Pero algunos son más iguales que otros...

Pero algunos son más iguales que otros...

Pero algunos son más iguales que otros...

Carlos Zannini, ese eterno incomprendido, expuso esta semana -una vez más, cabría aclarar- lo adelantado que es el pensamiento kirchnerista. Por ende, desnudó el negacionismo de los sectores retrógrados de la oligarquía nacional y su vocación por no comprender lo que la vanguardia del progresismo austral está promoviendo revolucionariamente en este país.

El “Chino” plantea la pelea en el terreno ya no del discurso sino de la semiótica. Particularmente, en el terreno del significado de las palabras. Porque en este país estragado de sinarquías, el conservadurismo ha tergiversado lo que los vocablos expresan. Es a la luz de esas malversaciones del lenguaje que juzgan con maldad a Zannini. Recordemos: él es quien iluminó el paradigma “K” con la sentencia: “A la Presidenta no se le habla, se la escucha”. Eso no será muy democrático ni republicano (arcaísmos del siglo XVIII y de ese hito burgués de la Revolución Francesa), pero es un concepto vanguardista en materia de igualdad de género…

Siempre a la cabeza de la evolución del lenguaje, el Procurador General del Tesoro está haciendo una arqueología de las palabras. Y de lo que ellas representan. Cuando se reivindicó como “vacunado VIP” porque es un hombre con funciones “decisionales”, en realidad estaba haciendo profesión de fe feminista: su esposa, que debe ser la que de verdad decide en su casa, también se vacunó. Es decir, las mujeres al poder.

Dijo el ex secretario de Legal y Técnica que tampoco se arrepiente de haber accedido a la vacuna presentándose como “personal de salud”. No se trata de un caso de falsedad ideológica de instrumentos públicos, como seguramente pretenden los destituyentes, sino una muestra de empatía con los médicos y enfermeros. Zannini está diciendo “todos somos trabajadores de la salud”. Además, digamos todo, compañeros: teniendo en cuenta los cargos públicos que ocupó, debe haber lidiado con cada enfermo. Y enferma. Y enferme...

Como es humilde, se arrepiente de no haberse tomado la foto, como decenas de jóvenes de La Cámpora, poniendo los dedos en “V”. Homenajea, así, a todos esos héroes que, mientras la oposición denunciaba que la Sputnik V era “veneno ruso”, se inmolaron cual cobayos patriotas para demostrar que no era así. La “V”, por cierto, es de “las dos dosis”.

Luego justifica que se haya vacunado a Horacio Verbitsky, porque es una personalidad que merece ser protegida. Con ello, concreta un respaldo sin fisuras al Presidente, en contra de la novela gorila de que hay internas entre Alberto y Cristina: aquí todos saben que Fernández gobierna y que Fernández convalida. El “Chino” está diciendo “no es delito adelantarse en la fila”, definición con la que en febrero nuestro jefe de Estado, con absoluta autoridad, pidió “terminar con la payasada”. Porque, realmente, es un circo. El fallecido Daniel Muñoz pasó de ex secretario de Néstor (alías Él) y de Cristina Kirchner a dueño de un departamento de U$S 15 millones en el Plaza Hotel de Nueva York, entre otras muchísimas propiedades. Lázaro Báez pasó de empleado bancario a tener tantas tierras que la Argentina, al sur, limita con él. Y el comprovinciano José López pasó de humilde concepcionense que se fue a buscar suerte a la Patagonia a desprendido creyente que dejaba limosnas de U$S 9 millones en los conventos. Todos fueron investigados por saltearse lugares en la fila del enriquecimiento genuino. Ninguno tiene condena firme. Entonces, basta de circo: delito no es.

Queda claro, entonces, que no se necesitan nuevas palabras, sino nuevos significados. No hacen falta “otros” diccionarios, sino “otras” literaturas. Algunas fueron escritas, inclusive, a mediados del siglo pasado y ya entonces prefiguraban los comunes casos actuales de toda suerte argentina. Si todos leyesen “Rebelión en la Granja” dejarían de inculpar con necedades a Zannini. Y al Gobierno. Pero con esa obra, publicada en 1945, siempre hubo resistencias. Su autor, el periodista George Orwell (dejó la BBC en 1943, cuando empezó su obra), demoró en publicarla. En el prólogo, el contexto del retraso: “los liberales le tienen miedo a la libertad, y los intelectuales no vacilan en mancillar la inteligencia”.

La “fábula”

Orwell cuenta, casi como si fuera una fábula para niños, la historia de una hacienda donde hay dos clases de miembros: los terratenientes, que residen en la casa, y los animales, las “bestias de Inglaterra”, que viven en el granero. A estos últimas, una noche, el Viejo Mayor (uno de los cerdos) les cuenta el sueño de la emancipación. Y les inocula el virus de la no resignación. Porque, como dice el burro Benjamín, aunque hay que darle las gracias a Dios por tener cola para aventar las moscas, mejor sería no tener cola. Y no tener moscas.

Cuando se hacen del manejo del establecimiento, todos acuerdan siete leyes, que se escriben en la pared del granero. 1.- Todo lo que camina sobre dos pies es un enemigo. 2.- Todo lo que camina sobre cuatro patas, o tiene alas, es un amigo. 3.- Ningún animal usará ropa. 4.- Ningún animal dormirá en una cama. 5.- Ningún animal beberá alcohol. 6.- Ningún animal matará a otro animal. 7.- Todos los animales son iguales.

Pero a poco de andar surge, de hecho, que el reparto de tareas no es equitativo. Los de la especie de Viejo Mayor no trabajan: coordinan las tareas de los demás. Y también coordinan, por así decirlo, el pensamiento un sector: las ovejas. Para ellas, las siete leyes son complejas. Así que diseñan un reduccionismo fácil de memorizar: “cuatro patas sí, dos pies no”. Y cada vez que hay una discusión, el interrumpe repitiendo esa máxima.

Tras la muerte de Viejo Mayor, uno de sus seguidores, Napoleón, se convertirá en una suerte de primera autoridad. Más que por convencimiento, porque mientras otros se dedicaban a trabajar en proyectos, él se había consagrado a adoctrinar nueve cachorros de perros, que crecieron con un único objetivo: defenderlo ciegamente.

Las asimetrías, entonces, comenzaron a acentuarse. Toda la leche de las vacas y todas las manzanas que caían al suelo eran para la comida de los cerdos. Eso sí: no era un privilegio, era un sacrificio. Porque resulta que a ellos no les gustaba ni uno ni otro alimento, pero los ingerían igual porque era bueno para la salud y les permitía seguir pensando cómo administrar la granja. Así que se comían todo por el bienestar general.

Para entonces, ya nada se deliberaba. Napoleón se reunía con un consejo, tomaba las decisiones y se las comunicaba a la comunidad. “Soplón”, el gran intérprete del líder, explicaba que “no era lindo ser jefe”: lo hacía porque los demás lo necesitaban.

Cuando parecía que se estaban apartando de los “Siete mandamientos”, “Soplón”, literalmente, les reescribía el pasado y las “Bestias de Inglaterra” terminaban dudando de su propia memoria. Cuando los cerdos aparecieron ebrios de whisky, resultó que el quinto mandamiento decía “Ningún animal beberá alcohol en exceso”. Cuando Napoleón liquidó a sus críticos, resultó que el sexto mandato figuraba como “Ningún animal matará a otro sin motivo”. Y cuando los cerdos se mudaron a la casa y comenzaron a dormir en las camas, resultó que el cuarto mandamiento decía “Ningún animal dormirá en una cama con sábanas”. Y ellos no usaban sábanas porque eso sí que era un símbolo de la dominación de otros tiempos. Todos los relatos de “Soplón” terminaban diciendo que las cosas debían ser así o, de lo contrario, iban a volver los malos. Y en la granja nadie quería el retorno de los malvados…

“Soplón”, además, les informaba regularmente que el reparto de alimentos había crecido 200%, 300% y hasta 500% respecto de la “gestión” anterior, la de los terratenientes. Y todos los aceptaban porque se había un nuevo dogma: “Napoleón siempre tiene la razón”. Eso sí, aclara Orwell: “Preferían a veces tener menos cifras y más comida”.

Sólo el viejo Benjamin manifestaba “recordar cada detalle de su larga vida y saber que las cosas nunca fueron, ni podrían ser, mucho mejor o mucho peor: el hambre, la opresión y el desengaño eran, así dijo él, la ley inalterable de la vida”. Pero qué puede saber un asno...

Finalmente, ocurrió el oprobio. Un día descubrieron que los que mandaban organizaban reuniones con los terratenientes de las granjas vecinas e intercambiaban reconocimientos y elogios. Y, para mayor escándalo, resultó que caminaban en dos patas. Pero las ovejas aparecieron en la escena y ahora balaban “Cuatro patas sí, dos patas mejor”. Entonces alguien le pidió a Benjamín que les leyera los “Siete mandamientos”. Pero en la pared ya sólo había un precepto: “Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”.

La “realidad”

Todo, entonces, tiene otro significado. Si “Rebelión en la Granja” fuera un libro de enseñanza obligatoria en el primario y el secundario, en todas las carreras de grado y de posgrado, por fin se comprendería mejor la vida y la obra de los que quieren “Un país en serio”.

Ahí se sabría que, en lugar de darle gracias a Juan Bautista Alberdi por darnos una Constitución para que pudiéramos convivir en plenitud como ciudadanos, mejor hubiera sido no tener cimientos legales tan firmes. Y de paso, tampoco tener ciudadanos...

Que los que se quedan con bienes públicos no son corruptos sino “exitosos”. Y se empecinan en seguir teniendo poder y éxito porque les guste, sino porque el pueblo los necesita.

Se comprendería, además, que los pilares de la república no son como se los recuerda. No se trata de que el Poder Judicial es independiente sino de que “es independiente si no contradice los planes del poder político”. Entonces sí queda claro que una sentencia adversa contra un DNU que avasalla las autonomías distritales es, en realidad, un “golpe a las instituciones democráticas”. Por ende, nadie osaría discutir que la reforma judicial debe hacerse como el abogado de la Vicepresidenta diga.

Nadie andaría poniendo en duda certezas indubitables. Es normal que los fiscales que denuncian a Presidentes se suiciden antes de exponer el caso en el Congreso. El Memorándum de Entendimiento con Irán no buscaba la impunidad para el todavía impune atentado contra la Argentina a través de la AMIA, sino que perseguía la verdad. Y se firmó en secreto por pura humildad. Con semejantes antecedentes, no haría falta explicar que mientras Israel recibe un bombardeo de Hamas, a razón de un misil cada tres minutos, lo que la Argentina reprocha a través de la Cancillería es que Israel ejerce “un uso desmedido de la fuerza”.

Finalmente, que no haya condena firme ni en una sola de las causas de corrupción denunciadas por los fiscales e investigadas por los jueces de la Nación, no es impunidad. Es, en realidad, una concepción equivocada, o más bien nefasta, de la igualdad. Ahí reside el núcleo de la arqueología de las palabras y de la discusión de los significados

Mal dice el artículo 16 que “La Nación Argentina no admite prerrogativas de sangre, ni de nacimiento: No hay en ella fueros personales ni títulos de nobleza. Todos sus habitantes son iguales ante la ley, y admisibles en los empleos sin otra condición que la idoneidad”. Ya vendrá la rebelión y quedará claro que no hay prerrogativas de sangre, pero sí de familia. Que no hay fueros personales, pero porque hay quienes son desaforadamente inmunes a la Justicia. Que no hay títulos de nobleza, pero sí majestades a las que se rinde pleitesía. Que el único requisito para el empleo público es la idoneidad, equilibrada con la incondicionalidad. Y que todos los argentinos somos iguales ante la ley, pero aclarando que -según parece ser- algunos iguales son más argentinos que otros.

Tamaño texto
Comentarios
Comentarios