Cincuenta de la visita del hijo de Darwin, entrañable borrachín.

Para alivio general, Jorge Fiol puso fin al penoso espectáculo.

- Maestro. La verdad es que estamos como dijo Shakespeare, “con un ojo risueño y el otro vertiendo llanto”. La alegría de verlo es inmensa, pero también la tristeza es muy grande.

-Ajá- se puso grave el sabio, fingiendo entender a qué iba-. Abel Novillo procedió a relatarle los resultados de los estudios médicos que se realizara en su consultorio hacía un par de semanas. Lo hizo con la precisión con la que el propio Macedonio describió para siempre el tarco tucumano: “hojas bipinnaticompuestas, raquis alargado, inflorescencias en panículas terminales, fruto cápsula orbicular, gruesa y leñosa, aplanada con dehiscencia paralela al plano de compresión, semillas alargadas con láminas membranosas...”

El sabio escuchó impertérrito, seguro opinaba que se podía hacer una mejor descripción con menos palabras. Finalmente preguntó

-¿Significa que yo…?- Todos se enfocaron en su rostro.

-¿Que yo…?- Asintieron

-¿Qué yo me?- Nuevamente los rostros le hicieron saber que era eso

-¿Yo me voy a morir? ¿¡Por qué!? ¡Me c** en la deidad!- Pateó el suelo y procedió a un furioso llanto a moco suelto que parecía interminable.

Después se marchó, no sin antes mandar a todos a la mierda. Un verdadero sabio.

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